El gigantesco negro atravesó en tres saltos la calle, y cayó sobre el hombre escondido tras el carro.
Agarrarle por el cuello y levantarle como si fuese un fantoche, fue cuestión de un momento.
El negro, sin cuidarse de sus gritos, le llevó ante el Corsario, dejándole en el suelo.
-¡Buen tipo! -exclamó Carmaux dando una carcajada-. ¡Eh, compadre! ¿Dónde has pescado ese cámbaro (cangrejo)?
El hombre que el negro había dejado ante el Corsario no tenía el aspecto de un soldado ni de un valiente.
Era un pobre burgués, algo viejo, con una nariz monumental; dos ojuelos grises y monstruosa joroba plantada entre los hombros.
-¡Un jorobado! -exclamó Van Stiller, que le vio a la luz de un relámpago-. ¡Nos traerá buena suerte!
El Corsario Negro había puesto una mano en el hombro del español, preguntándole:
-¿Adónde ibas?
-¡Soy un pobre diablo que nunca hizo mal a nadie! -gimió el jorobado.
-Te pregunto que adónde ibas -dijo el Corsario.
-¡Este cangrejo corría al fuerte para hacernos prender por la guarnición! -dijo Carmaux.
-¡No, excelencia! -gritó el jorobado-. ¡Os lo juro!
-¡Por cien mil diablos! -exclamó Carmaux.
-¡Este jorobeta me ha tomado por algún gobernador! ¡Excelencia! ¡Oh!
-¡Silencio, hablador! -gruñó el Corsario-. Vamos; ¿adónde ibas?
-¡En busca de un médico señor! -balbuceó el jorobado-. ¡Mi mujer está enferma!
-¡Mira que, si me engañas, te hago colgar del palo mayor de mi nave!
-¡Os juro!…
-¡Deja los juramentos, y responde! ¿Conoces a D. Pablo de Ribeira?
-Sí, señor.
-¿Administrador del duque Wan Guld?
-¿El ex gobernador de Maracaibo?
-Sí.
-Le conozco personalmente.
-Pues bien; llévame a su presencia.
-Pero…, señor…
-¡Llévame! -gritó amenazadoramente el Corsario-. ¿Dónde vive?
-Aquí cerca, señor… excelencia…
-¡Silencio! ¡Adelante, si estimas tu pellejo!
El negro cogió al español en brazos, a pesar de sus protestas, y le preguntó:
-¿Dónde es?
-Al final de la calle.
La pequeña caravana se puso en marcha. Procedía, sin embargo, con cierta precaución, deteniéndose, a menudo, en los ángulos de las calles transversales, por temor a caer en alguna emboscada o recibir una descarga a quemarropa.
Llegados al final de la calle, el jorobado se volvió hacia el Corsario, y, señalándole una casa de buen aspecto, edificada en piedra y coronada por un torreón, le dijo:
-Aquí es, señor.
-¡Bien está! -repuso el Corsario.
Miró atentamente la casa, y acercándose a la puerta, la golpeó con el pesado aldabón de bronce que de ella pendía.
Aún no había cesado el ruido de la llamada, cuando se oyó abrir una persiana, y una voz desde el último piso que preguntaba:
-¿Quién sois?
-¡El Corsario Negro! ¡Abrid, o prenderemos fuego a la casa! -gritó el capitán haciendo brillar su espada a la lívida luz de un relámpago.
-¿A quién buscáis?
- ¡A D. Pablo de Ribeira, administrador del duque Wan Guld!
En el interior de la casa se oyeron pasos precipitados, gritos que parecían de espanto; luego, nada.
-Carmaux -dijo el Corsario-. ¿Tienes la bomba?
- Sí, capitán.
-¡Colócala junto a la puerta! ¡Si no obedecen, le prenderemos fuego, y nos abriremos paso nosotros mismos!
Se sentó sobre un guardacantón que se encontraba a pocos pasos, y esperó, atormentando la guarda de su espada.
Capítulo 2: Hablar o morir
Aún no había transcurrido un minuto cuando las ventanas del primer piso se iluminaron, reflejándose algunos rayos de luz en las casas de enfrente.
Una o más personas estaban preparándose a bajar.
El Corsario se había puesto rápidamente en pie, con la espada en la diestra y una pistola en la siniestra.
Sus hombres se habían colocado a los dos lados de la puerta con las armas preparadas.
-¡Alguien viene! -dijo Van Stiller, que tenía un ojo pegado a la cerradura-. ¡Veo luces detrás de la puerta!
El Corsario Negro, que empezaba a impacientarse, alzó de nuevo el pesado aldabón, y lo dejó caer con estrépito.
El golpe retumbó por el corredor. Una voz temblorosa gritó: -¡Ya va, señores!
Se oyó un chirriar de cerrojos y cadenas, y la maciza puerta se abrió lentamente.
Un hombre ya de edad, seguido por dos pajes de raza india portadores de antorchas, apareció en el umbral.
Era un hermoso tipo de anciano, que ya debía de haber pasado de los sesenta; pero aún robusto y erguido como un joven.
Llevaba un traje de seda oscura adornado de encajes, y calzaba altas botas con espuelas de plata.
Una espada le colgaba al costado, y en la cintura llevaba uno de aquellos puñales españoles llamados de misericordia; arma terrible en una mano robusta.
-¿Qué queréis de mí? -preguntó el viejo con marcado temblor.
En vez de contestar, el Corsario Negro hizo seña a sus hombres de entrar y cerrar la puerta.
El jorobado, ya inútil, fue dejado en la calle.
-Espero vuestra respuesta -insistió el viejo.
-¡El caballero de Ventimiglia no está acostumbrado a hablar en los pasillos! -dijo el Corsario Negro, con voz altanera.
-¡Seguidme! -dijo el viejo tras una breve vacilación.
Precedidos por los dos pajes, subieron una amplia escalera de madera roja y entraron en una sala amueblada con elegancia y adornada con trofeos españoles.
El Corsario Negro se aseguró con una mirada de que no había más puertas, y volviéndose hacia sus hombres, les dijo: -Tú, Moko, te pondrás de guardia en la escalera, y colocarás la bomba detrás de la puerta. Vosotros, Carmaux y Van Stiller, permaneceréis en el corredor contiguo.
Y mirando al viejo, que se había tornado palidísimo, añadió: -¡Y ahora nosotros dos, señor Pablo de Ribeira, intendente del duque Wan Guld!
Cogió una silla y se sentó junto a la mesa, colocándose la espada desenvainada entre las piernas.
El viejo seguía en pie, y miraba con terror al formidable Corsario.
-Sabéis quien soy; ¿no es cierto? -preguntó el filibustero.
-El caballero Emilio de Roccabruna, señor de Valpenta y de Ventimiglia -dijo el viejo.
-Celebro