En suma, lo que subyace en todos esos puntos de vista que hoy descreen de la razón y cercan el lenguaje, es la idea que como la identidad es fruto de la cultura, entonces no hay nada que nos unifique y a lo que podamos apelar para dirimir nuestras diferencias. Si cada uno, lo quiera o no, lo reconozca o no, está encerrado en la cultura a que pertenece, sin poder salir de ella, entonces no hay nada en común a lo que podamos recurrir. Esta idea de que la cultura nos constituye y se confunde con la identidad de cada uno fue históricamente una idea conservadora que se esgrimió en contra de los ideales de la ilustración y los derechos del hombre. Mientras la ilustración (Marx incluido) sostenía que todos los seres humanos poseíamos un fondo común, de donde derivaba el derecho a ser tratados igual con prescindencia de nuestras características de clase, etnia o lo que fuera, el conservadurismo siempre sostuvo que la cultura era la que nos constituía de manera muy variada de manera que el universalismo de los derechos del hombre era una pretensión absurda. Es una de las ironías de la cultura que esas ideas que se esgrimen hoy por una parte de la izquierda iliberal, hayan sido formuladas en el siglo XVIII entre otros por Edmund Burke que, en paréntesis, escribía harto más claro que Jacques Derrida.
Todos esos pretextos se han colado en la cultura actual y a veces se emplean incluso para legitimar la ignorancia. Porque es probable que la popularidad de esos puntos de vista derive del hecho que ahorran mucho esfuerzo y permiten que una opinión desaprensiva y al pasar pueda ser defendida como digna de ser atendida sin consideración al escrutinio a que la racionalidad obliga.
Después de todo, si la racionalidad no existe, si es un mero disfraz de intereses, si la verdad es una simple ilusión y el lenguaje no es un instrumento para que alguien diga algo a otro sobre las cosas (así definía Platón el lenguaje) sino un instrumento de dominación o poder. ¿Qué importa conocer la literatura, esforzarse con rigor en leer los clásicos o leer filosofía (y entenderla) si después de todo cada una de esas cosas son esfuerzos por disfrazar y encubrir intereses y el afán de poder de unos sujetos sobre otros? En las críticas a la racionalidad hay, por supuesto, mucho que atender en la obra de Heidegger o Derrida; pero vulgarizado en el espacio público se transforma en eso que hemos descrito devaluando el discurso y el esfuerzo intelectual.
El resultado es que las instituciones cuya tarea es esparcir las virtudes de la racionalidad y el diálogo arriesgan transformarse de pronto en instituciones donde se enseña cómo descreer de la una y del otro, donde se explica a las personas porqué eso que las universidades (todavía) dicen perseguir no vale demasiado la pena porque lo que importa es tener conciencia de la propia identidad y de los propios intereses, puesto que ya se encontrará un texto por allí para poder disfrazarlos.
Antes explicábamos que la libertad de expresión estaba amenazada por el estado y por diversos pretextos que aspiraban a limitarla; pero esos pretextos tienen la virtud de que no llaman a engaño y que el sujeto que los esgrime es el estado, uno que no presume de saber nada. Estas otras formas de corrección del discurso no son censura, pero en cambio son más peligrosas porque de una manera solapada e inconsciente, una manera por decirlo así atmosférica, intentan limitar el discurso, desproveyéndolo de todas las virtudes que, según una muy larga tradición, poseen. A diferencia de la censura que se sirve del poder del estado para hacer callar a las personas o para controlar el contenido de lo que se proponen decir o escribir, estos otros pretextos se han propuesto enseñar a las personas lo que se puede o debe decir y por esa vía les enseñan la peor de las domesticidades: lo que se puede pensar. Y al hacerlo devalúan el espacio público y lo que es más grave despojan a las universidades y al oficio intelectual de la tarea a la que están llamados que es confiar en las virtudes de la razón y del diálogo y creer que ante el tribunal de la razón todo puede ser llamado a capítulo incluida, claro está, la identidad que se reclama, la memoria que se posee, o los valores que se esgrimen.
