Nos fuimos a descansar temprano; al día siguiente Lara debía trabajar su último turno del año. Desde las ocho de la mañana del 25 hasta la misma hora del siguiente día. Su descanso de fin de año comenzaba el 27 de diciembre. Notaba en ella señales de fatiga, pero sus ojos se mantenían radiantes y juveniles. Tres años después de su partida hacia Alemania, parte de su familia pudo compartir con ella la Navidad. La presencia de su hermano, con sus apuntes sarcásticos, con su gracia en el ocaso de su adolescencia, con su morbo elocuente, con sus ojos pícaros.
La Doc a veces no podía creerse el carácter y el aspecto de Hugo, aunque la irritaban algunas de sus costumbres, como cantar en inglés en voz alta, temprano en la mañana (costumbre adquirida desde niño, pero ella no lo recordaba), y le decía:
—¿Puedes bajar la voz, Hugo? Nos encontramos en un edificio donde la mayoría de sus habitantes son rusos, a quienes puede incomodar ser perturbados en horas tempranas.
—Pues ellos deben de ser conscientes de que el suelo que pisan es alemán, y no ruso. —Mi hijo exponía su punto de vista sin ser consciente de que aquellas afirmaciones podrían sonar políticamente incorrectas.
Sin embargo, la obedecía por instantes, para luego seguir la letanía. Y Lara le abría la puerta de golpe, creo yo con el fin de intimidarlo, y lo miraba seria. Y mi joven hijo sonreía sin intimidarse, diciendo:
—Perdón; se me olvidó.
Era cosa de tiempo acostumbrarse al canto del pájaro madrugón, tipo seis de la mañana en un fin de semana, sin inquietarse por la opinión de los vecinos del polo ártico, quienes nunca se quejaron. Tal vez porque en ningún momento lo escucharon, o quizás porque la cantada era tan buena como inteligible, similar a un quejido o un lamento vallenato. Pero aquello era música para mis oídos. Difería por unas notas en si mayor del ruido trasnochador de unos cuantos visitantes del parque natural el Tayrona. Su risa, igual de fuerte, nunca me ha perturbado; por el contrario, la voy a extrañar montones cuando se marche hacia las aulas universitarias, a una ciudad diferente. Mi alma va a experimentar al máximo el vacío del silencio, el eco de su risa juvenil, su encanto, su gracia, su genialidad embrionaria. Ya le estaba extrañando y faltaban meses para su partida, porque él supo llenar el vacío inmenso que dejó quien compartía todo conmigo, conocía mis facetas, mis gustos, mis afinidades. Añoré en gran medida su presencia, su música de Il Divo, Eros Ramazzotti, la fraseología poco convencional de Kallet Morales. Su voz profunda, sus aciertos, su gracia. Tuve que dejarla partir en busca de su propia felicidad.
Y entonces se iba la Navidad, con su repertorio de añoranzas, de árbol navideño, de blanca nieve, de San Nicolás; cediéndole el paso al nuevo año, y con su advenimiento llegaría este otro hijo de quien también he extrañado su profundidad intelectual, su toque de madurez.
De mis hijos he aprendido a recordar la juventud y la sabiduría intrínseca que reside en ella, de cada carácter, de cada individuo aparte que suelen ser los hijos. Pero este, en especial, parece no necesitar a los padres. Se siente a gusto con su independencia, con él mismo. Es por quien seguimos aguardando, en cualquier época del año, en los días festivos del calendario. Es un inquietante hijo de quien podemos esperar todo, y a la vez nada. Pues se nos uniría en Alemania un primero de enero. Ello lo animó a hacer un viaje interoceánico de poco más de un día, saliendo de Cartagena, Colombia, a finales de 2017 para llegar a Alemania el primer día del siguiente año, 2018.
Transportado por el túnel del tiempo. Pudo brindar en el aire, la última noche del año, una copa de champán con viajeros de procedencias disímiles.
Con la nariz metida en el computador, una mañana antes de llegar mi hija de su último turno del año, Dominic dijo:
—Prepárense, porque ahora es cuando comienza lo bueno.
