La mente es una broma. Y la mente intoxicada puede ser una fuente de angustia o de diversión. Si te estás divirtiendo adelante, pero si te vas a poner paranoico, lo mejor es distraerte. Y para eso el porno es ejemplar.
Una muestra de por qué la mente es una broma y cómo funciona. En un viaje a Hermosillo un amigo, Óscar David López, ingirió varios gramos de cocaína. Transitábamos apretujados en el vocho de la novia de Mariano Sosa, un locazo, y una patrulla se nos puso detrás. Pero no nos perseguían. Instantes después nos habían rebasado. Era demasiado tarde. Óscar se había tragado la coca.
Como no surgía el valiente que lo llevara al hospital, le urgía un lavado de estómago, Óscar decidió comerse unas pastillas Halls porque le cortarían el efecto de la coca. No creo que le quitaran el avionazo que traía, sudaba como sentenciado a la horca. Pero no pasó a mayores. Claro que se puso hasta la madre. Las Halls no impidieron que se pasoneara. De ser así no habría muertes por sobredosis y la venta de las pastillas se habría triplicado desde hace chingos de años.
Así juega la mente. Y existe nostalgia en todo adicto por los primeros días en que entabló su relación con la coca. Yo extraño los días en que no me incordiaba para nada. En los que podía consumir sin culpa. Es decir: cuando no tenía una hija.
Conozco personas que nunca han tenido dificultades con la coca. No los envidio. Los compadezco. Pero qué güevos. Amigos míos a los que un gramo les dura dos días. Que se administran de manera quirúrgica. Que van al baño y se meten una puntita cada dos o tres horas. Y uno que es un atascado se mete todo el gramo en cuarenta y cinco minutos y luego anda rogándole a estos monaguillos de la sustancia por un piquito, una esquinita, una puntita.
Me he peleado tanto con la coca a lo largo de mi vida, y por supuesto que hemos tenido sexo de reconciliación. Tengo tanto que reprocharle, aunque también estoy en deuda con ella por aquellos primeros días.
Recuerdo que hasta me creí el mito de que había que ponerse coca en el pito para coger por el culo. De aquella noche sólo me queda el reclamo de la morra que me la mamó toda flácida sin lograr resucitarla.
Sabe a medicina, me dijo.
En las cantinas dejé mis primaveras
Entré a una cantina por primera vez al año de edad. Mi padre solía sentarme sobre la barra. Yo no lo recuerdo. Me lo ha contado mi madre.
Nací a unas calles del sector cantinero de Torreón. El Gota de Uva y El Club Laguna eran lugares legendarios que frecuenté apenas rompí la barrera de la mayoría de edad.
El Pit, Tomasito, El Caballo y yo éramos asiduos a Los Pinos. Nos presentábamos en chor y tenis de básquet a bailar con las ficheras. En lugar de tomarlas por la cintura yo imitaba a Jim Morrison en su baile indio. Mientras pagaras, las ficheras no protestaban.
En una de mis expediciones a Los Pinos conocí a La Yoya. A mí me encantaba su nombre porque me recordaba al yeyo. No me enamoré, no era Henry Miller. Pero toda puta descarriada siempre adopta a un bueno para nada como uno. A la cuarta o quinta visita dejó de cobrarme la fichada. Y un día, me propuso que cogiéramos.
La Laguna era un parque de diversiones para borrachos. Cuando se terminaba la fiesta en Torreón, cruzaba el puente y me entregaba a los brazos de Gómez Palacio. Su zona industrial era una pequeña Tijuana. Presumía de congales sensacionales. Uno era el Imagina. Donde aventaban coca a lo pendejo. Gómez tenía los mejores teibols de la región. En Torreón sólo el Ay Nanitas, que terminaría siendo rafagueado, podía competirle.
En las cantinas se ha desarrollado gran parte de mi biografía. En mi juventud me aislaba en las cantinas a leer. Fue hasta después de los veinticinco años que comencé a juntarme con gente interesada en la literatura.
