Tan pronto como los emperadores Pulquería y Marciano sucedieron a Teodosio II, el papa León pidió la reunión de un nuevo sínodo ecuménico: fue el Concilio de Calcedonia (451). El concilio se adhirió de modo unánime a la doctrina cristológica contenida en la epístola de León Magno a Flaviano: «Pedro ha hablado por boca de León», aclamaron los padres. La profesión de fe que se redactó reconocía las dos naturalezas en Cristo, «sin que haya confusión, ni división, ni separación entre ellas». Pero el Monofisismo, lejos de desaparecer, echó raíces profundas en varías regiones de Oriente, y en particular Egipto, donde se tomó como bandera secesionista frente al Imperio. La condena del Monofísismo fue entendida como un ataque a su Iglesia y a las tradiciones de Atanasio y Cirilo. Un Patriarcado monofisita —que tenía tras de sí a los monjes y a la población indígena copta— surgió en Alejandría, frente al Patriarcado «melquita» o imperial.
Este contexto histórico explica los esfuerzos de los siguientes emperadores por hallar fórmulas de compromiso que, sin contradecir el Símbolo de Calcedonia, pudieran ser aceptables para los monofisitas y asegurasen la fidelidad de estas poblaciones al Imperio. En esta línea estuvo el Henotikon —edicto del emperador Zenón (482)— y la famosa cuestión de los Tres Capítulos, promovida por Justiniano, que no logró sus propósitos y produjo, en cambio, reacciones desfavorables en Occidente. La tentativa más importante fue la patrocinada por el emperador Heraclio, esforzado defensor del Oriente cristiano frente a persas y árabes. El patriarca de Constantinopla, Sergio, pensó que, sin negar la doctrina calcedonense de las dos naturalezas, podía afirmarse que, en virtud de la unión hipostática, existió en Cristo una sola «energía» humano-divina —Monoenergismo— y que Cristo tuvo una sola voluntad —Monotelismo—. Heraclio sancionó esta doctrina por el decreto dogmático Ecíhesis (638). La Ecthesis no solucionó nada, ni religiosa ni políticamente. Los monofisitas la rechazaron y en muy breve tiempo Palestina, Siria y Egipto cayeron en poder de los árabes. La cuestión cristológica llegó a su término cuando el Concilio III de Constantinopla (680-681) —sexto de los ecuménicos—, sobre la base de las cartas enviadas por el papa Agatón, completó el Símbolo de Calcedonia, con una expresa profesión de fe en las dos energías y dos voluntades en Cristo. El cristianismo monofísita ha perdurado hasta hoy en Egipto y Etiopía.
Las disputas trinitaria y cristológica tuvieron por principal escenario el Oriente. La única cuestión teológica de relieve planteada en Occidente fue la de la Gracia, centrada en el tema de las relaciones entre Gracia divina y libertad humana, y en consecuencia sobre la parte que corresponde a Dios y al hombre en la salvación eterna de la persona. El Pelagianismo —que toma su nombre del monje bretón Pelagio— tendía a minimizar el papel de la Gracia y exaltaba con radical optimismo la capacidad para el bien de la naturaleza humana, una naturaleza no dañada por el pecado original, que habría sido pecado personal de Adán, no transmitido a su descendencia. El gran adversario del Pelagianismo fue san Agustín, que prestó una decisiva contribución a la formulación de la doctrina católica de la Gracia. Pero san Agustín —en el ardor de la polémica—, para resaltar frente a Pelagio la gratuidad de la gracia de salvación, llegó a afirmar que la Voluntad salvifica de Dios no sería general sino particular y que los elegidos obtendrían la salvación no en atención a sus méritos personales, sino por la eficacia irresistible de la Gracia. Estas proposiciones no constituyen de ningún modo doctrina de la Iglesia. La doctrina católica fue formulada por el Concilio II de Orange y confirmada por el papa Bonifacio II. El concilio declaró la incapacidad del hombre para obrar, por sus solas fuerzas, el bien sobrenatural; pero se rechazó la doctrina de la Voluntad salvifica particular de Dios y se condenó abiertamente la llamada «predestinación al mal».
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