No podía captar el mensaje. ¿Cómo que comenzaba lo bueno? Si lo estaba viviendo cada día desde el comienzo de nuestra aventura. Mi hijo menor me miró y emitió una carcajada estridente. Pero Dominic, quien se complacía con sus altisonancias, explicó:
—Señora, de ahora en adelante visitaremos solamente las ciudades más importantes de Alemania.
Volví la mirada hacia mi hijo, quien sujetaba las siguientes palabras:
—¡Mami, a eso vinimos! —No pudo contenerse la boca en su rostro anguloso.
Antes del 31 de diciembre anduvimos muy ajetreados aseando aquello que por falta de tiempo dejamos de hacer debidamente: las medias térmicas, abrigos, buzos. Porque después del 31 de diciembre nuestros miembros locomotores no pararían.
La mañana de ese día comenzó esplendorosa, sin ganas de nevar y con un solecito juguetón, quien iba ensanchando su espectro de luz. Deseaba el advenimiento de días más cálidos, tal como lo había pronosticado el abuelo de Dominic, un hombre octogenario particularmente interesante con quien había hablado sin entenderle. Partiríamos hacia Kassel el mismo 31 en la tarde, primero a visitar al abuelo y luego a reunirnos con los suegros de Lara en casa de uno de sus tíos, y esperar en familia el nuevo año.
Disfrutamos de la compañía amable de los miembros de casa, y con los padres de Dominic nos entonamos con copas de buenos vinos. Vimos un filme, una especie de ritual de fin de año para los alemanes, pero antes de eso degustamos de los diferentes sabores de la mesa: se llenaba un recipiente con pequeñas porciones de diferentes platillos y luego se introducía en una plancha de varios pisos. Se trata de una tradición Suiza. Al aparato ingenioso lo llaman raclette. Se pueden llenar los recipientes, en forma de palitas, y de acuerdo al gusto combinar los alimentos con un menú variado: quesos, rodajas de pepinillo agrio, cebollitas, tomaticos o pequeñas porciones de tomates y ajíes grandes; agregando además porciones de proteína como pollo, cerdo, camarones en salsa, queso. El pan hace de acompañante. Pero la receta original es a base de queso raclette, tocino y cebolla, y se acompaña de papa. Los demás ingredientes son opcionales.
¡Divertidísimo!
Con la llegada e impresiones de Diego, el nuevo miembro del grupo, me sentí reconfortada. Mi ánimo se había descompuesto un poco por la ingesta de vinos diferentes el día anterior. Pisar tierra europea para él fue diferente, pues posee un completo mecanismo de orientación espacial, el cual le funciona tanto en Colombia como en la Conchinchina, parecida a la de su padre y su cuñado. Dentro de ese nuevo ambiente de efervescencia sentí ascender de nuevo aquella oleada de calor al rostro, motivada por las palabras de mi hija:
—Mami, preparen sus maletines pues volveremos a Fráncfort mañana, donde pernoctaremos por tres días para alcanzar a conocerla mejor. Descansen bien, nos espera un recorrido de más de dos horas en carro.
Comenzamos la tarea de inmediato, mientras Diego desempacaba los regalos. Varias bolsas de café Juan Valdés; unas dejaría en casa y, las demás, para el abuelo y los padres de Dominic, a quienes también pertenecían los obsequios de dulces típicos de Colombia: dulce de plátano maduro, conservas de leche. Después de empacar hasta el paraguas (porque en Alemania el clima invernal, como lo he acotado antes, puede cambiar tres veces al día), agradecí a quien me permitía aquel tremendo lujo de visitar y conocer en parte tantas ciudades del país, con el auspicio de mi hija y en la grata compañía de los varones del grupo familiar.
La gran familia estaba lista para lo que fuera.
No voy a referirme a una ciudad detrás del velo del olvido, sujeta a los vaivenes del azar político, tampoco he de hacer referencia a los seres que la habitan, que padecen de grandes necesidades sin resolver en medio de un tejido