—¿Tangerina? ¿Cielene? ¿Seríais tan amables de dejarnos al rey y a mí a solas un momento? —les pidió.
Era evidente que Tangerina y Cielene no querían perderse ni una parte de la conversación entre madame Weatherberry y Campeón XIV, pero respetaron los deseos de su maestra y salieron a esperar al pasillo. Cuando la puerta se cerró detrás de ellas, madame Weatherberry se inclinó hacia el rey y lo miró profundamente a los ojos con expresión seria.
—Señor, ¿está al corriente del Conflicto del Norte? —preguntó.
Si algo le dejaron claro los ojos saltones del rey es que estaba más que al corriente. La mera mención del conflicto tuvo un efecto tan paralizante en el monarca que lo hizo titubear cuando respondió.
—¿Cómo..., cómo...? ¿Cómo demonios lo sabe? ¡Es un asunto reservado!
—Puede que la comunidad mágica sea pequeña y esté dividida, pero las palabras viajan más rápido cuando uno de los nuestros está..., bueno, montando una escena.
—¿Montando una escena? ¡¿Eso le parece?!
—Su Majestad, por favor, no alce la voz —dijo, y luego señaló con la cabeza hacia la puerta—. Las malas noticias pueden llegar con mucha facilidad a oídos jóvenes. Mis niñas empezarían a encontrarse mal si se enteraran de lo que estamos discutiendo.
Campeón XIV sabía a lo que se refería porque él mismo empezaba a sentir cierto malestar. Recordar ese tema era como ver a un fantasma; un fantasma que él creía dormido.
—¿Por qué menciona algo tan horrible? —preguntó.
—Porque ahora mismo no hay nada que le garantice que el Conflicto del Norte no cruce la frontera y llame a la puerta de su casa —le advirtió madame Weatherberry.
El rey negó con la cabeza.
—Eso no ocurrirá. El rey Nobleton me aseguró que se encargaría de la situación. Nos dio su palabra.
—¡El rey Nobleton le mintió! ¡Les dijo al resto de los soberanos que tiene el conflicto bajo control porque se siente humillado por lo grave que se ha vuelto la situación! ¡Casi la mitad del Reino del Norte ha muerto! ¡Ha perdido a tres cuartas partes de su ejército y quienes quedan van cayendo con cada día que pasa! ¡El rey culpa a la hambruna porque lo aterroriza perder el trono si su pueblo se entera de la verdad!
El rostro de Campeón perdió todo el color y el monarca no dejaba de temblar en su asiento.
—¿Y bien? ¿Puedo hacer algo? ¿O se supone que tengo que quedarme sentado y esperar a morir yo también?
—En estos últimos tiempos, hay motivos para la esperanza —dijo madame Weatherberry—. Nobleton ha nombrado a un nuevo comandante, el general White, para guiar a las defensas restantes. Hasta ahora, el general ha manejado la situación con mucho más éxito que sus predecesores.
—Bueno, algo es algo —dijo el rey.
—Rezo porque el general White resuelva el asunto, pero usted debe estar preparado por si fracasa —dijo—. Y, en caso de que el conflicto cruce hacia el Reino del Sur, tener una academia de hadas entrenadas a la vuelta de la esquina podría ser muy beneficioso para usted.
—¿Cree que sus estudiantes podrían detener el conflicto? —preguntó con desesperación en los ojos.
—Sí, Su Majestad —respondió totalmente confiada—. Creo que mis futuros estudiantes lograrán cosas que el mundo de hoy considera imposibles. Pero, primero, necesitarán un lugar donde estudiar y una maestra que les enseñe.
El rey se quedó muy quieto mientras consideraba la propuesta con gran detenimiento.
—Sí..., sí, podría ser tremendamente beneficioso —se dijo a sí mismo—. Desde luego, tendré que consultarlo con mi Consejo Asesor de Jueces Supremos antes de darle una respuesta.
—En realidad, señor —dijo madame Weatherberry—, creo que es un asunto que podemos dejar cerrado sin consultárselo a los jueces supremos. Suelen ser un grupo bastante conservador y sería una lástima que su terquedad se interpusiera en nuestro camino. Además, a lo largo de todo el país se comentan cosas que debería saber. Mucha de su gente está convencida de que los jueces supremos son los verdaderos gobernantes del Reino del Sur y de que usted solo es una marioneta.
—¿Cómo? ¡Eso es inaceptable! —exclamó el rey—. Yo soy el soberano, ¡mi voluntad es ley!
—Así es. Y cualquiera con un poco de cerebro lo sabe. Sin embargo, los rumores persisten. Si yo fuera usted, empezaría por desmentir esas desagradables teorías desafiando a los jueces supremos de vez en cuando. Y no puedo pensar en una mejor manera de hacerlo que firmando el documento que tiene delante.
Campeón XIV asintió mientras pensaba en la advertencia. Al final, la persuasión de madame Weatherberry lo ayudó a tomar una decisión.
—Muy bien —dijo el rey—. Puede reclutar a dos estudiantes del Reino del Sur para su escuela de magia, un niño y una niña, pero eso es todo. Y deberá recibir el permiso escrito de sus tutores, o no se les permitirá asistir a su academia.
—Confieso que esperaba llegar a un acuerdo mejor, pero acepto lo que me ofrece —dijo madame Weatherberry—. Trato hecho.
El rey cogió la pluma y la tinta de un lado de su escritorio y realizó las correcciones pertinentes en el documento dorado. Cuando terminó, firmó el acuerdo y lo legalizó con un sello de cera con el emblema real de su familia. Madame Weatherberry se puso de pie y aplaudió para celebrarlo.
—¡Ay, qué momento tan maravilloso! ¿Tangerina? ¿Cielene? ¡Venid! ¡El rey nos ha concedido nuestra petición!
Las aprendices entraron a toda prisa en el despacho y se entusiasmaron al ver la firma del rey. Tangerina enrolló el documento y Cielene lo ató con un lazo plateado.
—Muchas gracias, Su Majestad —dijo madame Weatherberry, recolocándose el velo sobre el rostro—. ¡Le prometo que no se arrepentirá!
El rey resopló con escepticismo y se frotó sus cansados ojos.
—Espero que sepa lo que está haciendo, porque si no le diré a todo el reino que fui embrujado y engañado por una...
Campeón XIV levantó la vista y suspiró. Madame Weatherberry y sus aprendices se habían desvanecido. El rey avanzó hacia la puerta para ver si habían salido corriendo por el pasillo, pero este seguía igual de vacío que antes. Unos minutos después, todas las velas y las antorchas se encendieron por arte de magia. Las pisadas volvieron a resonar por los corredores a medida que los sirvientes y los soldados regresaban a sus rutinas. El rey se acercó a la ventana y vio que la tormenta también había desaparecido, y lo tranquilizó mucho que el día volviera a estar despejado.
Sin embargo, era imposible que el rey sintiera otra cosa que no fuera temor al mirar los cielos del norte. Ahora sabía que, en algún lugar del horizonte, acechaba la verdadera tormenta...
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Libros y desayunos
Todos los monjes que vivían en la capital del Reino del Sur eran duros de oído, y el porqué no era un misterio. Cada amanecer, durante diez minutos seguidos, la ciudad de Colinas Carruaje se inundaba del sonido ininterrumpido y estridente de las campanas de la catedral. Como los terremotos, el sonido metálico hacía retumbar la Plaza Mayor, al igual que las calles de la