Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Oscar Muñoz Gomá
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789566131106
Скачать книгу
y ahora no es el momento de seguir, al menos para mí. Me van a disculpar, pero por mi parte, dejo a los revolucionarios que se pongan de acuerdo y yo me voy a dormir un rato, aunque sea en el suelo, con la cabeza en un cojín. ¿Quién me pasa uno?−, era Benjamín que renunció a seguir en un debate que en realidad no le entusiasmaba mucho. Nunca pudo entenderse con la gente de izquierda. Prefirió dejar a un democratacristiano discutiendo con un ultraizquierdista. Pero Simón se encogió de hombros y cerró sus ojos. Al parecer ellos también estaban cansados y optaron por echar la cabeza hacia atrás en sus respectivos sillones.

      Entretanto Juan Pablo había salido con Margot al jardín. Estaba muy frío, pero había una tranquilidad total. Una paz que no calzaba con la violencia que probablemente estaba ocurriendo en todo el territorio nacional, a la sombra de la noche. Se sentaron en un banco de madera, bajo un árbol frondoso.

      − ¿Qué irá a pasar, Juan Pablo?−, le preguntó Margot, con más retórica que intención, porque nadie tenía la respuesta.

      − Es una tragedia, amiga querida. En este mismo momento mucha gente debe estar muriendo en distintas partes del país. Se nos viene una dictadura y no creo que vaya a ser muy blanda. Nunca las dictaduras han sido blandas y menos en el primer tiempo. Mira lo que ha pasado en Brasil con su dictadura militar. Ya llevan casi diez años. Tengo algunos amigos brasileños y lo que cuentan da escalofríos.

      − ¿Por qué tenía que pasar esto? ¿Cómo puede ser que el gobierno y la oposición no se hubieran podido poner de acuerdo?

      − Cuando los ánimos se caldean y la violencia escala, se llega a un punto sin retorno. Las emociones prevalecen sobre la razón y perdemos la objetividad. Yo escuché que el presidente pensaba llamar a un plebiscito para que la ciudadanía decidiera qué caminos tomar, pero no llegó a concretarse. Y quizás ya era muy tarde. Habría sido muy difícil tener un plebiscito en las condiciones de beligerancia del país. ¿Te imaginas un plebiscito en este ambiente?

      − ¿Qué vas a hacer tú, Juan Pablo? No puedes entregarte, por favor, no lo hagas.

      − Lo he pensado toda la tarde y creo que tienes razón. No tengo por qué entregarme. No he cometido ningún delito. No he hecho nada ilegal. Todo mi pecado es haber sido un funcionario leal del gobierno. Esta orden de detención en mi contra es totalmente arbitraria. Son ellos los que se han salido de la constitución. No, no lo voy a hacer. Pero entonces tendré que refugiarme. Se ha instalado la ley de la fuerza. No me podré quedar en el país, Margot. No tengo pasta de mártir ni para andar ocultándome en la clandestinidad.

      Permanecieron en silencio. Margot se sentía afectada emocionalmente. Juan Pablo era un buen amigo, sentiría mucho que tuviera que irse del país y dejar de verlo. Algo se estaba desgarrando nuevamente en su alma. Ya había sufrido la pérdida de su esposo y aunque el dolor lacerante no había desaparecido, sentía que estaba cicatrizando. Ahora iba a perder a un buen amigo, su mejor amigo, en realidad. ¿Sería algo más?, se preguntó, pero desechó ese pensamiento.

      Miró las estrellas. El cielo se había despejado y la falta de luna hacía más brillante el firmamento. Le señaló a Juan Pablo las estrellas que podría identificar.

      − Mira, ahí están las Tres Marías, la Cruz del Sur. ¡Qué linda está la noche!

      − Diviso la constelación de Orión−, agregó Juan Pablo−. ¿Viste el aereolito que acaba de pasar? Le dicen también estrella fugaz. ¡Cómo puede cambiarle la vida a uno tan repentinamente!−, se quejó y de inmediato se arrepintió recordando la reciente viudez de Margot. Ella guardó silencio.- Margot, te quiero pedir un favor. Te quiero entregar la llave de mi departamento. Supongo que ya no volveré ahí, al menos por un tiempo, no sé cuánto. Se la puedes hacer llegar a mi hermano, quien se encargará de guardar mis cosas, arrendar el departamento y enviarme el dinero. Lo necesitaré. Y que me mande algunos objetos personales, alguna ropa y unos libros. Creo que no hará falta más.