El gesto de mi padre, de sentarme en la barra antes de que pudiera siquiera hablar, tuvo un efecto metafísico en mí. Siempre que he sentido que el mundo me acorrala corro a refugiarme a una cantina. Soy un fiel devoto de la botana los sábados. Cuando comenzaron a vender coca en las cantinas la vida se simplificó mucho para mí.
Las drogas y las cantinas son mi combinación favorita. Años después me sacaron a patadas del teibol que estaba junto al Sabino Gordo en Monterrey. Entré al baño y vi a un sujeto fumando piedra en una lata. Me la extendió y le di unos jalones. Otro sujeto hizo lo mismo, me entregó una segunda lata de la que me pegué como nene al biberón. Entonces el guardia de seguridad me cayó a madrazos y me aventó a la acera como en las películas.
He perdido la cuenta de las ocasiones en que me he agarrado a putazos en cantinas. Una ocasión me fui sin pagar de Las Quince Letras en Zacatecas. Me habían metido un caballazo. No llegamos a los golpes pero acudió la policía. Estaba con el escritor Antonio Ramos. Nos persiguieron hasta la puerta de nuestro hotel. La mujer de Toño bajó a preguntarle por qué me estaba peleando. Y Toño le respondió: Carlos siempre se pelea.
En el Perches, El Bordón me aventó una cerveza al pecho porque tuvimos una discusión sobre quién era el mejor baterista de rock de la historia. Yo decía la verdad: Keith Moon. El Bordón neceaba que John Bonham. Me le tiré por encima de las cervezas como tacle.
Era de esperarse que perdiera la virginidad gracias a una cantina.
Yo ya había tenido acercamiento sexual con una vecinita. Mientras tanto, mi única mujer era la coca.
Cuando La Yoya me propuso coger le dije que nel. Aunque no me pedía nada por bailar, me quería cobrar el acostón. No la culpo. Era su trabajo. Pero La Yoya me tenía más ganas a mí que yo a ella. Le había confesado que era virgen.
Un día me presenté en Los Pinos y apenas me vio me tomó de la mano y me jaló hasta fuera del congal.
Hoy no tengo ganas de fichar, refunfuñó.
Nos fuimos a una cantinita diminuta junto a Discos Beto. Parecíamos dos cómicos. Yo me levantaba al baño a meterme poquita coca y ella a ponerle al chemo. Jedía a Resistol. Lo había notado desde Los Pinos.
A la segunda cerveza comenzamos a fajar. Traía una falda. Abrió las piernas y me enseñó los calzones negros.
Vamos a coger, me propuso.
No traigo dinero.
Estás de suerte, batito, me dijo. Te voy a fiar.
Nos acabamos las chelas y salimos a la Morelos. Nos internamos en la zonita y cruzamos un pasaje. Entramos al Hotel López.
Paga, me ordenó.
Ya te dije que no traigo varo.
Puta madre, se quejó y sacó dinero para el cuarto.
Yo conocía el hotel, había subido a la azotea a fumar piedra. Entramos al cuartucho. Estaba todo destartalado. Parecía que estábamos en Calcuta.
No tengo condón, le dije.
Perra madre, gritó encabronada y me aventó un billete.
Bajé a la recepción por uno. Cuando regresé La Yoya ya se había descarado. Estaba pegada a su yelito de mango. Se encueró.
Cógeme, ordenó.
Me puse el condón y la penetré. Su mirada cristalina estaba fija en algún punto de la pared. Yo volteaba hacia el lado opuesto, para esquivar la peste a chemo.
Tardé siglos en venirme, estaba muy coco.
Salimos del hotel como a las once de la noche. Dejé a La Yoya en una esquina, chemeando. Jamás la volví a ver.
Al día siguiente lo primero que hice al despertar fue agarrar una lata de aerosol negro y garabatear en letras gigantes en la fachada de mi casa el nombre Raskolnikov.