Mitos y Leyendas del pueblo mapuche. Juan Andrés Piña. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Andrés Piña
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789563248685
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por Cai-Cai su incapacidad de imponerse, hizo que la lluvia cesara y las aguas comenzaron a bajar otra vez. Un hermoso y gran arcoíris se desplegó por todo el cielo. Lentamente se restableció la normalidad.

      Muy pocos lograron salvarse, sin embargo, de esta catástrofe. La mayoría de los animales fueron transformados en piedras. Y en cuanto a los seres humanos, todos aquellos que no alcanzaron la cumbre de un cerro Ten-Ten, fueron alcanzados por las aguas y se transformaron en peces.

      Los que sobrevivieron repoblaron las tierras del sur y así continuó la vida del pueblo mapuche.

      Hasta hoy, los mapuches tienen un vívido recuerdo de este diluvio, por lo cual casi siempre se encontrarán en sus rukas algunas fuentes de greda para ser usadas si se repitiese una invasión a la tierra por el mar, como ha ocurrido ya tantas veces en los maremotos, aunque en forma menos intensa que aquel que evocan sus antepasados.

      La leyenda de Ten-Ten (o Tren-Tren) y Cai-Cai (o Kai-Kai) es en la actualidad la más difundida y conocida referida al pueblo mapuche y tiene varias versiones. Según algunos historiadores, el relato se habría basado en la introducción de la religión cristiana durante el periodo de la guerra entre los mapuches y los soldados españoles. Así, los misioneros habrían relatado, como enseñanza, del diluvio universal que acaeció cuando Dios quiso castigar a los seres humanos por su mal comportamiento. Sin embargo, ello no es seguro, porque el testimonio histórico dice que en realidad fueron estos misioneros quienes escucharon narrar la leyenda. Como sea, posee suficientes elementos propios del imaginario religioso mapuche como para que tenga una fuerte originalidad. Ello se ve avalado por ciertos descubrimientos científicos que afirman que no hubo un solo diluvio en el planeta, sino muchos en distintas épocas y en diversos lugares, y es muy posible que también haya afectado a nuestros pueblos originarios.

       El nacimiento de las cosas

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      La Vía Láctea nació de una mujer

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      Arriba, en el cielo azul, vivían antiguamente dos deidades femeninas, una buena y la otra mala. La mala rabió mucho cuando se enteró de que su enemiga esperaba un hijo. Como ella no tenía ninguno, se llenó de ira.

      Estuvo muy atenta al nacimiento del niño y en el primer momento en que este se separó de la madre, lo robó. Inútilmente la deidad buena lo buscó por todo el Cielo; pero no logró encontrarlo, a pesar de que les preguntó a las estrellas.

      En la llamada Cruz del Sur —Pünonchoike, que significa “impresión de la pata del avestruz”— no estaba el pequeño. El avestruz no lo tenía oculto bajo sus alas; no estaba acostado en la piel negra y tampoco lo encontró en el corral donde estaban los animales nuevos. ¿Estaría en el pozo? ¿Lo tendría alguna estrella guardado allá en lo alto? Ninguna de las numerosas estrellas sabía nada.

      La madre envió a todas partes esas hachas de piedra brillantes que pasan silbando rápidamente por el aire, y también le pidió ayuda al caminante Orión. Las rojas bolas de fuego volaron e igualmente le ayudaron los cherruves, que son los cometas de barbas rojas y con colas, que corrían de un extremo del cielo al otro y miraban dentro de los volcanes. Sin embargo, ninguno vio rastro alguno del niño. “Pobre de mí”, decía la madre a la que, además, había comenzado a dolerle el pecho y se lamentaba y lloraba: ¿Es que acaso su buena y abundante leche no estaba destinada a su hijo? ¿Dónde estaba oculto?

      Mientras se retorcía de un lado a otro, miró hacia abajo, a la Tierra, y vio allí mucha miseria y desgracia, vio hambre y enfermedad, vio muerte. Un grito llegó hasta ella: había muerto en ese momento la madre de un recién nacido que ahora se encontraba desnudo y desamparado. No había ni una sola persona cerca del niño.

