Claroscuro. Javier González Alcocer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Javier González Alcocer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418411816
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el asiento lo abandona. Es de estatura media, complexión delgada, con el pelo moreno rizado y facciones regulares que le confieren un rostro normal, en el que destacan unos ojos verdes de mirada apacible. Observa al joven, vestido de manera tradicional, pero con el rostro níveo, en el que tiene incrustados unos ojos que muestran el nerviosismo que lleva dentro; el inspector Javier Tordo deja que su templada voz salga de sus labios bien delineados.

      —¿Qué ocurre? —mientras pronuncia las dos palabras se acerca a Mario, controlando que sus manos estén siempre a la vista. Sabe que su compañero se encuentra atento a todo, le imagina recorriendo con ojos de búho, detrás de las gafas, toda la escena.

      —La vimos por casualidad, tirada en la arena —la mirada de Mario abandona el rostro del inspector, y se dirige hacia un lugar indeterminado.

      Sebastián Yagüe tiene una cabeza proporcionalmente más grande que el resto de su cuerpo, que es flaco y de estatura elevada. La boca muestra casi siempre un rictus de seriedad, que se acompasa con un entrecejo fruncido; sus ojos oscuros están en un continuo estado de desasosiego. Sus casi cincuenta años se le marcan profusamente en las arrugas de su frente y en las bolsas bajo sus ojos.

      Ha bajado a tiempo de escuchar las palabras de Mario. Mira a su compañero, que enarca las cejas en un rictus de incomprensión; ambos hombres fijan su atención en la misma dirección que llevan los ojos de Mario.

      Es el inspector Javier Tordo el primero en echar a caminar, Mario lo sigue unos pasos por detrás; cierra la comitiva el subinspector Sebastián Yagüe, próximo al muchacho, atento a cualquier gesto extraño por parte de este.

      Los ojos verdes del inspector abarcan, de manera alternativa, la chatarra acumulada en distintos lugares; montones de destartalada maquinaria. El alba, que todavía impera con su luz escasa sobre todo el terreno, no le permite identificar con claridad de qué tipo de desvencijado utillaje se trata. Pero sus ojos buscan un cuerpo, que es lo que su mente ha intuido al escuchar las palabras del joven; aguza su mirada en pos de esa idea, pero no encuentra nada.

      Javier se detiene, gira la cabeza para interrogar a Mario, que se ha parado en cuanto lo ha hecho el inspector.

      —No veo a nadie tirado en la arena —es un tono mesurado, de absoluta calma, procedente de alguien paciente.

      Mario, sin decir nada, reinicia la marcha, pasa junto a Javier, y unos metros más adelante se detiene. Desde la perspectiva de ambos policías, es como si el muchacho hubiera decrecido unos centímetros.

      —Parece que donde está, el terreno estuviese más bajo —Sebastián dirige las palabras a su compañero, aunque no aparta la vista de Mario.

      Javier camina hacia donde se encuentra el chico, dejando atrás el comentario del subinspector; no solo el descenso de estatura del joven ha llamado su atención, no aparta la vista de un objeto que no logra visualizar con claridad. Se detiene antes de meterse en ese pliegue del terreno, se coloca en cuclillas y observa a escasos dos metros lo que atraía su mirada. Los pasos de su compañero no consiguen que distraiga su atención.

      Sebastián queda un segundo junto a su superior, después lo adelanta, teniendo cuidado en no interponerse en su camino. No llega tampoco a la pequeña vaguada donde está Mario, pero se acerca lo suficiente hasta el objeto antes de que su voz transcriba lo que ve:

      —Restos de una mano, solo los huesos.

      Ambos policías se miran desde la distancia, se alzan desde sus posiciones de observación. Javier delimita que la zona que se hunde es un rectángulo de unos cinco metros de largo por algo más de un metro de ancho.

      —¿Cómo te llamas? —dirige la pregunta a Mario, que permanece petrificado mirando la esquelética mano. La voz del inspector le saca de sus pensamientos, y se vuelve hacia él, que aguarda una respuesta.

      —Mario García —la voz es tenue.

