Grandes individualidades colombianas hicieron de México su residencia. El más controvertido y el que más intervino en los asuntos mexicanos fue el poeta Porfirio Barba Jacob. Tenía 24 años cuando arribó a México en 1908, fundó periódicos, hizo periodismo, se confundió con los nacionales, y con su pluma participó en el proceso de la revolución mexicana. No se puso a pensar en que no era mexicano, llegó como si lo hiciera a su propio país, y empezó su vida participando de todo sin temor al equívoco o al error. Desde su periódico Churubusco, que fundó en 1914, en plena revolución, fustigó las pretensiones de Estados Unidos hacia México y América Latina y como buscando un justo medio analizó a los controvertidos dictadores del siglo XIX, a quienes les abonó su contribución a la creación de nacionalidades. Se distanció del entusiasmo del proceso revolucionario mexicano y revaloró el incomprendido papel de Porfirio Díaz. Fue, eso sí, un decidido antiimperialista y su pluma estuvo siempre al servicio de la denuncia contra el implacable agresor. Dejó México por un tiempo y se refugió en Centroamérica. Regresó en 1918 en plena era carrancista y se vinculó al diario oficialista El Pueblo. Meses antes del asesinato de Carranza en 1920, que lamentó profundamente, se desplazó a Monterrey y fundó allí el periódico Porvenir, y poco después se convirtió en acucioso reportero en el Heraldo de México, en El Independiente, El Demócrata y Cronos. Llegado al poder Álvaro Obregón, Barba Jacob, volviendo al estilo de Churubusco, la emprendió contra los connotados hombres de la revolución, lo que le costó una nueva expulsión a sus 39 años. Como lo dirá en su poesía: era una hoja al viento, y el tiempo lanzó a Porfirio Barba Jacob por los países de Centroamérica. Vivió y trabajó en Guatemala, El Salvador, Honduras, Cuba, Perú y Colombia. Regresó a México en 1930 para no irse más. Es el mejor ejemplo del intelectual que concibió en la práctica a América Latina como su patria.
Así como había gente que llegaba a México para empezar una nueva vida, que llegaba en busca de empleo, la había también con fines ideológicos, o que a su proyecto de nueva vida le sumaba un componente ideológico radical-popular. Fue el caso de José Agustín Tamayo que había entrado por San Antonio (Texas) en 1906. Cuenta la historiografía que se relacionó con los hermanos Flores Magón. O sea que le sonaba la cuestión del anarquismo. Era dentista, vivió en Toluca y fue haciéndose carrancista por admiración a sus luchas. O el de Juan F. Moncaleano, perseguido por el gobierno y el poder eclesiástico colombianos por la edición del periódico Ravachol, y que editaba en México el periódico Luz. Fue expulsado en 1912 bajo la acusación de anarquista y extranjero pernicioso, intransigente y peligroso.
Y así podríamos llegar hasta los casos del poeta Germán Pardo García; los novelistas Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Vallejo; el escultor Rómulo Rozo, etc.
David Antonio Pulido nos cuenta en este libro la historia de un carismático presidente mexicano que en tiempos procelosos de la revolución mexicana decidió mirar hacia el sur. El advenimiento de Venustiano Carranza a la presidencia de México significó una etapa nueva para las relaciones con Colombia. Don Venus había manifestado su interés para estrechar las relaciones con Colombia y en general con los países de Sur América. Corredor definía al viejo Carranza como un leal y entusiasta paladín de la unión latinoamericana y enfatizaba en que su política internacional era abiertamente antinorteamericana. Había enviado ministros plenipotenciarios a las capitales de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Venezuela.
En abril de 1917 el presidente Carranza había designado al coronel Fernando Cuén ministro plenipotenciario en Bogotá, Caracas y Quito. Durante dos años Cuén había sido jefe del Estado Mayor de don Venus y se le conocía como gran propagandista de la unión latinoamericana, y se debía a su trabajo que el presidente hubiera nombrado ministros plenipotenciarios en las repúblicas de Sur América. Don Venustiano, que tenía su pinta parecida a la del Moisés de Miguel Ángel, estaba seguro de que el apoyo de los países de América del Sur podía contribuir al fortalecimiento del Estado mexicano emergente neutralizando los arrebatos expansionistas de Estados Unidos. En esa dirección envió cinco muchachos maduros, aunque adolescentes, para que promovieran al nuevo México, estrecharan relaciones y coadyuvaran a la creación de un movimiento estudiantil antiimperialista. Los países escogidos fueron Argentina, Brasil, Chile y Uruguay.
