Odiaba a mi tía, debo confesarlo. Y se me había presentado la oportunidad de vengarme.
Una idea paseaba por mi mente, me gustaba y por primera vez sentía un deseo. Un deseo que empezó a invadirme cada vez con más intensidad.
V
Salí del cuarto de mi tía corriendo a buscar a Carla. Solo en ella podría confiar. Sabía que ella podía ayudarme a desenmascarar a mi tía. Quería que se enterara que su madre era una cualquiera, no por querer hacerle daño a ella sino para que viera lo que su madre hacía, y en mi tonto pensamiento para que ella me lo agradeciera.
No sé por qué la busqué. Esta noticia le iba a causar daño, le iba a destrozar el corazón. Tal vez porque solo en ella confiaba, porque también ella era rechazada, porque sentía que me comprendía.
La busqué por toda la casa y no la encontré, la busqué en el jardín, en su habitación y finalmente la encontré en la cocina ayudando a preparar los alimentos. Una cualidad más a su favor.
Era una niña que siempre le gustaba ayudar a los demás. Nunca despreciaba o trataba mal a la empleada. Siempre la ayudaba en sus quehaceres.
La tomé por su brazo, sin decirle ni una sola palabra, y la llevé conmigo.
Camino al cuarto de mi tía, ella me pregunto.
—¿A dónde me llevas?
—Quiero que veas algo.
—¿Qué cosa?
Y de un solo jalón se soltó de mi débil brazo.
—Dime que es lo que quieres que vea.
—A tu madre.
—¿A mi madre?
—Sí, ella está engañando a tu padre. Es una zorra.
—¡Cállate!
Y por poco me golpea por aquella ofensa.
—Míralo por ti mismo y luego juzga. Si de verdad crees que estoy mintiendo.
— ¿Por qué tienes miedo?
—No tengo miedo.
—Entonces vamos.
—Está bien, pero si me estas mintiendo nunca más te ayudaré.
Entramos a la habitación y Carla casi se desmaya al mirar a su madre haciendo el amor con don Nicolás. Quiso gritar, pero sus palabras no salieron, un nudo en su garganta se lo impidió.
Sus ojos parecían que se iban a salir de su sitio.
Su rostro cambio de color.
Salimos del lugar sin alertar a los amantes.
Nos dirigimos a mi cuarto. Más bien yo la lleve, ella no reaccionaba.
Puso su mente en blanco, tratando de digerir lo que había mirado. No debe ser fácil para ningún hijo enterarse que su madre no es la que pensaba que era, lo que aparentaba ser.
—¿Qué hago? —finalmente preguntó.
No supe qué contestar.
Yo quería vengarme de mi tía, era fácil para mí sugerirle que llame a su padre y destruirle su matrimonio, pero no quería que Carla sufriera, no quería verla llorar. Destruir el matrimonio de mi tía significaba destruirle el hogar a Carla y eso no lo quería hacer.
—Recuerda que yo también te quiero mucho —y besé sus labios, sin pensar.
Era algo que ya había planeado hacer hace mucho tiempo y no sabía cómo, aunque claro yo ya había ensayado.
Dio un paso atrás.
—¿Qué haces?
—No sé.
—¿De dónde aprendiste?
—Mirando la televisión y practicando con mi almohada.
Esa confesión le causó gracia.
Y yo en mi mundo imaginario, presentía que le había gustado, que ella también lo deseaba.
Volaba con mis ideas. Ni los pensamientos ni los sueños tienen límites.
Pensé que ella también sentía lo mismo por mí.
Que ella también había soñado con este beso.
Salimos de la habitación y Pedro, su hermano mayor, que tenía once años de edad, nos cerró el paso; había mirado la escena del beso.
Se acercó a Carla y la tomo bruscamente por su brazo derecho mientras amenazaba con golpear su rostro. Intervine inmediatamente para evitar que la golpee, pero de un solo puñetazo en mi abdomen tiró al héroe al piso. Carla quiso ayudarme y no pudo, su hermano le dio una cachetada y se la llevo arrastras. Miré desde el piso cómo la arrastraba. Se alejaron de mí y nunca pensé que sería la última vez que la vería.
Aún pienso en ese día en mis eternas madrugadas en vela, imaginándome que sería de su vida, de su suerte, de su destino. ¿Dónde estará?
Me incorporé a los diez minutos y corrí a buscar a Carla, pero la tía que ya se había enterado del asunto, me cerró el paso, me tomó por mi brazo y a la fuerza me llevó a mi habitación. Una vez que estuvimos ahí me propinó una tremenda golpiza que me impidió dormir toda la noche.
VI
Al siguiente día me llevaron a un internado con el pretexto, según ellos, de mi educación. No era eso. Era una buena forma para deshacerse de mí y al mismo tiempo alejarme de Carla, e impedir que el esposo de mi tía se enterara del secreto.
Me subieron a una camioneta color negro.
Levanté la mirada a su ventana. Tal vez ella estaba detrás de ese vidrio negro mirando mi partida entre lágrimas, despidiéndose desde lejos.
Sentía que me amaba. Tal vez simples ilusiones, sueños despiertos, esperanzas. Una esperanza que necesitaba para mantenerme con vida. Una vida que ya la veía perdida, pero ella era la ilusión, la razón de estar con vida, de volver a verla algún día y besar sus labios otra vez.
Llegamos al internado y no era nada agradable, paredes manchadas, piso deteriorado, un ambiente de tensión que se respiraba en el aire, mallas de cuatro metros y muchos guardias como si hubiesen sido necesarios, dando la apariencia de la cárcel que en realidad era. Una prisión para mis aspiraciones, el encierro de mi alma, de mis sueños, de mi vida, de mi amor.
Nos recibió la directora, una mujer muy entrada en años. Se llamaba Josefina. Era muy amargada, mala, nunca se casó y por lo tanto no tuvo hijos. No me quisieron recibir porque yo aún no tenía mi cédula de identidad, pues yo nunca había sido inscrito en el registro civil. Ante la sociedad no tenía un nombre ni apelativo. Mi tía le dio un dinero y le dijo: Llámelo Lorenzo. Y la anciana aceptó.
Sabemos que así se resuelven siempre los problemas. Esos estados problemáticos. El dinero es el rey de la humanidad. De esa humanidad enferma que piensa que el dinero lo resuelve todo. Compra muchas cosas, pero jamás comprará la felicidad, la verdadera felicidad. El dinero es poder y lo estaba demostrando.
Una vez dentro del internado doña Josefina me predicó un gran sermón que parecía que nunca iría a terminar. Yo fingí prestar atención. Me leyó las reglas de su institución, pero también las he olvidado.
Me dieron el uniforme y estaba listo para mi primer día de clases con la profesora de cultura física.
La profesora Rosa era la más joven de las maestras, tenía apenas 17 años; con sus piernas largas, su cabello negro, sus ojos color miel