Al respecto de este género de dicción poética, Julio Prieto, en la introducción de su libro La escritura errante: ilegibilidad y políticas del estilo en Latinoamérica (2016), se plantea rastrear ejemplos de literatura errante en América Latina, entendiendo esta errancia como la desatención de los valores literarios comunes: «[…] se trataría de pensar la agramaticalidad en cuanto modo de activar una ilegibilidad productiva —en cuanto puesta a la deriva de sistemas y espacios de lectura, y en cuanto “movilización” de lo literario—» (13). Esta idea es conveniente con lo arriba dicho, ya que los rasgos textuales de la poesía temprana de Milán, como hemos visto, apuntan en la dirección del cuestionamiento del lenguaje en general, y de la capacidad de comunicar de la poesía, en particular. Así, la ‘poética del abandono’, concepto propuesto por Prieto se trataría de un alejamiento tanto de los procedimientos habituales de la creación poética, como de sus convenciones estéticas y discursivas: «una voluntad de llevar la escritura a sus límites, de recorrer los puntos de tensión por los que esta se des-sutura y es puesta fuera de sí» (14).
Al respecto, el propio Milán, en un ensayo sobre Octavio Paz y la poesía concreta brasileña (2014), reflexiona sobre la comunicación entre el poeta y el lector, y establece dos posibilidades de esta relación. Por un lado, estaría una poética cuyo supravalor es el acercamiento humano, basada en ciertas prácticas discursivas «de fuerte eficacia receptiva en el lector medio» (154). La primera de ellas es la creación de tropos seguros, es decir, de metáforas alcanzables cuya función es acercar al lector al lenguaje del poeta. Contra este ejercicio de aproximación de las subjetividades involucradas en la producción poética, Milán identifica una dicción «críptica», como la utilizada en el barroco, cuyo efecto es situar al lector en un lugar insólito al «[…] abrirle mundos, romperle nexos con su cotidianeidad: descolocarlo de su existencia normativizada» (155). Así, la comunicación como atributo principal de la poesía ha sido problematizado desde algunas ejecuciones poéticas iniciadas en el siglo XIX con los simbolistas, y continuadas por las vanguardias de principios y mediados del siglo XX, o el movimiento neobarroco del Cono Sur en la década de los ochenta del mismo siglo. Siempre partiendo de la discursividad poética, Milán propone que quienes propician el acercamiento procuran expresarse en un lenguaje que facilite la lectura de la poesía. Esta forma de dicción tiende a la transmisión de sentimientos favorables a una política de los afectos entendida como «prácticas solidarias por un lenguaje poético solidario con el lector» (155). Finalmente, el resultado de la predilección por el intento comunicativo genera un lenguaje llano desprovisto de dificultades sintácticas, cuyos versos están compuestos racionalmente y terminan siendo simples y claros, es decir, legibles. Ya hemos visto en el análisis del primer poema el sitio donde, desde la producción poética y la ensayística, se coloca Milán, y que servirían para explicar por qué el autor uruguayo se aparta de la definición convencional de la lírica y utiliza un lenguaje propio, pero no en el sentido de la vanguardia, con intención lúdica o destructora, sino para darle a su poesía un mérito ético, y en tanto poética del alejamiento, un valor político. Así, la producción textual temprana de Milán se trataría de una poesía que no solo funciona en el ámbito de la poesía misma, recursiva y vuelta sobre sí misma —como se ha asegurado renglones arriba—, sino con consecuencias más allá de la estética.
En esta antología, la lógica de expresión poética arriba explicada se puede encontrar, en mi opinión, hasta los poemas que pertenecen a Errar, de 1991. Optemos ahora por una perspectiva analítica convencional para acceder a los poemas de la etapa intermedia como forma de determinar la evolución en la producción poética de Milán. Así, observemos el uso de recursos retóricos dedicados a enriquecer la expresión lírica. En ese sentido, Charles Baudelaire, acreditado como uno de los fundadores de la lírica moderna, dice lo siguiente en un ensayo sobre la poesía de Théodore de Banville: «Antes que todo constatemos que el apóstrofe y la hipérbole son no solo las formas más placenteras, sino las más necesarias, puesto que dichas formas se derivan naturalmente de un estado exagerado de vitalidad» (en Pop-Curseu, 60). De este modo, el poeta y ensayista francés establece el uso de estas dos herramientas retóricas como las más importantes para la articulación de lo que llama «la manera lírica de hablar», indispensable para expresar un estado excepcional de conciencia por parte del hablante, correspondiente a la «manera lírica de sentir». Es decir, desde su inicio, la preceptiva moderna dispone las formas más apropiadas del decir lírico, privilegiando estos dos recursos retóricos. En este documento nos enfocaremos en el uso del apóstrofe y obviaremos el análisis de la hipérbole por razones de espacio.
