Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelanda, siguiendo la curva de más de una mitad del globo terráqueo, a través de los numerosos archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al encuentro ningún cablegrama.
Varias familias de Nueva Zelanda tomaron pasaje para ir a Sidney o a Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compañeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose a ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con el y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.
Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vio un libro abandonado en el sillón inmediato. Le bastó la primera ojeada para darse cuenta de que debía pertenecer a los niños de una familia subida al buque en Nueva Zelanda.
La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su título antes de leerlo. Vio un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rotulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, a pie y a caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, a estilo oriental.
- Las Aventuras de Gulliver, -murmuró el ingeniero-. El gracioso libro de Swift … ¡Cuanto tiempo hace que no he leído esto!… ¡Que feliz era yo en los años que podía interesarme tal lectura!…
Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueña y algo desdeñosa. Primeramente fue mirando las distintas láminas; después empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto a abandonarla, pero retardando el momento a causa de su curiosidad, cada vez más excitada. Al fin acabo por entregarse sin resistencia al interés de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.
Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fue interrumpida violentamente.
Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa a popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder a impulsos del golpe recibido.
El ingeniero vio elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos obscuros que se esparcían en semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del sol.
Sonó una explosión inmensa, ensordecedora, y después se hizo un profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la última vibración del atronador desgarramiento. Pero el silencio fue corto. A continuación, todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.
A partir de este momento, el ingeniero creyó haber caído en un mundo irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron con una rapidez desconcertante.
Se vio hablando con un oficial que corría a lo largo de la cubierta dando gritos a los marineros para que echasen los botes al agua.
- Hemos tocado con la proa una mina flotante -dijo contestando a las preguntas de Gillespie-. Y si no es una mina, será un torpedo abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el Pacífico.
Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. ¿Cómo podían las corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?… ¿Por qué raro capricho de la suerte iban ellos a chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?… Oyó que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que solo había cambiado algunos saludos durante el viaje.
- No creo en la mina ni en el torpedo, -dijo este hombre-. Deben haber embarcado dinamita en Nueva Zelanda o alguna otra materia explosiva. Lo cierto es que nos vamos a pique irremediablemente.
Gillespie se dio cuenta de que este pasajero decía la verdad. El buque empezaba a hundir su proa y a levantar la popa lentamente. Las olas invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos por la explosión y los cadáveres despedazados.
Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revolver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los niños ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por orden de edad.
Se abstuvo Gillespie de unirse a los grupos que esperaban sobre la cubierta el momento de huir del buque. Sabia que el, por su juventud y su vigor, debía ser de los últimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora sus acciones. La muerte se le aparecía como algo dulce y triste que podía solucionar todas las contrariedades de su existencia.
Automáticamente se metió en su camarote, tomando muchos objetos de un modo instintivo, sin que su razón pudiese definir por que hacia esto.
Al volver a la cubierta, ya no vio a los grupos de pasajeros. Todos estaban en los botes. Solo quedaban algunos tripulantes, y el mismo oficial que le había hablado corría ahora de una borda a otra, dando ordenes en el vacio.
- ¿Qué hace usted aquí? -le preguntó severamente-. Embárquese en seguida. El buque va a hundirse en unos minutos.
Así era. La proa había desaparecido enteramente; las olas barrían ya la mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un silencio mortal. Las máquinas estaban inundadas. Un humo denso y frio, de hoguera apagada, salía por sus chimeneas.
Gillespie tuvo que subir a gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo que por una montaña, hasta llegar a un sitio designado por el oficial, del que colgaba una cuerda. Se deslizó a lo largo de ella con una agilidad de deportista acostumbrado a las suertes gimnásticas, hasta que tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.
Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al oficial, que descendía detrás de el.
El bote no era gran cosa como embarcación. Lo habían despreciado, sin duda, los demás tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se alejaban a vela o a remo del buque agonizante.
Por fortuna, este bote, en el que podían tomar asiento hasta ocho personas, solo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un marinero.
El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeñas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vaporosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque solo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba a quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía a su encuentro.
Los tres hombres remaron varias horas. Luego la fatiga pudo más que su voluntad, y acabaron tendiéndose en el fondo de la embarcación.
La lobreguez de la noche abatió sus energías. ¿Para qué seguir remando a través de las sombras, sin saber adonde iban? Era mejor esperar la luz de la mañana, economizando sus fuerzas.
Acabó Gillespie por dormirse con ese sueño pesado y profundo, de una densidad animal, que solo conocen los hombres cuando están en vísperas