30.1.
La Iglesia crece de dentro hacia fuera, no al revés. Antes que nada, Iglesia significa íntima comunidad con Cristo, y se forma en la vida de oración, en la vida de los sacramentos, en la actitud fundamental de la fe, de la esperanza y del amor. Así pues, si alguien pregunta «¿qué debo hacer para que la Iglesia se desarrolle y se extienda?», debemos darle la siguiente respuesta: debes aspirar ante todo a que haya fe, esperanza y amor. La oración edifica la Iglesia y la comunidad de los sacramentos. Dentro de ella nos beneficiamos de las plegarias de la Iglesia. Este mismo verano tuve la oportunidad de encontrarme con un párroco que me contaba lo siguiente: «lo que más me impresionó al recibir el ministerio sacerdotal fue que en los últimos decenios no hubiera surgido ninguna vocación sacerdotal en mi comunidad». Mas ¿qué podía hacer él? Las vocaciones no se pueden fabricar. Sólo el Señor puede otorgarlas. ¿Significa ello que debamos quedarnos con los brazos cruzados? El sacerdote del que vengo hablando decidió hacer en peregrinación todos los años el largo y fatigoso camino hacia el santuario mariano de Altótting con el propósito de pedir que surgieran nuevas vocaciones, e invitó a todos los que quisieran rogar al Señor por ello a que le acompañaran y rezaran con él. El número fue creciendo año tras año, hasta que en el actual pudieron celebrar, en medio de la alegría indescriptible de todo el pueblo, la primera misa desde tiempos inmemoriales de un nuevo sacerdote. La Iglesia crece desde dentro, nos dice la palabra del Cuerpo de Cristo. Mas también incluye este otro: Cristo ha edificado un cuerpo y yo debo acomodarme a él como miembro sumiso. Sólo se puede contribuir a extender el cuerpo de Cristo siendo un miembro suyo, un órgano del Señor en este mundo y, en última instancia, para toda la eternidad. La idea liberal, según la cual Jesús es interesante y la Iglesia, en cambio, un asunto fracasado, entra en contradicción consigo misma. Cristo sólo está presente en su cuerpo, no de un modo meramente ideal. Es decir, está presente con los demás, con la comunidad perpetua, inextinguible a través del tiempo que es su cuerpo. La Iglesia no es idea, sino cuerpo. El escándalo de la encarnación, ante el que retrocedieron muchos contemporáneos de Jesús, sigue dándose hoy día cuando la Iglesia se enoja. Sin embargo, también aquí es válida la siguiente observación: bienaventurado quien no se enoja conmigo. La condición comunitaria de la Iglesia significa que ha de tener necesariamente el carácter de «nosotros». La Iglesia no está localizada en ningún sitio: nosotros somos la Iglesia. Nadie puede decir «yo soy la Iglesia», sino «nosotros somos la Iglesia». Ese «nosotros» no es, por su parte, un grupo que se aísla, sino una colectividad que se mantiene dentro de la gran comunidad de los miembros de Cristo, de los vivos y de los muertos. Un grupo así sí puede decir: somos Iglesia. La Iglesia está presente en este «nosotros» abierto que rompe todas las barreras, no sólo las sociales y políticas, sino también las que hay entre el cielo y la tierra. Nosotros somos Iglesia. De esa índole comunitaria procede la corresponsabilidad y el deber de cooperar. De ella deriva en última instancia el derecho a la crítica, que debe ser siempre y en primer lugar autocrítica, pues la Iglesia —repitámoslo— no está localizada en ningún sitio particular ni es otra persona: la Iglesia somos nosotros.
31.1.
