Claroscuro. Javier González Alcocer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Javier González Alcocer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418411816
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la situación y lo que han encontrado.

      El juez Joaquín San Pedro es un hombre de baja estatura, dejó de luchar con su peso hace tiempo, cuando comprendió que el deporte no iba con él, y prefirió seguir disfrutando, con moderación, de una buena comida o un buen vino, acompañándose de vez en cuando de algún puro exquisito, la pipa es el sustituto ocasional.

      San Pedro camina hasta el lugar donde se encuentran los restos, le siguen Tordo y la inspectora Paloma Roncal, una mujer morena de piel y pelo, que anuda en una coleta, de rostro serio que roza la cuarentena, aunque lo mantiene alejado de afeites, excepto en determinadas ocasiones. Es la que dirige uno de los equipos de la policía científica. Quedan atrás, como espectadores sin entrada de una representación de un teatro, en el que el guion se escribe sobre la marcha, dos ayudantes de Paloma, el chófer del juzgado que ha trasladado al juez San Pedro, y Sebastián, el compañero de Tordo, que junto a su coche custodia al joven Mario sentado en su interior.

      Los inspectores Javier y Paloma ya se conocen, aunque no tienen, ni mucho menos, una relación estrecha, tan solo la que ha surgido de las aportaciones del trabajo de ella en dos investigaciones de él; con el juez San Pedro, Javier es la primera vez que trabaja.

      —¿Qué tenemos, inspector? —el tono es riguroso, no por ello despectivo; se expresa mientras contempla los restos que hay sobre la arena, como si fueran la secuencia de una vieja película de vaqueros.

      Javier Tordo pasa a relatarle las circunstancias que conoce hasta el momento: una fiesta nocturna, el descubrimiento de un resto humano, y la posterior aparición de otro.

      —¿El muchacho que tienen en el coche es quien les avisó? —Joaquín recorre con paso lento el perímetro exterior de la superficie arenada.

      —Sí —responde el inspector—, los demás no quisieron saber nada y se largaron.

      Joaquín lo mira con sus ojos azules, expresivos y tremendamente curiosos; no le hace falta pronunciar ninguna palabra para obtener una respuesta a una pregunta que resulta obvia.

      —No creo necesario que busquemos al resto de la gente que se encontraba aquí anoche, las declaraciones van a ser las mismas que las del joven —Tordo decide dar un dato más—: Mario García es su nombre.

      Joaquín se detiene, echa un vistazo a su alrededor para después mirar alternativamente a los dos policías.

      —Hagan su trabajo —omite el decir ‘correctamente’, lo ha subrayado con su tono—, y manténganme informado de las novedades que encuentren.

      Se despide alzando la mano, su paso mantiene un ritmo tranquilo, muy similar al de su voz.

      —Iremos sacando la arena con cuidado —desde que llegó, Paloma está valorando cómo realizar su trabajo, localizando el lugar donde amontonará la sílice que vaya acumulando. Sumergida en sus pensamientos, la voz de Javier le llega lejana, aunque se encuentra a su lado:

      —Nos vamos a comisaría, si encuentras algo, me llamas.

      Paloma asiente sin decir nada, todo lo que no sea la labor que tiene por delante, queda traspasado a un segundo plano. Al alejarse, Javier la escucha decir:

      —Hay que mover mucha tierra, tendré que traer a todos los miembros de mi equipo —como colofón, una cuestión que ya baraja la mente del inspector—: A ver qué encontramos ahí debajo.

      Son las siete de la tarde cuando el tono de llamada de su teléfono móvil le indica a Javier Tordo que alguien le requiere. Se lleva la mano al bolsillo de su abrigo, y sin dejar de emplear el paso rápido con el que habitualmente camina, echa un vistazo para ver el nombre que sale en la pantalla; al leerlo pulsa la tecla que abre la comunicación.

      —Buenas tardes, Paloma —esquiva a un hombre que, como él, habla por un móvil con la cabeza gacha.

      —Hola Javier, deberías pasarte por aquí. ¡Ponedlo al otro lado! —sigue un momento de silencio—. Perdona, es que he traído más material y lo estoy organizando —no deja que Javier la interrumpa—. Como te decía, lo mejor es que vengas en cuanto puedas.

