Al respecto, en la introducción al panorama de la vinculación social desde la universidad encontramos en la colaboración lúcida de Daniel Mato la llamada de atención en relación con el desaprovechamiento de la vinculación o incidencia social universitarias en el mejoramiento tanto de las actividades de investigación como de formación profesional y gestión del conocimiento, en el horizonte de las universidades latinoamericanas. Son oportunidades que permitirían repensar y transformar tanto las ofertas de formación como los planes de las carreras. La raíz está en que no son suficientemente valoradas, por más que, como reporta el autor, hay evidencias de que mejoran críticamente la formación de los estudiantes, identifican aspectos de la realidad no considerados por la currícula y que permiten actuar en contextos reales, inducen a la complejidad y, por tanto, aportan modalidades más consistentes de resolución de problemas por ser interdisciplinarias, entre otras muchas aportaciones. Mato aprecia que detrás de esto hay una problemática de comunicación intercultural no solamente hacia el exterior de la universidad, sino en forma importante entre los sectores al interior de esta, en términos de disputas entre culturas intrainstitucionales y, además se carece de registros para sistematizar estas experiencias, diferentes a los que se exigen para plantear los proyectos.
Otra perspectiva contenida también en el capítulo introductorio que se anuda a la anterior proviene de un par de directivos de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, Juan Eduardo García Hernández y Pablo Reyna Esteves, quienes destacan la crisis civilizatoria a través de sus aristas más visibles, ante la cual las universidades, en especial las que se caracterizan por la identidad ignaciana, tienen el imperativo de promover alternativas que pongan en el centro la vida humana y natural, sobre todo en lo que respecta a la lucha por la justicia y la transformación del mundo. Este planteamiento también aborda la necesidad de replantear la vinculación social universitaria, con base en dos dimensiones entrelazadas trabajadas por el jesuita Ignacio Ellacuría: cognoscitiva (“cargar con la realidad”) y ética (“cargar la realidad”). Los autores reconocen que universidades públicas y privadas han favorecido diversas modalidades de proyectos que acercan y facilitan a los estudiantes a comprometerse con el cambio de un sistema que favorece las desigualdades. Pero más allá se preguntan si basta con la formación estudiantil en proyectos al cuestionar el cómo y el para qué de la vinculación social universitaria. Se postula la prevalencia del criterio político como pivote orientador y la necesidad de que sean las personas y fundamentalmente los pobres los protagonistas de su promoción liberadora e integral, por lo cual la vinculación universitaria se efectúa no mediante proyectos verticales, sino a través de “procesos comunitarios que favorezcan la autogestión, la autodeterminación y la autonomía”.
Con estas aportaciones la llamada vinculación social es posible pensarla como un territorio con múltiples capas y modulaciones, que dependen de las trayectorias de las universidades en sus países de origen y de las corporaciones transnacionales que las alimentan. Podemos estar ciertos de que la universidad asume que la pertinencia social (capacidad de responder a las necesidades o problemas sociales) implica inscribir sus objetivos dentro de un proyecto de sociedad y de un nuevo paradigma soportado en la creación y difusión del conocimiento haciendo compatible el discurso con la acción (Mata–Segreda, Beltrán–Llavador e Iñigo–Bajos, 2014, pp. 3–18).
Sin embargo, al mismo tiempo, como lo reflexionan Mata–Segreda, Beltrán–Llavador e Iñigo–Bajos (2014), se es un servidor del desarrollo económico y continúa viva la mercantilización del conocimiento (por ejemplo, en los servicios profesionales configurados por la triple hélice de antaño: empresas, gobiernos y universidades). (4) Esta es una de las patologías que se manifiestan al coexistir la responsabilidad social de ser un bien público, complementado con los principios de solidaridad y cooperación, y la integración con el sector privado y empresarial, en el territorio del mercado y de la privatización del conocimiento. Afortunadamente el texto de Guillermo Pérez Esparza nos revela que la triple hélice se ha ido superando con la cuádruple hélice al integrar la economía del conocimiento y la quíntuple hélice al integrar el espectro ecológico. Y más aún, que en la evolución de estas hélices el ITESO ha aprendido a generar situaciones de compromiso y servicio desde los colectivos de micro y pequeñas empresas, rompiendo el paradigma de la extensión por un periodo de casi dos décadas.