Cristianismo y martirio se hallan, sin duda alguna, en correspondencia. Ahora bien, el mártir se distingue clarísimamente del rebelde. Cristo ha muerto como mártir, no como rebelde. Junto a Cristo había también un rebelde: se llamaba Barrabás. En el se cumplió lo que Cristo había dicho a Pilato: «si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos» (Ioh 18,36). Por Barrabás se luchó, efectivamente, y sus partidarios gritaban pidiendo su libertad. Por Cristo no hubo manifestaciones. Él tampoco quería que las hubiera. ¿Dónde se halla, empero, la diferencia entre el mártir y el rebelde? El mejor modo de apreciar el contraste es fijarse en el primer pasaje en que un cristiano se califica a sí mismo como tal: en la Epístola I de San Pedro, (4,16). En ese lugar, San Pedro dice a los cristianos: «que ninguno padezca por homicidio, o por ladrón, o por malhechor, o por entrometido; mas si por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este hombre». De este texto se desprende que uno de los elementos esenciales de la condición cristiana es atenerse al derecho, incluso en un Estado en que estuviera privado de él. Aquí mantienen su validez estas palabras de Jesús: «dad al César lo que es del César» (Mt 22,21). Por eso, los cristianos han orado por el César incluso en los siglos de persecución. En épocas de opresión sangrienta los cristianos son exhortados, ya en el Nuevo Testamento —en la Epístola I a Timoteo (2,2)—, «a orar por los emperadores y por todos los constituidos en dignidad». Los cristianos se han negado a adorar al soberano, pero han orado espontáneamente por él y por la conservación del Estado. Ya en el siglo II los cristianos reivindicaron que fueron ellos, los acusados y proscritos, los que con sus vidas conservaron el Estado y la sociedad y los preservaron del ocaso.
[1] Para entender cabalmente el sentido de la expresión, es decir, para percibir el marco —que se anuncia como ya sabido de antemano— dentro del que se van a desarrollar las reflexiones, debe tenerse en cuenta que el texto procede de una obra, Die Hoffnung des Senfkorns, esencialmente teológica. (N. del T.)
[2] Aun cuando «protestanización» sea un neologismo, lo hemos mantenido como traducción del sustantivo alemán Protestantisierung por su capacidad para verter la idea contenida en la palabra alemana: la penetración creciente del pensamiento protestante en los países de tradición católica. (N. del T.)
[3] Con «biblicisrno» traducirnos el término Biblizismus, que designa la actitud a considerar la Biblia aisladamente, separada de las tradiciones eclesiásticas. La hemos adoptado por razones semejantes a las indicadas en la nota 2. (N. del T.)
[4] Interkommunion designa la unidad entre las diferentes Iglesias cristianas. La hemos traducido por «intercomunión» por las razones indicadas en las notas 2 y 3. (N. del T.)
FEBRERO
1.2.
Cada hombre es creado directamente por Dios. La fe no afirma del primer hombre más de lo que proclama de cada uno de nosotros. Y también a la inversa: no pregona de nosotros menos que del primer hombre. El ser humano no es un producto de la herencia y el medio, ni resulta exclusivamente de factores intramundanos susceptibles de cálculo: el misterio de la creación se halla por encima de todos nosotros (...). La afirmación de que el hombre ha sido creado por Dios de un modo más específico y directo que las cosas de la naturaleza significa, expresado de manera menos plástica, que es querido por Él de un modo muy especial: no sólo como ser que «existe», sino como ser que lo conoce; no sólo como criatura que Él ha pensado, sino como existencia que puede, por su parte, pensarlo a Él. A esta singular prerrogativa del hombre, consistente en ser querido y conocido por Dios, es a lo que llamamos genuina creación suya. A partir de aquí se podrá hacer un diagnóstico de la forma en que tuvo lugar la hominización: el barro se transformó en hombre en el momento en que un ser fue capaz de formar por vez primera, todo lo imprecisamente que se quiera, la idea de Dios. El primer Tú dirigido a Dios por boca humana —¡cuán balbuciente tuvo que ser!— señala el momento en que el espíritu hace acto de presencia en el mundo. En ese instante se pasó el Rubicón de la hominización, pues lo constitutivo del hombre no reside en el empleo de armas o en el uso del fuego. Ni es suficiente para definirlo la utilización de métodos nuevos de crueldad o de trabajo útil, sino su capacidad de relacionarse directamente con Dios. Eso asegura la doctrina de la creación especialísima del hombre, que constituye el centro de la fe en la creación en general.
2.2.
En