      Sabe que Paloma es una profesional competente, curtida en muchos casos. Le ha llamado la atención que las dos veces que le ha indicado que vaya, ha bajado su tono de voz.

      —De acuerdo, no tardaré mucho en llegar.

      No hay despedidas por parte de la inspectora de la policía científica. Javier regresa a su domicilio pensando que la ropa de deporte que lleva en la bolsa deberá esperar a otro día para ser utilizada.

      La primavera no lleva instalada en la capital el tiempo suficiente como para que las horas de luz lleguen hasta las ocho de la tarde. Cuando Javier llega al recinto decrépito y abandonado, la oscuridad impera por todas partes. Solo se encuentra apartada de un lugar, aquel donde potentes focos iluminan una zona de trabajo.

      Javier cuenta hasta diez agentes de la unidad científica, ralentiza sus pasos dejando que su mirada vague por el entorno; una mirada indiferente para un neófito, calculadora para los que han sufrido su persistencia y perseverancia.

      Hay unas mesas de trabajo sobre las que están diseminados huesos humanos. Se acerca hasta esa zona y sus ojos centran su atención en las osamentas. Su mente trabaja al tiempo que observa. “Paloma ha traído muchos agentes, y lo cierto es que, visto lo que hay aquí, se va a necesitar un amplio dispositivo para cuadrar semejante galimatías. Esto parece un macabro puzle.” No hay tiempo para que continúe elucubrando, una voz a su espalda le saca de sus pensamientos:

      —No esperaba semejante panorama cuando llegue aquí esta mañana.

      Javier no se da la vuelta, persiste en observar los restos de los que fueron algún día seres humanos; la inspectora Roncal se coloca junto a él.

      —¿Cuántos cadáveres habéis encontrado? —formula la pregunta al tiempo que recuenta cráneos, de cuencas vacías, semejantes a puertas entreabiertas que aguardan ser escuchadas.

      —Hasta el momento tenemos veinticinco calaveras y cientos de huesos —no hay queja en su tono, más bien tesón; Paloma sabe que se encuentra ante un caso espectacular.

      Javier se gira, por un momento mira a Paloma, un breve análisis le lleva a pensar que es una mujer muy atractiva. Aparta el pensamiento y camina hasta el lugar donde esta mañana jugueteaba con su bolígrafo y desenterraba el primer cráneo. Hay montones de tierra algo más lejos, donde un par de técnicos se dedica a cribar la arena; parecen antiguos buscadores de oro, solo que las pepitas que encuentran son pequeños huesos.

      Por un momento, se le vienen a la cabeza las imágenes de las fosas comunes encontradas en los campos de concentración nazis: un enjambre de esqueletos humanos reposando en el sueño eterno.

      —Como ves, es una especie de piscina; por el lugar donde nos encontramos, que es un viejo taller de autobuses, diría que es el tipo de foso que hay en los talleres mecánicos para mirar bajo los autocares.

      Javier recuerda la chatarra amontonada en distintos lugares, la ubicó dentro del sector de la automoción, con vehículos completamente desguazados. Asiente al comentario de su compañera, que prosigue hablando:

      —Esos lugares suelen tener alrededor de un metro y medio de profundidad —aparta la mirada de Javier, que continúa observando la disposición de los esqueletos—. Ya estamos en el fondo; bajo esa arena que ves, hemos comprobado que solo hay hormigón.

      —¿Cuándo crees que tendrás todos los cuerpos fuera? —Javier la escruta con la mirada, alejando el más mínimo desorden en su cabeza.

      —Trabajaremos toda la noche, antes del alba no quedará nada ahí dentro —señala con la cabeza hacia el lugar del enterramiento, lo que le permite poner distancia con el inspector.

      —¿Habéis encontrado alguna identificación? —antes de que Javier termine la frase, Paloma saca del bolsillo de su mono de trabajo una bolsa de plástico; dentro va un carnet de identidad.

      El inspector, con gesto pausado, recoge de la mano de ella el envoltorio, quizás hay