      − Por supuesto, no te preocupes. Hablaré con tu hermano y nos organizaremos. Yo puedo ayudar también.

      − No tienes por qué molestarte−, sin darse cuenta, Juan Pablo estaba probando los sentimientos de Margot. Los suyos hacia ella, pero también su inseguridad, lo estaban alterando. El tiempo con ella a su lado se acababa y sentía la necesidad de dar algún paso, de manifestarse. Su corazón latió con más fuerza. Margot guardó silencio.

      − No es molestia. Lo haré con mucho gusto−, le replicó, lo que aumentó su ansiedad. ¿Por qué algunas mujeres persistían tanto en prolongar la agonía de los enamorados?, pensó él.

      − Y tú, ¿qué harás? No deberías quedarte sola aquí con tu hijo. Hay tanta incertidumbre.

      De pronto sintieron un ruido que los alarmó. Desde el fondo de la parcela se podía escuchar con nitidez algo como un objeto que se remecía, como ramas que se agitaban.

      − ¿Qué hay atrás?−, Juan Pablo se sobresaltó.

      − La propiedad termina en una alambrada de púas y un cerco vegetal. El sitio de atrás es eriazo. Será algún perro, en la noche se pasean por todas partes.

      Pero escucharon pisadas. Eran los pasos de un hombre. Parecía caminar sin inhibición. Divisaron una sombra avanzando hacia la casa. Se percibía un arma larga en su mano. Margot no pudo evitar tomarse de un brazo de Juan Pablo y se le entró el habla. Pero luego, armándose de valor, gritó fuerte:

      − ¿Quién anda ahí?−, se irguió de su asiento y caminó unos pasos.

      Nadie respondió, pero la sombra siguió avanzando, con más cautela. Margot repitió la pregunta, ahora con voz más alta y enérgica.

      La sombra contestó.

      − Señora Margot, ¿es usted? Soy su vecino.

      El hombre iluminó a Margot con una linterna y luego se alumbró su propio rostro, como para identificarse.

      − ¡Don Vicente! Pero, ¿qué hace usted aquí? ¿Por qué entró a mi jardín y a esta hora de la noche?−, la voz de Margot estaba alterada y molesta.

      − Disculpe, señora Margot, pero escuché ruidos en su casa y decidí venir a ver si estaba todo bien, para acompañarla. Como usted vive sola.

      − Le agradezco mucho, pero no se preocupe. Estoy bien, no pasa nada y mi hermano me está acompañando. Y, por favor, le voy a pedir que regrese a su casa por donde mismo vino.

      − Veo que tiene algunos invitados en su casa−, dijo el intruso, mirando al interior de la casa, en la que se veía gente.

      − Sí, tengo muy buenos amigos que vinieron a verme y los pilló el toque de queda.

      El hombre no daba señales de irse. Sacó un cigarro y lo encendió.

      Margot trató de mantener la calma y no mostrar su nerviosismo:

      − ¿Se le ofrece algo más, don Vicente?

      − A mí no, pero cualquier cosa que se le ofrezca a usted estoy a su disposición. Mire, si quiere le doy mi teléfono, pero necesito un papel y luz para anotárselo−, y se acercó a la casa.

      Juan Pablo se había quedado en la sombra, semi-oculto, dispuesto a intervenir si fuera necesario.

      Margot se hizo ánimo y le replicó, firme:

      − No se preocupe más, don Vicente. Yo ya tengo su teléfono, que distribuyó la Junta de Vecinos hace un tiempo. ¿Se acuerda?

      − Bueno, en ese caso, parece que no tengo más que hacer aquí. Pero, cuídese Margot, mire que anda mucha gente peligrosa por todos lados. Y dele mis saludos a su hermano−, concluyó con un dejo de ironía.

      Dio media vuelta y se retiró por donde había entrado. Juan Pablo y Margot se quedaron mirando su sombra que se alejaba. Tomaron nota de que en su despedida se dirigió a ella en forma condescendiente, con algo de sarcasmo.

      Se sentaron y ella se tomó del brazo de Juan Pablo. Temblaba de miedo. Él le acarició la espalda para calmarla.

      −