El incendio del Teatro Novedades fue un asunto muy traído y llevado en la familia, muy recordado con orgullo por mi madre y sus hermanas, pues su padre, mi abuelo, había sido el juez encargado del levantamiento de cadáveres. En esa fecha ellas serían adolescentes y la tragedia del Novedades debió ser un mazazo. «Imagínate qué panorama, vaya trago, requemados todos y el abuelo levantando los cadáveres», decían mis tías poniendo los ojos en blanco, y yo imaginaba al abuelo levantando carbones con su cara de mal humor, la dentadura postiza en la mano, o puesta, vaya usted a saber, y el gorro de dormir sobre la oreja.
El Teatro Novedades ardió la noche del 23 de septiembre de 1928 con un balance de 67 muertos y 200 heridos.
En el momento en que se inició el fuego se estaba representando la pieza El mejor del puerto. El decorado estaba formado por un telón que representa la ciudad de Sevilla y frente a él una pequeña embarcación con faroles de iluminación eléctrica. Eran las 20:50 horas cuando falló el entramado eléctrico —probablemente un cortocircuito— y se originó el fuego en el escenario desde uno de los farolillos que lo adornaban.
Ante el escenario en llamas, el público entró en pánico y salió huyendo hacia la salida del Teatro. La estampida se había iniciado antes desde los palcos, por lo que el tapón humano se formó irremisiblemente al intentar salir los espectadores del patio de butacas. Buena parte de las víctimas lo fueron a causa de la estampida humana. El elenco de actores sobrevivió al completo.
«Fue algo espantoso y lo peor fue el pánico —se quitaban la palabra las hermanas—, menos mal que los actores pudieron escapar», concluían aliviadas. «Los actores salieron tan frescos y el abuelo, un héroe».
Parece que el abuelo, el héroe, tuvo también problemas con José Antonio Primo de Rivera, «ya sabéis —aclaraban—, el Fundador, el Ausente, el hijo del Dictador… Resulta que de jovencito fue detenido por desórdenes públicos y le juzgó el abuelo, que le condenó a no sé qué multa; el petimetre, envalentonado y rabioso, se acercó al estrado y le amenazó con inconcebibles palabrotas».
Siete
Al nacer me querían llamar Fernanda; Fernanda o Soledad. Soledad por la Virgen de la Soledad de la Paloma, tan de Madrid, tan castiza, y también por mi madrina Soledad; Fernanda por el santo del día, 30 de mayo, san Fernando, con ese calor de Madrid cuando la primavera ya se instala y entra por los balcones y lo inunda todo.
Al final, ni lo uno ni lo otro, pues al nacer era tan parecida a mi padre —solo me faltaba el bigote— que mi madre al verme se echó a llorar y dijo: «Ay, Gerardo, es igualita a ti, solo le falta el bigote, a mí no se parece nada, que al menos lleve mi nombre». Y, por eso, ni Soledad ni Fernanda.
Me contaron que se barajó también la posibilidad de llamarme Juana por mi abuelo Juan. Cuentan que arranqué a andar en su funeral, avanzando temblona y por primera vez en solitario por el pasillo de la iglesia, entre el olor a cirio y a incienso y el asombro de los llorosos parientes, de fondo las retahílas del cura y el jolgorio de los monaguillos. «Vaya susto me diste, y tu padre muerto de risa en el funeral de su padre»; la propuesta de llamarme Juana, al parecer, quedó en nada.
Rogad a Dios en caridad por el alma de Don Juan García, Jefe de Administración de Primera clase con ascenso, del Cuerpo de Correos, que falleció en Madrid el 8 de septiembre de 1946, a los 64 años de edad.
He visto muchas fotos del abuelo Juan en mi bautizo —fue mi padrino—, un señor muy orondo con una impecable chaqueta tan blanca como su pelazo, que miraba con aire satisfecho a esa recién nacida envuelta en lazos y organdí, también con mucho pelo y los ojos muy abiertos. Me miraba, quién sabe si orgulloso, sin sospechar que los días de vida que estrenaba esa niña eran la cuenta atrás de la suya.