COMPATIBILIDAD DE LA RESPONSABILIDAD SOCIAL UNIVERSITARIA Y DEL COMPROMISO POR LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL
La RSU surge presuntamente en 2000 gracias a la red chilena “Universidad Construye País” y la Red Latinoamericana de Universidades animada por la “Iniciativa Interamericana de Ética, Capital Social y Desarrollo”, promovida por el gobierno noruego, en el seno del Banco Interamericano de Desarrollo. Sostiene que la universidad por el hecho de existir tiene cuatro impactos: el de su campus y su personal por ser una organización con huellas laborales y medioambientales; el de sus estudiantes formados; el que se alimenta de los conocimientos de su investigación, incluyendo sus presupuestos epistemológicos como base de sus decisiones académicas, y el de su relación con el entorno social, que incluye redes y participaciones en el territorio social, económico y político (Vallaeys, 2014, p.107).
Sus promotores se esfuerzan por diferenciarla de la responsabilidad social empresarial o de las versiones de América del norte o de la disminuida extensión, gracias a su adherencia a la tradición latinoamericana de proyección social de las universidades, incluido el ITESO, que ha llegado a colocar los proyectos sociales solidarios en el centro de los procesos educativos a través de formatos como aprendizaje–servicio o de métodos de enseñanza basados en proyectos sociales. Según esta perspectiva, esto avanza contra la tendencia a la mercantilización de la educación superior y se ejecuta no como una extensión solidaria, sino como una política que engloba a toda la universidad en su decir y hacer (Vallaeys, 2014, pp. 108–110).
Da la impresión de que se ha creado un falso dilema entre contraponer tajantemente responsabilidad social a compromiso social en la bibliografía sobre el tema, al menos en lo que respecta al sentido que históricamente le ha otorgado el ITESO a su visión y ejercicio de esta tarea universitaria. Se afirma que la RSU es una obligación o deber de responder a los problemas sociales, equivalente al “pago de una deuda social permanente” (Vallaeys, 2014, p.112), no definible al antojo, que desemboca en corresponsabilidad mutua de los posibles afectados (grupos de interés). El supuesto aquí es que tal deuda se finca en las relaciones y los deberes previos a la libertad soberana.
En virtud de ello se ha expulsado de las universidades el formato de los programas de extensión por su efecto maquillador, ya que esa responsabilidad contraída por ser universidad traería consigo ponerla en tela de juicio, junto con el desarrollo científico, por no velar por el bien social. En contrapartida, se piensa que el compromiso es un mero compromiso ético, posibilitado por un acto libre ante el llamado del otro, que deriva en un compromiso voluntario y en un compromiso institucional unilateral.
En efecto, sí vemos en ciertas universidades un positivo compromiso voluntarista, pero eso no significa que la conciencia ética y su correlato en la conciencia social deban privarse de una libertad básica, de iniciativas y actitudes honestas para el bien hacer. El deber de la responsabilidad social, si bien es un imperativo categórico de estas instituciones por el hecho de ser tales, no implica necesariamente que sus actos puedan regirse marcialmente e imponerse a todos y a todo, sin contar con la libertad y la adhesión necesarias de las personas que participan en el trabajo universitario. Y, además, se trata de colectivos multiformes que actúan en medio de campos diferenciados de intereses y que frecuentemente suscitan controversias y producen modos diferenciados de actuar frente al entorno.
De igual suerte corre el término RSU, pues más de alguno la ha tildado como un pleonasmo (Aponte Hernández, 2015), ya que se aduce que toda responsabilidad es social y que los individuos y las instituciones como seres en relación son intrínsecamente sociales.
Quizás por esto en el seno de varios organismos internacionales se trabajan dos propuestas, desde hace un quinquenio, que despiertan cierto interés: responsabilidad social territorial (RST) y responsabilidad social territorial transformadora (RST2). En ambas propuestas la clave es el significado de lo territorial, que incluye