Colección de plaquettes
No. 11
Insomnes
Colección: La nave insólita, número 1
Primera edición digital mayo 2021
Ciudad de México
Edición: Anaïs Blues y Luis Flores Ramos
Ilustración de portada: Sandra Macías Torres
D.R.© Magdalena López
D.R.© La Tinta del Silencio, 2021
ISBN: 978-607-99031-0-7
Se puede difundir de manera parcial esta obra sin fines de lucro, con el consentimiento de su autora y/o editores.
Las vidas pasadas nunca duermen.
Índice
Susana
The Spirits of the dead, who stood in life before thee,
are again in death around thee,
and their will shall overshadow thee; be still.
Spirits of the dead, E.A. Poe
Almas idénticas. No hay otra manera de decirlo. Éramos iguales física y sentimentalmente. Hijos de una sola madre y un mismo día. Sí, Susana era mi hermana, poseedora de una belleza tan magnificente que un intento de descripción sería un insulto a su hermosura, pero, aun así, no temo aceptar que siento por ella un amor tan intenso que incluso el verbo amar resulta insignificante.
Susana y yo crecimos juntos en una cabaña al lado del río, sin recuerdo de la mujer que nos dio la vida o del hombre que contribuyó a ella. En nuestro mundo no había nada ni nadie más que nosotros. Éramos para el otro la prueba de que en verdad existíamos, simbolizábamos pasado, presente. Y para mí, la perfección que bañaba el cuerpo de Susana era razón de vida y yo sólo había nacido para protegerla; no obstante, sin importar la resistencia que pongamos, la vida siempre nos obliga a herir lo que con tanto afán hemos protegido…
Una noche, sin pensarlo, le grité que la amaba. Mi naturaleza de hombre la sometió, la obligó a saciar mis instintos y atenuar mis pasiones. Ella no hizo nada más que entregarse a su suerte mientras lloraba y maldecía su vida en silencio.
A la mañana siguiente, encontré el cuerpo desnudo de mi adorada Susana flotando sobre el río, mostrándome con esos ojos que ya no volverían a mirarme la magnitud de mi salvajismo. Mi hermana, mi compañera, mi amante… todas las mujeres de mi vida se fundían en el perfecto cuerpo de Susana, quien se dirigía a un lugar que nunca seré digno de conocer.
Los días que sobrevinieron a su muerte estuvieron repletos de lágrimas, dolor y silencio. Sólo me quedaba el recuerdo del pasado y los sueños que pudieron haber sido. Hasta que un día, entre llanto y sollozos, volvió a aparecer frente a mí. El corazón me latió con fuerza, y cuando desapareció, me vi de pie frente al espejo admirado por mi belleza, amándome por encontrar en mi reflejo las bellas facciones del rostro de mí hermana. Recorrí la fría superficie con mis manos. Era imposible, ¡no podía ser yo! Ese fantasma que se alzaba frente a mí tenía que ser ella, Susana, mi adorada Susana.
Y así pasaron mis días. Despertando sólo para caminar y perderme en el reflejo que entre súplicas silenciosas decía “Ámame”, e inmediatamente me encargaba de encontrar en los labios de un reflejo el sabor único de los besos de Susana. Sin embargo, después de un tiempo, los días dejaron de ser suficientes.
Una noche descolgué el espejo para colocarlo sobre la cama vacía de mi hermana. Jamás pensé que un cambio tan simple pudiera causar tan grandes efectos. A partir de ese instante, mis sueños trajeron de regreso el recuerdo de Susana, quien volvía a decirme con su dulce voz “Ámame”. Y al verla ahí, tan cerca, tan dispuesta, no podía hacer nada más que amarla por completo, recorrer su cuerpo con las manos y la lengua mientras le susurraba “Te amo”.
Ella me rodeaba el cuello, pero en cuanto sus manos comenzaron a acariciar mi espalda, sentí un escalofrío que me hizo sentir sobre la piel desnuda la fría corriente del río.
Glotonería
Hace tiempo que mi estómago se convirtió en una reina: se negó a los tacos de fuera del metro, a las quesadillas de cincuenta centímetros y a cualquier cosa que atentara contra las leyes de salubridad o la estética culinaria. Comía puras cosas sanas: pollo, pescado, frutas e incluso, a veces, me descubrí comiendo ese veneno verdoso al que han bautizado como vegetales sólo para complacerlo. Cuando atentaba contra su dieta se ponía rígido, me dejaba en la cama hecha un feto. Si me levantaba, era sólo para deshacerme en un torrente de diarrea y vómito. Al final, quedaba sobre la cama siendo más un esqueleto que un ser humano. Harta de aquella tiranía estomacal, decidí darle un escarmiento. Si no me dejaba comer mis porquerías en paz, entonces lo mataría de hambre.
El principio no fue tan difícil. Fuera del cansancio y del rugido insistente, no pasó nada. Pero ese estómago era un órgano listo: le tomó un día descubrir mi plan e iniciar el contraataque. La tortura comenzó con dolores continuos; sin embargo, no cedí, eso lo ofendió a tal grado que liberó sus jugos gástricos. También trató de someterme a la tentación, como cuando —muerta de hambre— pasé frente a un puesto de tacos: el taquero deslizaba el cuchillo por el trompo, el pastor se dejaba caer sobre el abrazo de una tortilla expectante, mientras de los dedos del hombre caía una lluvia de cilantro y cebolla… ante tal espectáculo vacilé, pero, al no querer verme al borde de la derrota, salí corriendo. En cuanto llegué a mi cuarto, caí sobre la cama. El jugo gástrico arañó con más fuerza y, en otro intento de huir, me quedé dormida.
Desperté. Todo rastro de dolor había desaparecido; sin embargo, al levantarme, sentí una especie de flacidez. En un arranque de curiosidad, caminé hacia el espejo, alcé mi playera y descubrí mi abdomen bañado en una extraña transparencia... era como mirar la ventana que me abría los ojos a los horrores de mi estómago.
Por medio del conducto biliar devoraba a sus órganos hermanos. No había rastro del colón y el intestino era absorbido como por una máquina moledora de carne. Luego vi venir un órgano que me recordó la cabeza de esos machos cabríos que tanto suelen adorar los pseudo-satanistas; tardé unos cuantos segundos en reconocerlo y darme cuenta de que era el útero que tantas veces vi en los libros de Ciencias Naturales. Frente a mis ojos pasaron órganos que desconocía, órganos deformes cuya ausencia era una pérdida insignificante. Hígado, páncreas, vejiga; todo era alimento de las fauces babosas de un estómago hambriento.
Hasta entonces no sentí dolor ni miedo, sino más bien una especie de fascinación; no obstante, tanto el uno como el otro llegaron cuando vi mis piernas encogerse. El músculo se disolvió ante la presencia del jugo gástrico, el contorno del fémur se asomó por el abdomen, su deformidad me rasgó a fin de abrirse paso por aquel minúsculo conducto. Los huesos se deshicieron en astillas