No todos los hijos de Heriberto y María Dolores tuvieron suerte. La del medio, la Nicole, murió cuando dio a luz a su tercer chico. Un día, la vendedora de billetes de lotería quería decirles que, para que las cosas anduvieran bien, había que tener caderas anchas y mucha concentración, y a ella no le parecía que la hija de María Dolores tuviera lo que hace falta. Pero esa vez no dijo nada. La vendedora de lotería no le tira la verdad en la cara a la gente.
Él tiene en la mano la correa del perro, un animalito negro con el hocico puntiagudo que no parece querer ir a ningún lado. El animal está triste y cansado como sus dueños. No mueve la cola ni siquiera al que le muestra un poco de simpatía.
Ella lleva un vestido negro y mira para abajo. Nadie sabe cuándo fue la última vez que levantó los ojos. Está lista para morir.
El ángel exterminador
Esta noche el ángel exterminador llamó a la puerta del Chili. Las calles están desiertas por la cuarentena, debe haber pensado, y es un buen momento para ajustar cuentas. El Chili abrió la puerta y el disparo le atravesó el ojo. Dicen que se había burlado de la gente del Lirri cuando la ola de la peste todavía no había llegado a la villa, y que apenas tuvo tiempo de ver con el ojo sano al Mencha que escapaba.
Su madre lo arrastró dentro de la casa agarrándolo del pelo. Dejaba a su paso un reguero de sangre como la baba de un caracol. Ella comprendió todo apenas escuchó el tiro. No tuvo necesidad de que la vendedora de billetes de lotería le dijera que aquel hijo que tuvo con un albañil que trabajaba a dos manzanas de distancia, donde terminan las barracas y comienza el basural público, tenía el destino marcado desde que entró a la banda de los chaqueños. Controlan el fondo de la villa y no permiten que vendan en esa zona sin permiso. Un permiso que tiene precio.
Antes que el Chili, el Mosca había intentado romper las reglas, y antes que él, el Zurdo. A uno le partieron la cabeza con una piedra y el otro terminó con un cuchillo en la garganta. Doña Victoria, la madre del Chili, se veía venir la desgracia. La peste la tomó de sorpresa, la bala, no.
Guiso caliente
En la villa del padre Pepe se da de comer a los que tienen hambre, como manda el Evangelio. Y para que nadie olvide el mandamiento divino, sobre la puerta de la cocina han escrito con grandes letras las palabras de Cristo a sus discípulos: “Denles ustedes de comer”. Por eso todos los días al mediodía se distribuye un plato caliente de comida desde que empezó la cuarentena, hace tanto tiempo, hace tanto, tanto tiempo, que ya se perdió la cuenta. Lo preparan hombres y mujeres que viven de esta manera el aislamiento al que obligan las normas sanitarias. Arriesgan su propia seguridad, lo mismo que todas las personas que vienen a comer empujadas por la necesidad. Pelan papas, cortan cebollas, rallan bolsas y bolsas de zanahorias todos los días. Abren cajas de puré de tomates, vacían bolsas de carne molida. Cocinan en enormes ollas sobre hornallas de campaña lo que la Providencia hace llegar a los depósitos de alimentos que organizaron en distintos puntos de la villa. Un grupo prepara las porciones, otro las entrega. Cuando terminan, llegan los que lavan las ollas y la vajilla, y ordenan todo lo que hace falta para la comida del día siguiente.
Son hombres y mujeres que no quieren enfermarse y que valoran la salud y la vida. Todos tienen hijos, nietos, abuelos que los esperan en casa, y que esperan como pichones en el nido la comida que les llevan.
Algunos de ellos son albañiles, empleadas domésticas, mujeres de servicio en casas adineradas de los barrios vecinos, empleados municipales, algún trabajador del transporte y muchos otros que no tienen trabajo y viven de changas, como llaman los argentinos a las ocupaciones precarias que ayudan a llegar a fin de mes.
Para todos, el trabajo está en suspenso o reducido al mínimo, y dedican su tiempo y sus fuerzas a aliviar las necesidades de los demás. Sin recibir nada a cambio, salvo un plato del mismo guiso que cocinan para los que vienen todos los días a recibir una ración de comida.