      Entonces vio cómo un puma que pasó por ahí decía: “No te comeré porque eres pobre. Cuando nacen mis hijos ya traen al mundo una cobertura abrigadora. Mi leche sacia su hambre y cuando tienen frío yo les abrigo con mi piel y les doy calor. En cambio, ¡qué desamparado están los seres humanos recién nacidos!”.

      Un cóndor pasó volando y se posó al lado de la criatura que sollozaba. Y dijo: “Ay, pobre hombre nuevo. No te destrozaré, porque eres más pobre que mis hijos. Ellos traen consigo un vestido de plumas cálido; yo les tengo preparado un nido bien mullido y abrigador y también les traigo buenos alimentos. Tú estás solo y desnudo. No serás tú quien les sirva de alimento a mis hijos”.

      La zorra corría tras una liebre y la alcanzó justamente donde estaba el niño. Ella dijo: “No te haré nada a ti, liebre, porque tú también eres madre. Mira qué pobre es una criatura sin madre, sobre todo el hombre recién nacido. Niño varón, a ti tampoco te haré nada”.

      Y así, muchos animales ansiosos de cazar una presa se acercaron, pero no le hacían daño al niño que gemía, porque todos pensaban en sus propios hijos.

      Entonces, cuando el pequeño desamparado comenzó a llorar desesperadamente de hambre y de frío, la deidad femenina bajó del Cielo a la Tierra, lo tomó en sus brazos y voló con él a la estrella donde vivía. Allí le dio calor al niño y lo acunó amorosamente. De inmediato, la boquita hambrienta bebió y tragó con tanta premura la leche que sonaba como si chasqueara la lengua. ¡Qué buena es la dulce leche materna! Y como las deidades del Cielo son mucho más grandes que las mujeres de la Tierra, el niño encontró más leche de la que podía beber y pronto se quedó dormido.

      Cuando al rato comenzó a dolerle intensamente el otro pecho, la deidad lloró y se lamentó: la dulce leche le corría por el cuerpo y lo teñía de blanco. Súbitamente dijo: “Seguramente en la Tierra hay muchos niños que tienen sed y hambre. A ellos les daré mi buena leche”.

      Y así comenzó a exprimir sus pechos, de modo que la leche se elevó en altos chorros y luego formó un arroyo en el cielo, donde cada gota se transformó en una estrella, y todas ellas brillaban y centelleaban: había nacido así lo que para nosotros es la Vía Láctea.

      En la espiritualidad mapuche, el Wenumapu es el Mundo (o Espacio) de Arriba (el Cielo), donde residen Nguenechén y los espíritus y las fuerzas positivas que las personas necesitan para vivir. La Wenu Lewfü (Río de Arriba) o Rüpü Epew (Historia del Camino) se refieren a lo que nosotros llamamos Vía Láctea, esa galaxia espiral donde se encuentra nuestro sistema solar. En la visión mapuche, la Vía Láctea (Rüpüepewün) constituye un ordenamiento de elementos luminosos que están relacionados entre sí, formando parte de una simbología gobernada y dirigida por los espíritus superiores. Su objetivo es entregar luz y predecir el efecto positivo o negativo de los sucesos naturales y sobrenaturales. Desde el punto de vista de la leyenda, la Vía Láctea era un campo de cacería de ñandúes, en el que estos eran perseguidos por cazadores, representados por estrellas, que les arrojaban sus boleadoras, simbolizadas por Alfa y Beta Centauro, y acumulaban sus cuerpos y plumones en dos montículos: las Nubes de Magallanes.

      El fuego nació de un juego

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      Una leyenda cuenta que antiguamente los mapuches no conocían el fuego, ni siquiera sabían que existía. Por ello, sufrían mucho en las épocas de las fuertes lluvias, del frío, de los grandes vientos y de la nieve.

      Y conocieron el fuego gracias a los niños. Más exactamente, que lo aprendieron de dos hermanitos que se desafiaron para ver cuál hacía girar más rápidamente un palito sobre un trozo de madera dura. Al poco rato, cientos de chispas se levantaron por el aire y surgió un fuego devorador que quemó la piel de la niña. Afortunadamente pudo apagarlo antes de que le hiciera más daño.

      Sin embargo, al poco rato las chispas que habían volado encendieron una hoguera que se