      —¿Cómo la encontrasteis? —realiza la disquisición usando adrede el plural.

      —La vimos anoche…

      Al inspector no se le ha escapado que el joven ha aceptado el plural, por lo que interrumpe la respuesta del joven.

      —¿Quiénes disteis con ella?

      Mario recapacita, sabe que ha cometido una torpeza, teniendo en cuenta las conversaciones con sus amigos ante el hallazgo

      —Quería decir que yo la vi…

      —Si no quieres que te acuse inmediatamente de perjurio —Javier ha valorado que el joven está nervioso, que su rostro muestra lo que son señales de una noche de fiesta. Ha utilizado el plural en las primeras palabras, así que presionarle acusándole de mentir a la autoridad debería dar los frutos deseados. Su tono, hasta ahora pausado, por unos instantes se vuelve seco y frío—: No te inventes nada.

      Mario recapacita, es el único que optó por avisar a la policía, los demás dijeron que no querían saber nada, que si llegaba la autoridad y les pillaban con todo lo que tenían allí para colocarse, se les caería el pelo. Le advirtieron que lo negarían todo, que jurarían que nunca habían estado en aquel lugar. Candela le dijo adiós con la mano mientras se iba en el coche de sus amigas, no es como esperaba acabar la noche. Sus palabras salen lentas, pero sin titubeos:

      —Estábamos de fiesta, ya saben, música, algo de alcohol —no tiene ninguna intención de mencionar las otras sustancias—, y alguien propuso montar un escenario —su mirada, por unos segundos, va hacia la improvisada tarima del fondo—. Quitamos unas planchas de aquí, pesaban mucho —hace una pausa antes de añadir—: Al cabo de un rato, vi eso en el suelo.

      Javier medita la declaración del joven. “Jóvenes de fiesta, alcohol, música y drogas. Por eso te has quedado tú solo, los demás estarán muy preocupados con lo que llevaban encima. Aunque lo relevante es lo que está tirado en el suelo, así que por ahora, el festejo es lo de menos.”

      —Acércate —le dice con un tono de calma.

      Mario obedece y llega hasta Javier, que le indica con la mano mientras habla:

      —Mira dónde estabas —le deja unos segundos para observar—. ¿Fue de esa zona de la que recogisteis las planchas?

      Mario asiente con la cabeza y responde sin que le falle la voz:

      —Sí, seguro, las levantamos de allí.

      Sebastián se ha acercado hasta el escenario, usando los pies calcula una medida aproximada y después regresa a la zona más hundida del terreno; coteja las dimensiones.

      —A primera vista encaja, y el peso de esas planchas explicaría por qué esta zona está más hundida —levanta la mirada y la cruza con la de Javier—. Podría ser una especie de agujero, con arena que lo cubre.

      Ya hay más luz, el día va ganando terreno poco a poco, aunque un cielo encapotado se niega a proporcionar la claridad que ansía el inspector Tordo.

      Recorre el perímetro rectangular. “Desearía percibir qué hay dentro, tener una vista como la de esos superhéroes del cine.” Abandona esa idea y se agacha con parsimonia ante lo que le parece una protuberancia en el suelo. Viste un abrigo corto de color gris, recién comprado en una tienda de la calle Ayala; saca uno de los dos bolígrafos que siempre lleva, y como si fuese un niño en la playa, empieza a juguetear con la arena.

      El subinspector Yagüe se acerca hasta él con pasos cortos, de vez en cuando mira a Mario, que tiene toda su atención fija en el inspector.

      Pasan los minutos, la mano diestra de Javier parece el brazo de una excavadora en miniatura, que realiza un trabajo delicado y meticuloso.

      Ninguno de los tres puede decir cuánto tiempo transcurre; hipnotizados por un encantador invisible, han olvidado el correr de los minutos. Es Mario el que rompe el silencio. Su voz es clara, su aseveración no muestra dudas, como si fuera un renombrado profesor dando una clase magistral:

      —Es un cráneo.

      La policía científica tarda media hora en llegar. Javier Tordo ha obviado llamar a