Hecho esto, comencé a excavar la roca y a transportar, a través de la tienda, la tierra y las piedras que extraía. Las fui apilando junto a la verja, por la parte de adentro, hasta formar una especie de terraza, que se levantaba como un pie y medio del suelo. De este modo, excavé una cueva, detrás de mi tienda, que me servía de bodega.
Me costó gran esfuerzo y muchos días realizar todas estas tareas. Por tanto, debo retroceder para hacer referencia a algunas cosas que, durante este tiempo, me preocupaban. Ocurrió que, habiendo terminado el proyecto de montar mi tienda y excavar la cueva, se desató una tormenta de lluvia, que caía de una nube espesa y oscura. De pronto se produjo un relámpago al que, como suele ocurrir, sucedió un trueno estrepitoso. No me asustó tanto el resplandor como el pensamiento que surgió en mi mente, tan raudo como el mismo relámpago: «¡Oh, mi pólvora!». El corazón se me apretó cuando pensé que toda mi pólvora podía arruinarse de un soplo, puesto que toda mi defensa y mi posibilidad de sustento dependían de ella. Me inquietaba menos el riesgo personal que corría, pues, en caso de que la pólvora hubiese ardido, jamás habría sabido de dónde provenía el golpe.
Tanto me impresionó este hecho, que dejé a un lado todas mis tareas de construcción y fortificación y me dediqué a hacer bolsas y cajas para separar la pólvora en pequeñas cantidades, con la esperanza de que, si pasaba algo, no se encendiera toda al mismo tiempo, y aislar esas pequeñas cantidades, de manera que el fuego no pudiera propagarse de una bolsa a otra. Terminé esta tarea en casi dos semanas y creo que logré dividir mi pólvora, que en total llegaba a las doscientas cuarenta libras de peso, en no menos de cien bolsas. En cuanto al barril que se había mojado, no me pareció peligroso así que lo coloqué en mi nueva cueva, que en mi fantasía, la llamaba mi cocina, y escondí el resto de la pólvora entre las rocas para que no se mojara, señalando cuidadosamente dónde lo había guardado.
En el lapso de tiempo que me hallaba realizando estas tareas, salí casi todos los días con mi escopeta, tanto para distraerme, como para ver si podía matar algo para comer y enterarme de lo que producía la tierra. La primera vez que salí, descubrí que en la isla había cabras, lo que me produjo una gran satisfacción, a la que siguió un disgusto, pues eran tan temerosas, sensibles y veloces, que acercarse a ellas era lo más difícil del mundo. Sin embargo, esto no me desanimó, pues sabía que alguna vez lograría matar alguna, lo que ocurrió en poco tiempo, porque, después de aprender un poco sobre sus hábitos, las abordé de la siguiente manera. Había observado que si me veían en los valles, huían despavoridas, aun cuando estuvieran comiendo en las rocas. Mas, si se encontraban pastando en el valle y yo me hallaba en las rocas no advertían mi presencia, por lo que llegué a la conclusión de que, por la posición de sus ojos, miraban hacia abajo y, por lo tanto, no podían ver los objetos que se hallaban por encima de ellas. Así, pues, por consiguiente, utilicé el siguiente método: subía a las rocas para situarme encima de ellas y, desde allí, les disparaba, a menudo, con buena puntería. La primera vez que les disparé a estas criaturas, maté a una hembra que tenía un cabritillo, al que daba de mamar, lo cual me causó mucha pena. Cuando cayó la madre, el pequeño se quedó quieto a su lado hasta que llegué y la levanté, y mientras la llevaba cargada sobre los hombros, me siguió muy de cerca hasta mi aposento. Entonces, puse la presa en el suelo y cogí al pequeño en brazos y lo llevé hasta mi empalizada con la esperanza de criarlo y domesticarlo. Más, como no quería comer, me vi forzado a matarlo y comérmelo. La carne de ambos me dio para alimentarme un buen tiempo, pues comía con moderación y economizaba mis provisiones (especialmente el pan), todo lo que podía.
Una vez instalado, me di cuenta de que sentía la necesidad imperiosa de tener un sitio donde hacer fuego y procurarme combustible. Contaré con lujo de detalles lo que hice para procurármelo y cómo agrandé mi cueva y las demás mejoras que introduje. Pero antes, debo hacer un breve relato acerca de mí y mis pensamientos sobre la vida, que, como bien podrá imaginarse, no eran pocos.
