En los próximos capítulos recuperaremos las diversas formas del lenguaje injurioso y de reclamo presentes en cartas, pasquines, gestos, objetos e imágenes. Bien decían Serge Gruzinski y Carmen Bernard en su Historia del Nuevo Mundo que la sociedad colonial era “una arena pulverizada de facciones y clanes”,63 de “alta turbulencia”64 y recorrida por redes móviles que se desgarraban a fuerza de escándalos, de dagas, de libelos infamantes y de denuncias a la Inquisición. Ciertos delegados de la autoridad real llegaron a captar la esencia de estos elementos desgarradores, caracterizándolos como “un lenguaje tan nuevo”65 en el que se referían a “cartas sin firmas y otras firmadas”,66 las cuales solo podían ser de autoría de “un hombre o por mejor decir demonio salido del infierno”.67 Un irlandés llegado a tierras novohispanas escribió un libelo infamatorio contra los inquisidores, refiriéndose a este acto como “discurso”68 producto de un “agravio” que le llevó a responder de forma iracunda. Nuestra intención es sistematizar todas aquellas palabras y expresiones que parecen producto del caos, para concederles un significado en un tipo de organización social, política y económica que valorizaba, sobre cualquier otro principio o aspiración, el privilegio, el honor y el prestigio antes que la riqueza.69 En estas sociedades fundadas en numerosos tipos de privilegios, cada categoría de vasallo tenía derecho a la defensa del honor arrebatado por la injuria y que, en consecuencia, podía incidir en la pérdida del privilegio, cuestión de mucha monta en aquella época. Como nos lo recuerda Thomas Duve, “el privilegio más allá de ser un instituto del derecho común llegó a ser un modo de pensar, una práctica cultural más allá de la metodología o la teoría del privilegio”.70
En la historiografía contemporánea, la fuerza de la palabra comienza a ser protagónica. Jorge Cañizares-Esguerra ha demostrado recientemente que los procesos de conquista de Hispanoamérica también se libraron en el papel y que a la par con la apertura de fronteras territoriales se libró una importante batalla de contratos. A los acuerdos originales con la corona los rivales interpusieron litigios que ponían en entredicho dichos contratos, se enviaban visitas, se generaban probanzas y miles de páginas de testimonios que llegaron a configurar cartapacios jurídicos de una importante entidad. Incluso, muchas de las llamadas crónicas de Indias no son otra cosa que las narrativas del “mundo del litigio”, el cual “sirvió como dinamo de conquista” y como “origen permanente de conflicto”.71
La agresión verbal, simbólica o visual, en cuanto acto injurioso, tenía circunstancias agravantes dependiendo del lugar y del momento en que se realizaba, de la publicidad o número de quienes escuchaban, percibían o veían el insulto, de la repetición de la injuria y/o de la existencia de violencia asociada. Esas variables pueden modificar el significado de la injuria y la situación social, política y de género de las partes implicadas.72 Por encima de estas variables, la fama pública del injuriado era la principal garantía que tenía un individuo sobre la honestidad de su comportamiento. Esa fama beneficiaba a quien perteneciera a sectores notables como los de los nobles, clérigos, jueces, notarios y oficiales regios, y al contrario, perjudicaba a quien no pudiera demostrar su pertenencia a estamentos privilegiados, tanto si era un ofendido como un ofensor.