Ocho
Quizá de aquel primer paseo en el funeral del abuelo me nació el entusiasmo por estar siempre en la calle: metida en casa me asfixiaba y solo quería salir, salir de paseo, hiciera frío o calor. «Ay, Gerardo, que esta niña nos ha salido guardia de la porra, que no quiere más que estar siempre en la calle». La casa se me caía encima y en la calle me ponía contenta y sonriente.
Decían que me aburría tanto en casa por ser hija única, pero yo creo que el enorme horizonte de la glorieta de Atocha del que disfrutaba asomada al balcón me llamaba a voces a escaparme de las cuatro paredes de la casa y, además, tener enfrente la estación de Atocha era una tentación permanente a la aventura.
Atocha: matorral, mata, esparto. Atochar: llenar algo de cualquier materia, apretándola.
La glorieta de Atocha, la calle de Atocha y la estación de Atocha formaron parte de mi infancia. Me pregunto si la vida me atochó, me llenó de cualquier materia, apretándola.
Nueve
Cuentan, me contaron mil veces, que aquel 30 de mayo fue un día de un espantoso calor madrileño. Cuentan que mi padre salió pitando a buscar a la comadrona y que nací sobre la mesa de la cocina de mi casa, glorieta de Atocha 10, principal derecha, a las quince y treinta minutos, «¡vaya calorazo!». Cuentan también que la comadrona tuvo que usar fórceps, que mi padre al verlos, cuentan, le dijo amenazante que «como le estropee usted la cabeza, la mato». No la mató y mi cabeza quedó sin daños aparentes.
Nací nueve años después de haberse casado mis padres. «Esta niña nos costó —decía él entre alegres risotadas— nueve años en lugar de nueve meses».
Por mi nacimiento, mi padre regaló a mi madre —«qué disparates hace este hombre»— un aparato de radio que ella escucharía cada día, cada tarde, casi cada noche, ocupando sus ocios, llenándole la vida.
Me bautizaron en una iglesia pequeña del barrio, una iglesia pequeña y modesta de la calle de Atocha, justo a mitad de la empinada cuesta.
La iglesia del Santísimo Cristo de la Fe, antes iglesia de Incurables del Carmen, es una de las más antiguas de Madrid y también de las más modestas. Se encuentra en la calle de Atocha número 87, esquina a la Costanilla de los Desamparados, y forma parte del conjunto construido entre los años 1592 y 1620. En sus inicios, a finales del siglo XVI, allí hubo un hospital. A comienzos del XVII acogió al Colegio de los Desamparados, que atendía a niños huérfanos, y después aquí estuvo instalado un hospital para hombres, el Hospital de los Incurables de Nuestra Señora del Carmen.
Mucha historia esconde este inmueble. La casa contigua a la iglesia durante un tiempo fue imprenta, propiedad de María de Quiñones, viuda de Juan de la Cuesta. Un espléndido relieve de 1905, obra del escultor Lorenzo Coullaut Valera, que representa a Don Quijote y a Sancho Panza, recuerda que allí en el año 1605 se imprimió la primera edición del Quijote. Actualmente es la sede de la Sociedad Cervantina. La iglesia fue construida en tiempos de Felipe III, y aparece representada en el Plano de Texeira con la fachada casi tal como la podemos contemplar hoy.
En las fotos del bautizo se destaca lo pequeña y espabilada de la nacida, con mucho pelo negro, y las caras tan García de los García que, embelesados, la rodean. El embarazo había sido, decían, providencial dada la edad y la mala salud de mi madre, así que «esta niña es un regalo para Gerardo, qué alegría».
Todo el mundo parecía contento; parecía contento incluso el primo Juanito, el castizo primo de mi padre que vivía en una buhardilla junto a la plaza de la Cebada, que era representante de un Flit matamoscas y que tenía una bicicleta a motor mosquito con la que iba por todo Madrid repartiendo el letal producto. Aunque, a decir verdad, no todo el mundo estuvo contento en mi bautizo, pues, para disgusto de mi madre, apenas hubo presencia de los Rodrigo, cuesta trabajo encontrarlos en las fotos.
Conservo todavía en un altillo el traje de bautizo —«tu traje de cristianar»—