“Año de once casas y de 1529 se partió Nuño de Guzmán para Jalisco yendo a sujetar aquella tierra”. Códice Telleriano Remensis.
El envío de los visitadores muestra una realidad subyacente: la inexistencia de un aparato de gobierno bien asentado, dotado de autoridad y recursos para implantar las políticas de la Corona. Así, fue necesario recurrir a un medio casuístico y extraordinario. Con todas sus inevitables limitaciones, su labor fue muy relevante para el establecimiento y consolidación de un orden que regiría la sociedad durante largo tiempo. Son asimismo los años con los cuales, en términos generales, concluye esta obra.
Debe advertirse que, en estricto sentido, referirse a una “sociedad novohispana” tiene algo de imagen retórica o por lo menos de vasta generalización. El virreinato fue una entidad jurisdiccional creada por circunstancias incidentales derivadas del proceso de conquista y de diversos arreglos políticos que acabaron por constituir una gobernación común; abarcaría un enorme ámbito, desde Cuba a las Filipinas, y desde la Alta California a Guatemala, pero bien podría haber excluido alguna de estas provincias.
Aun si nos limitamos al antiguo espacio mesoamericano, encontraremos una gran diversidad en las nuevas conformaciones sociales que surgieron y se consolidaron paulatinamente en el siglo xvi. Hay elementos comunes derivados de la sujeción al Imperio español —como la “calidad” legal de los que ahora pasaron a llamarse “indios”—, pero en otros aspectos hubo enormes variaciones. El mayor o menor flujo de la migración hispana —concentrada en las regiones templadas y bien comunicadas del Altiplano—, los recursos naturales disponibles para la nueva economía —como es el caso notable de los asentamientos mineros, que crecieron de la nada en ámbitos inhóspitos— y la densidad de la población nativa de cada región tuvieron importantes consecuencias. La demanda metropolitana de nuevos productos, como la seda o la grana cochinilla, impulsaron súbitos desarrollos y poblamientos. Así, los resultados de la conquista y la colonización fueron muy plurales, desde la sociedad de matices señoriales de Yucatán, pasando por las regiones cálidas donde hubo plantaciones con una fuerte presencia de esclavizados africanos, hasta la combinación de ciudades, pueblos de indios y haciendas que fue típica del centro de México, y que es el asunto principal de este ensayo.
Hay que hacer notar, por último, que la conmoción de la conquista y la primera colonización no fue igual en todos lados. La ciudad de México fue casi arrasada, como en parte ocurrió con Tlatelolco. En otros lugares el cambio fue muy visible, con la construcción de ciudades (Puebla, en 1531, o Valladolid de Michoacán, en 1541), la concesión de encomiendas, el asentamiento de colonos españoles, la creación de alcaldías mayores, el establecimiento de obispados, parroquias y conventos. En pocos años, nuevas relaciones sociales e inéditas actividades productivas provocaron la transformación radical del paisaje rural y urbano.
En contraste, para algunos grupos que en la época prehispánica habían tenido una posición marginal y subordinada, que vivían en pequeñas aldeas aisladas en montes y malpaíses, como los otomíes del norte del valle de México, el cambio no debió de ser tan notable. Las batallas, la caída de los señoríos, la aparición de nuevos amos y nuevas instituciones debieron conocerse en un principio como algo remoto y confuso. Así lo fue incluso siglos después en los que se llamaban “manchones de gentilidad”, como la Sierra Gorda de Querétaro, a pesar de que no distaba mucho de la capital virreinal.
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