Los pobres, los necesitados, los que no pueden cocinar o no tienen nada para hacerlo forman fila delante del portón de la parroquia del Milagro. Y precisamente cuando los contactos deberían evitarse y disminuir las proximidades, las filas se estiran como un elástico y las cercanías se multiplican. Traen consigo todo tipo de recipientes, cajas de plástico, ollas, bidones, sartenes, envases de helado, latas que debían ser de alguna otra cosa y que a falta de algo mejor sirven para contener los alimentos. Y mientras se van con el botín humeante en la mano, vuelven a la memoria las palabras del papa argentino al comienzo de su pontificado: “Yo veo la Iglesia como un hospital de campaña después de una batalla. ¡Es inútil preguntarle a un herido grave si tiene alto el colesterol o el azúcar! Hay que curar sus heridas. Después podremos hablar de lo demás. Curar las heridas, curar las heridas… Y hay que comenzar desde abajo”.1
Son palabras que hoy, con el planeta en las garras de una pandemia que no cede y nadie puede asegurar que no vuelva bajo otra forma, en esta Argentina sacudida por la peste de covid que parece no tener fin, tienen una correspondencia con la realidad que verdaderamente resulta impresionante.
1. La Civiltà Cattolica, vol. III, Quaderno 3918, pp. 449-477, 19 septiembre 2013. También L’Osservatore Romano, 21 de septiembre de 2013.
Flordelisa
Flordelisa es realmente una flor. Una plantita silvestre del Paraguay con un aroma delicado incluso ahora que la enfermedad la atormenta. Tiene un tumor en la cabeza que ha pasado a la columna vertebral y le afecta las piernas. Se levanta de la cama con esfuerzo para sentarse en una silla de ruedas que le consiguieron los vecinos, conmovidos por su juventud maltratada. La cuarentena la dejó atrapada en la Argentina y probablemente no la deje volver con vida.
El movimiento de pasar de la cama a la silla de ruedas le produce mucho dolor. A pesar de todo, cuando el sufrimiento no le deforma la expresión, ella sonríe al que la visita.
Su calvario empezó hace muchos meses, al comienzo de la cuarentena, recorriendo los hospitales argentinos que en este momento tienen otras cosas en qué pensar. No hay tiempo para los enfermos terminales, que los casi muertos sepulten a sus muertos es la filosofía, aunque no lo declaren en voz alta.
Hace unos días le suspendieron el tratamiento de quimioterapia y nadie sabe cuánto tiempo le queda de vida. El tumor no se puede operar y seguirá su curso con una progresión que es imposible prever. Pero el fin es inexorable, salvo que se produzca un milagro. Ella espera eso, tiene fe en una gracia que le devuelva toda la vida que tendría por delante. Y que le permita ver de nuevo a su padre, a sus hermanos, a sus amigos, que rezan por ella en el Paraguay. Se lo pide todos los días a la Virgen de Caacupé, la patrona de su país. Si ella salvó al indio de morir a manos de su enemigo, como afirma la tradición, ¡bien puede curar a una hija de esa atribulada nación que se encuentra exiliada en otro país!
Cuando le dijeron que los médicos ya no podían hacer nada para curarla, Flordelisa lloró. Lo hizo cuando nadie podía verla. Tampoco saben cómo se irá, si agotada, con dolor o aturdida por la morfina que le da su madre, porque ni siquiera pueden administrarle los cuidados paliativos con la emergencia concentrada en la peste funesta.
El bayo
Hay un bayo que deambula por la villa desde la mañana temprano, cuando no hay nadie a la vista. Empieza sus andanzas donde las casas disminuyen, en un campo que la mayor parte del tiempo está lleno de basura. Desde allí avanza buscando las briznas de hierba que asoman entre las baldosas de la acera, roza el borde de las calles con el hocico calloso ignorando a algunos perros callejeros que se acercan para olfatear sus pisadas o a los pájaros que esperan pescar algo en los parches de excremento que de tanto en tanto deja a su paso. El bayo está desde antes, cuando la peste todavía no había llegado, pero con la cuarentena y las calles casi desiertas, todos los rincones son suyos. Es el amo absoluto