En sus ensayos posteriores a la guerra George Orwell observó que el propósito de la neolengua que aparece en su novela 1984 no era solo proveer un medio de expresión a los partidarios del Ingsoc (el acrónimo con que designa al socialismo inglés) sino sobre todo hacer imposible otros modos de pensamiento, de manera que el pensamiento herético fuera «literalmente impensable al menos hasta donde depende de las palabras que empleamos». Por eso, explica, el «enorme equipo de expertos que se dedica a compilar la undécima edición del diccionario Newspeak no se centra en la acuñación de nuevas palabras que hacen posible la articulación lingüística de nuevos pensamientos, sino en la eliminación del vocabulario ya existente para reducirlo al mínimo absolutamente necesario».
El problema que hoy enfrenta el debate público es justamente ese: al estrecharse el empleo de las palabras, prohibirse algunas e imponerse otras, se estrecha junto con ello nuestra comprensión de la realidad.
LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y EL HUMOR
Es frecuente en estos días que se esgriman límites al humor. Ello proviene no solo del poder, sino también de las múltiples identidades —étnicas, sexuales, religiosas— que las personas reclaman para sí. ¿Son razonables esos límites?
En La broma (1967), la primera novela de Milan Kundera, Ludvik envía una postal en cuyo reverso escribe: «El optimismo es el opio del pueblo». Ludvik era por entonces un miembro del partido comunista checo y esa frase escrita en la postal no era más que una ironía que se burlaba tímidamente del «optimismo histórico de la clase triunfante», como solía decirse en esos años —los sesenta— inflamados de ideología. Se trataba, cuenta Ludvik en la novela, de una broma; pero eso lejos de excusarlo fue la prueba de su culpa contrarrevolucionaria, la muestra indesmentible de su individualismo, de su incapacidad para identificarse con el partido, de su tendencia a tomar distancia de la mayoría, de su intelectualismo que lo hacía dudar de los sueños colectivos y recelar del poder. El castigo era pues inevitable y entonces todos los hilos que lo unían a la vida —el trabajo, el estudio, los amigos— le fueron arrancados.
La anécdota con la que Kundera hila la historia de Ludvik parece propia de los regímenes totalitarios empeñados en disciplinar hasta la risa; pero cuando se la mira de cerca se advierte que ella se repite, bajo diversas modalidades, cada vez que el humor o la broma se dirigen al poder. El poder en todos los regímenes, incluso los democráticos, es alegre, pero al igual que en la Checoslovaquia, donde sitúa su novela Kundera, se trata de una «alegría ascética y solemne», una alegría impostada y puramente propagandística. Y por eso bastó que Ludvik sustituyera en la frase de Marx la palabra religión por optimismo, para que el castigo contra él se desatara.
Por supuesto, la alergia al humor y a la ironía no es exclusiva de los regímenes totalitarios, sino también de los democráticos; aunque en estos últimos se manifiesta en formas más solapadas y sus fuentes son múltiples. Una de las más obvias es desde luego el poder estatal que ve deteriorada su solemnidad con la burla; pero desgraciadamente no es la única.
Hoy día, como ya explicábamos, las personas reclaman para sí una identidad que va más allá de su mera condición de individuo y exigen se la proteja del lenguaje ajeno. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas o de cualquier tipo esgrimen un conjunto de valores y una memoria que también reclama protección frente a la opinión que podría lesionarla. Así, se va tendiendo, poco a poco en la esfera pública, una especie de cordón invisible que las palabras no pueden traspasar, ni siquiera, y esto es lo complicado, a pretexto del humor y de la risa.
Pero ¿qué hay de temer en el humor y en la risa?
Si bien el tema de la risa y la comedia no ha sido frecuente en la reflexión filosófica, en ella es posible encontrar una caracterización de interés. En el Filebo, por ejemplo, Platón define lo ridículo como el resultado de no conocerse a sí mismo y presentarse entonces mejor de lo que se es. Poner en ridículo, uno de los efectos del humor, equivaldría a hacer flagrante en alguien la distancia entre lo que es y lo que cree ser. En la Poética Aristóteles, por su parte, caracteriza al discurso cómico como aquel que presenta a los hombres peores de lo que son. Y en la Ética nicomaquea, que hemos citado en otro de los ensayos de este libro,