Como se sabe, el apóstrofe es una figura de interpelación de la voz lírica a alguien o algo que puede o no estar presente, o cuya existencia puede estar solo asumida. De esta manera, se puede apostrofar a personas vivas o muertas, presentes en el texto o ausentes, así como a objetos concretos o abstractos. Básicamente, el apóstrofe es cuando en el texto queda claro que el hablante se dirige o le habla a algún interlocutor animado o inanimado. Uno de los ejemplos más claros y conocidos del funcionamiento de esta figura es el «Poema 15» de Neruda. Los lectores reconocerán el siguiente verso: «Me gusta cuando callas porque estás como ausente». Aquí podemos presenciar la interpelación del hablante lírico a su amada por medio de los marcadores textuales callas y estás, ambos verbos conjugados en la segunda persona del singular —tú— del modo indicativo. Aquí el yo lírico le habla a su amada, se dirige a ella alabando su silencio momentáneo y los efectos de dicho sigilo en él.
Para ejemplificar este recurso con el caso que nos ocupa, propongo al lector pensar en el poema cuyo primer verso es «No te fíes de los infieles» —página 69—, a partir del cual comienza la selección de los poemas de Errar, donde podemos advertir una serie de modificaciones en la dicción del hablante lírico, además de una distribución gráfica de los versos diferente a los poemas antecedentes en la antología.
No te fíes de los infielesfilos de la realidad, reatapara un pura sangre que no existe: álzateazabache, que te corta el hacha del sentido. | 14 |
El elemento retórico predominante del poema es el apóstrofe. En este caso identificamos tres instancias del apóstrofe: «no te fíes» —1—, «álzate» —3— y «te corta»—4—. La actitud lírica identificada en el análisis de las secciones anteriores nos puede ayudar a ensayar una interpretación de este poema: en primer lugar, tenemos la admonición del hablante, quien advierte al destinatario del texto: desconfía. Pero ¿no te fíes de qué? De los infieles filos de la realidad, que son una reata para un pura sangre que no existe. Así, el hablante le dice a su destinatario: ten cuidado de la reata, en otras palabras, de la cuerda cuya función es sujetarte, controlarte. La imagen del pura sangre, es decir, una raza de caballos desarrollada específicamente para correr, se refuerza en el cuarto verso con «azabache», quien es interpelado por el segundo caso de apóstrofe: álzate azabache, cuyo complemento es el resto del verso. Así, ¿a quién se dirige la voz lírica en este poema dominado por la figura del apóstrofe? A algo parecido a un caballo, y lo previene de dejarse dominar por el hacha del sentido; sin entrar de lleno a descifrar la imagen misma, puesto que nuestra tarea es subrayar el uso del apóstrofe , podemos intuir una relación de parentesco entre el caballo y la poesía misma.
Un caso peculiar de apóstrofe en la lírica se presenta cuando el hablante expresa un monólogo interior, como en el poema «Cómetelos, Milán» —página 70 de esta antología—. Se asume, por causa de la información extratextual —el apellido de la persona biográfica que crea un hablante poético ficticio—, que Eduardo Milán le habla a Eduardo Milán. Por tanto, como podrá observar el lector, el primer verso del poema abre con el apóstrofe a sí mismo en forma de un mandato u orden: «Cómetelos» (1). Como ya hemos visto, en este caso el hablante prescinde del objeto directo de la oración, provocando incertidumbre en cuanto a qué es lo que se va a comer, solo la información gramatical: masculino y plural. El poema termina —11— con la repetición de los primeros versos, es decir, con la reiteración del apóstrofe