¡Y quién lo iba a imaginar! Que un jovenzuelo mexicano de buenas maneras impactara a las juventudes intelectuales de clase media en Bogotá, que las sedujera y las impulsara. Se llamaba Carlos Pellicer Cámara, un joven buen mozo de 22 años. Llegaba de un México que no obstante metido en la locura revolucionaria no había suspendido el curso de su vida cultural y académica. Ni siquiera había terminado su secundaria y ya aparecía como un señor de letras con capacidad para irradiar y hacer girar el mundo que le tocase a su alrededor. ¡Y llegar a Bogotá! La insalubre, húmeda y fría ciudad, que por supuesto no la padecerá como le hubiera tocado a un joven sin tantos privilegios y comodidades. Se trataba de un funcionario del Estado mexicano. Así que no se puso en contacto con la miseria de Bogotá, una ciudad pequeña que justo en 1918 había padecido de los efectos de la pandemia de la gripa española. Sin embargo, el capitalismo había despegado en Colombia y en Bogotá estaba su mejor expresión. Pellicer venía de un país de moderna prensa escrita, de grandes periódicos, ricos en material gráfico. En cambio, en Colombia los periódicos apenas despegaban. El gobierno de Carranza contaba con oficiosos y preciosos periódicos: El Universal, El Pueblo, El Demócrata, Excélsior, entre otros. Incluso así, encontró en Bogotá una prensa dinámica, propositiva y combativa: La Gaceta Republicana, El Diario Nacional, Sur América, El Nuevo Tiempo, El Tiempo, El Espectador, El Correo Liberal, Gil Blas, La Crónica y, sobre todo, Voz de la Juventud, que lo recibió con bombos y platillos, entre otros diarios.
Habría que anotar que 1919 fue un año pelliceriano para un grupo amplio de jóvenes colombianos llamados a hacer ruido en el inmediato futuro. Y al revés: para Pellicer fue un año colombiano en su vida. Lo impregnó al punto de sentirse y proclamarse colombiano. A quienes estuvieron cerca de él les significó mucho la intensidad de ese año vivido junto al personaje. Conforme avanzó la década siguiente tomó mucho sentido lo que para algunos representó ese año de agitación política y por ello mismo de intensidad en el aburguesado movimiento estudiantil de entonces. Es de perogrullo decir que los orígenes de este movimiento tuvieron esa procedencia porque no se había llegado todavía a una democratización de la educación superior. En 1919 asistía el país a un proceso de reconfiguración del bipartidismo que amenazaba con fortalecerse a la vez que el republicanismo sobreaguaba, pero hacía ruido. Justamente el ambiente al que llegó Pellicer estaba contaminado de republicanismo. Es esa la sensibilidad que lo acoge.
Se codeaba con los engominados estudiantes tratando de hacer su encomendado trabajo: poner a México a la cabeza de una defensa continental de los Estados Unidos a través no solo de las letras sino de la acción, de la organización del movimiento estudiantil. De lograrlo se hubiera iniciado un interesante compromiso entre el poder y el estudiantado, pero la inestabilidad del gobierno de Marco Fidel Suárez, sus desaciertos y debilidad frente a las pretensiones de Estados Unidos no auguraban en el plano del poder inmediato que lo que hacía el Mesías mexicano rindiera fruto. Un fruto social más allá de los buenos frutos individuales. Le tocó presenciar a Pellicer la masacre de los artesanos colombianos que pedían reivindicaciones el 16 de marzo de 1919, sin duda ha debido impactarlo. Pellicer obvió esa vía: la de penetrar la radicalidad del movimiento artesanal, no lo puede hacer, es un diplomático; escogió el camino de la oficialidad, conversó con el viejo presidente, y con cuanto hombre de poder encontraba por el sendero, incluso con el general Rafael Reyes que tanto admiraba a Porfirio Díaz. Ya en enero de 1919, apenas empezando el año, un círculo de señoritos bogotanos giraba en torno suyo, hablaba de ellos como cultos y bondadosos.
Además de parecerle costosa la vida en Bogotá, se quejó del bajo nivel académico del Colegio del Rosario, donde se había matriculado, y declaró como desastroso