A Nagore le causó repulsión que llamara chicos a aquellos salvajes que aguardaban al otro lado de la puerta que Yumi acababa de abrir.
–Voy a prepararte un café… –dijo guiándola hasta una mesa al fondo de la sala, al lado de la barra–. Espérame aquí, por favor.
Mientras la japonesa manipulaba la cafetera con pericia, Nagore sintió que le faltaba el aire. Cuando sobre la mesa aterrizó su café con leche, miró la espuma escandalizada. Con algún fino utensilio, la dueña había dibujado en la crema el rostro de un felino con largos bigotes.
¡No quiero gatos en mi café, por favor!, protestó interiormente Nagore, mientras evitaba mirar a los siete animales que la escrutaban con sus ojos azules, amarillos, verdes o naranjas, entre otras tonalidades.
A punto de sufrir un ataque de pánico, la pregunta de Yumi sobre sus empleos anteriores le llegó cómo un eco lejano.
–Los últimos diez años viví en Londres –explicó con esfuerzo–. Allí abrí una galería de arte con mi pareja. Vendíamos pequeños cuadros de artistas locales, en el barrio de Whitechapel. Fue difícil al principio, pero los últimos años logramos que funcionara… –una lágrima traicionera se escapó de su ojo izquierdo, bajando delatora por su mejilla–. Bueno, mi pareja me dejó al final porque se enamoró de nuestra artista más joven. Por eso regresé.
–La vida está llena de accidentes –le dijo Yumi, mirándola fijamente con sus ojillos chispeantes y las manos sobre la mesa–. Pero es mucho mejor estrellarse que seguir en una senda que no llega a ninguna parte.
Nagore se entregó a una serie de respiraciones profundas, agradecida por las palabras de Yumi, que le siguió hablando en tono maternal.
–Lucía me ha contado que necesitas trabajo con urgencia, por eso nos hemos reunido. Yo también te necesito, así que seguro que nos vamos a entender. Por otra parte, lo que harás aquí no es muy distinto de tu negocio en Londres.
La candidata levantó las cejas, sin comprender.
–Cada gato es una obra de arte en sí mismo. Y tu misión, de hecho, será vender cada una de esas obras de arte.
–¿Vender?
Un gato con rostro de mapache y los colores de su café con leche levantó las orejas desde un puf cercano.
–Sí, más allá de ganar dinero para podernos mantener, la misión de un café de gatos es lograr que los clientes los adopten y se los lleven a casa. Entonces podremos acoger nuevos ejemplares de la organización protectora de animales.
–Tiene mucho sentido…
Antes de decir nada más, el gato saltó del puf y avanzó hacia Nagore, que se quedó paralizada.
Sin compasión, acto seguido el animal dio un brinco sobre su regazo, lo cual la hizo liberar un grito de terror. Aquello no pareció alterar lo más mínimo al polizón, que se ovilló sobre sus piernas entre ronroneos, ajeno a su sufrimiento.
–Te presento a Capuccino –dijo Yumi, divertida–. Es el bebé consentido de este lugar.
Nagore ya estaba hiperventilando cuando la japonesa levantó al gato blanco y crema y le habló como a un niño.
–¿Nos dejas charlar un poco? –luego lo puso en el suelo y miró a su candidata de reojo–. Quizás adores a los gatos, pero tienes ailurofobia, querida.
–Ailurofobia… ¿y eso qué es? –repitió sintiendo que le subía la fiebre.
–Fobia a los gatos.
Al saberse descubierta, Nagore dejó que las lágrimas fluyeran libremente para lamer su rostro sudado. La japonesa bajó la voz, en tono de confidencia:
–No te preocupes, no es nada malo. De hecho, para los chicos es mejor así.
–¿Qué quieres decir? –preguntó secándose las lágrimas con una pequeña servilleta.
–Mira lo que ha sucedido con Capuccino… Es un gato muy curioso y a la vez muy cobarde. Jamás habría saltado al regazo de alguien que no conoce, como ha hecho contigo.
–No entiendo…
–Quizás los gatos no comprendan las palabras, pero son muy buenos leyendo emociones. Capuccino ha captado a la perfección que estás muerta de miedo y que no te moverías si subía a tu regazo. Por eso lo ha hecho. Sabe que no le harás daño ni lo molestarás.
–¿Por qué iba a hacerle daño? –preguntó Nagore, cada vez más confundida, mientras el felino en cuestión seguía en el suelo, esperando una nueva oportunidad para asaltarla.
–Si hay algo que odian los gatos es que los manoseen, podrás verlo cuando abramos el lunes. Por eso, en un círculo de personas siempre eligen a aquella que no va a acariciarlos por miedo.
–Entonces… –balbuceó Nagore–, ¿significa eso que estoy contratada?
–Por supuesto –repuso alegre–. Esta tarde iremos a la oficina del administrador a firmar tu contrato.
4. Presentaciones informales
Cuando el nerviosismo de Nagore se calmó un poco, pudo ver que el espacio estaba diseñado con buen gusto. Entre las paredes de colores suaves había media docena de mesas bajas con sillas de colores y dos enormes árboles para gatos. Sus bandejas con arena estaban bajo las bancas, lejos de los recipientes con comida.
Yumi le explicó con precisión nipona todas las tareas que debería realizar cada tarde, antes de la llegada de los clientes, para la comodidad de los chicos.
–Aparte de limpiar sus areneros y ponerles comida dos veces por tarde, no necesitarán nada más de ti. Aunque estén aquí, son muy independientes, ¿sabes? Tu misión será, sobre todo, servir a los humanos: ya sabes, recibirlos, explicarles cómo deben comportarse con los gatos, preparar cafés con bigotes… también tenemos recuerdos a la venta en la vitrina al lado de la barra.
Nagore levantó la cabeza para ver la selección de gadgets: tazas con el emblema del local, dijes gatunos, portavasos con forma de pata y otras inutilidades, a su entender.
–Ya que vas a trabajar con ellos, ha llegado la hora de las presentaciones. Como a Capuccino ya lo conoces –dijo Yumi mientras el aludido recuperaba su posición en el puf–, quiero que conozcas a este señor de ahí arriba.
En lo alto del árbol artificial más apartado de la calle había una plataforma con dos ejemplares durmiendo: un gato enorme tenía acoplado en cuchara un ejemplar rojizo de menor tamaño.
Parecen alfombras en vez de gatos, pensó Nagore con disgusto.
–Ese gigante blanco es Chan, nuestro maestro zen. Es bastante mayor y verás que le falta un ojo. No sabemos cuál es su historia, pero todos los gatos se pelean por acostarse con él. Lo único es que se vuelve un poco loco con la luna llena... –agregó Yumi, pensativa.
–¿Qué quieres decir con que se vuelve loco? –preguntó Nagore mirando angustiada aquella gran masa de pelo.
–¡Oh, nada serio! Empieza a merodear maullando como si hubiera perdido algo –Nagore asintió, intranquila–. El más huidizo es el que duerme con el maestro: esa bola de pelo roja se llama Licor, que aún es un bebé. Todavía no tiene ni medio año. Le encanta escaparse y crear problemas. Cada vez que intentes tocarlo, saldrá a la carrera, pero tampoco puede ir muy lejos…
Me abstendré mucho de tocarlo, se dijo Nagore mientras notaba horrorizada