Tenía una idea bastante sombría de mi condición, pues me hallaba náufrago en esta isla, a causa de una violenta tormenta, que nos había sacado completamente de rumbo; es decir, a varios cientos de leguas de las rutas comerciales de la humanidad. Tenía muchas razones para creer que se trataba de una determinación del Cielo y que terminaría mis días en este lugar desolado y solitario. Lloraba amargamente cuando pensaba en esto y, a veces, me preguntaba a mí mismo por qué la Providencia arruinaba de esta forma a sus criaturas y las hacía tan absolutamente miserables; por qué las abandonaba de forma tan humillante, que resultaba imposible sentirse agradecido por estar vivo en semejantes condiciones.
Pero algo siempre me hacía recapacitar y reprocharme por estos pensamientos. Particularmente, un día, mientras caminaba por la orilla del mar con mi escopeta en la mano y me hallaba absorto reflexionando sobre mi condición, la razón, por así decirlo, me expuso otro argumento: «Pues bien, estás en una situación desoladora, cierto, pero por favor, recuerda dónde están los demás. ¿Acaso no venían once a bordo del bote? ¿Por qué no se salvaron ellos y moriste tú? ¿Por qué fuiste escogido? ¿Es mejor estar aquí o allá?» Y entonces apunté con el dedo hacia el mar. Todos los males han de ser juzgados pensando en el bien que traen consigo y en los males mayores que pueden acechar.
Entonces volví a pensar en lo bien provisto que estaba para subsistir y lo que habría sido de mí, si no hubiese ocurrido -había, acaso, una posibilidad entre cien mil- que el barco se encallara donde lo hizo primeramente, y hubiese sido arrastrado tan cerca de la costa, que me diese tiempo de rescatar todo lo que pude de él. ¿Qué habría sido de mí si hubiese tenido que vivir en las condiciones en las que había llegado a tierra, sin las cosas necesarias para vivir o para conseguir el sustento?
-Sobre todo -decía en voz alta, aunque hablando conmigo mismo-, ¿qué habría hecho sin una escopeta, sin municiones, sin herramientas para fabricar nada ni para trabajar, sin ropa, sin cama, ni tienda, ni nada con que cubrirme?
Ahora tenía todas estas cosas en abundancia y me hallaba en buenas condiciones para abastecerme, incluso cuando se me agotaran las municiones. Ahora tenía una perspectiva razonable de subsistir sin pasar necesidades por el resto de mi vida, pues, desde el principio, había previsto el modo de abastecerme, no solo si tenía un accidente, sino en el futuro, cuando se me hubiesen agotado las municiones y hubiese perdido la salud y la fuerza.
Confieso que nunca había contemplado la posibilidad de que mis municiones pudiesen ser destruidas de un golpe; quiero decir, que mi pólvora se encendiera con un rayo, y por eso me quedé tan sorprendido cuando comenzó a tronar y a relampaguear.
Capítulo 5 EL DIARIO DE ROBINSON
Y ahora que voy a entrar en el melancólico relato de una vida silenciosa, como jamás se ha escuchado en el mundo, comenzaré desde el principio y continuaré en orden. Según mis cálculos, estábamos a 30 de septiembre cuando llegué a esta horrible isla por primera vez; el sol, que para nosotros se hallaba en el equinoccio otoñal, estaba casi justo sobre mi cabeza pues, según mis observaciones, me encontraba a nueve grados veintidós minutos de latitud norte respecto al ecuador.
Al cabo de diez o doce días en la isla, me di cuenta de que perdería la noción del tiempo por falta de libros, pluma y tinta y que entonces, se me olvidarían incluso los días que había que trabajar y los que había que guardar descanso. Para evitar esto, clavé en la playa un poste en forma de cruz en el que grabé con letras mayúsculas la siguiente inscripción: «Aquí llegué a tierra el 30 de septiembre de 1659». Cada día, hacía una incisión con el cuchillo en el costado del poste; cada siete incisiones hacía una que medía el doble que el resto; y el primer día de cada mes, hacía una marca dos veces más larga que las anteriores. De este modo, llevaba mi calendario, o sea, el cómputo de las semanas, los meses y los años.
Hay que observar que, entre las muchas cosas que rescaté del barco, en los muchos viajes que hice, como he mencionado anteriormente, traje varias de poco valor pero no por eso menos útiles, que he omitido en mi narración; a saber: plumas, tinta y papel de los que había varios paquetes que pertenecían al capitán, el primer oficial y el carpintero; tres o cuatro