Asimismo, el acto de infamar podía ser parte de acciones verbales, acciones simbólicas, así como de actos físicos en sí mismos.73 Un estudio sistemático sobre este tema es el del antropólogo Xavier Theros, quien en su libro Burla, escarnio y otras diversiones74 continúa con la labor iniciada por Mijaíl Bajtín o Julio Caro Baroja, siguiéndole la pista de manera muy seria al mundo de lo cómico, marginado en el mundo occidental a una posición subsidiaria y sin importancia. Theros hace un recorrido cronológico partiendo de la antigüedad romana para mostrar el tránsito de la sociedad medieval del jolgorio a la moderna de la represión de las emociones. Él explica los significados de los gestos obscenos, de los chistes, del travestismo, del carnaval, del charivari, la burla de los minusválidos físicos o mentales, la relación humana con los seres de la naturaleza o las procesiones infamantes, entre muchos otros asuntos, y apunta a una explicación profunda del proceso por el cual todo lo ligado a las necesidades corporales y emocionales se fue identificando con los restos de un pasado incivilizado. Los capítulos 6, 7 y 8 abordan muchas de las temáticas relacionadas con el universo de la burla, el carnaval y el escarnio público.
Entre los signos de humillación que podían acompañar o no a los textos injuriosos, historiadores como Edoardo Grendi, Carlo Ginzburg, Fernando Bouza y Antonio Castillo han recuperado prácticas como el redomazo (acto de manchar con tinta u otras sustancias al infamado), arrojar excrementos de animales a la propiedad de los infamados, colocar figurones ridículos que lo representasen, realizar pinturas alusivas a sus supuestos vicios, marcar casas y propiedades con cuernos o con ajos y adicionar sambenitos75 para acusar de nueva cristiandad al injuriado.76
Otro aspecto muy importante, destaca Félix Segura, es que “cualquier acto de agresión es una variante alterada de comunicación”77 y puede llegar a ser más poderoso que la misma violencia física. Más que hacer catálogos de denuestos, Segura propone entender por qué ciertas injurias causaban tanta preocupación, por cuanto eran capaces de “golpear a la comunidad en lo más profundo de sus convicciones morales y desestabilizar el equilibrio imperante en todo un colectivo”.78 Resulta de gran importancia reflexionar, más que en las consecuencias penales de la injuria (penas pecuniarias, prisión, azotes, galeras), en “el estudio del contenido del mensaje infamante, su vinculación respecto al espectro social”79 y la forma en que se configuraban, para nuestro caso, en los siglos XVI y XVII americanos.
Este estudio, al rescatar las palabras de injuria y de queja, pone en evidencia la estrecha relación entre el lenguaje y las emociones, razón por la que debemos también contemplar con atención el trabajo que ha estado haciendo otra disciplina naciente, la historia de las emociones, a la que nos referiremos en particular en el segundo capítulo. Es muy curioso que, aunque la historia de las emociones nació en parte como crítica a los extremismos en que cayó el linguistic turn, hoy podemos constatar una posibilidad de aproximación entre la historia cultural del lenguaje y la que podríamos llamar historia cultural del lenguaje de las emociones producto del affective turn.
Las emociones pueden estudiarse desde la disciplina histórica en la medida en que se ha mostrado que existían sistemas emocionales diferentes para las diversas dimensiones espacio-temporales. La necesidad de historizar las emociones en la historiografía contemporánea parte de Jacob Burckhardt, Johan Huizinga y Lucien Febvre, pero ellos han formado parte de un conjunto de académicos que desde diversas disciplinas humanísticas han empezado a dar importancia a los sentimientos como un objeto de estudio. En ese recorrido destacan las investigaciones de Wilhelm Dilthey, Marcel Mauss, Norbert Elias, Clifford Geertz, Élisabeth Badinter, Peter y Carol Stearns, Jan Plamper, William Reddy o Barbara Rosenwein, entre otros.80 No obstante, hasta el presente, esta disciplina aún no se ha afirmado ni ha llegado a un acuerdo metodológico sobre cómo abordar históricamente las emociones, sentimientos o sensibilidades, que a su vez no significan exactamente lo mismo. A pesar de esta problemática irresuelta, trataremos de cartografiar la forma de las emociones que emergen del lenguaje violento implícito al uso de pasquines, expresiones de injuria y manifestaciones simbólicas de burla y de disenso. Este mundo de las emociones que, debemos ser conscientes, operan en un plano no lingüístico81 aunque se expresan a través de las palabras o de los símbolos.
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