El libro negro del comunismo. Andrzej Paczkowski. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Andrzej Paczkowski
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241964
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a limitar la arbitrariedad de la que eran víctimas desde 1928 los spetzy: liberación inmediata de varios miles de ingenieros y de técnicos, «otorgando prioridad a la metalurgia y a la industria hullera», supresión de todas las discriminaciones que limitaran el acceso de sus hijos a la enseñanza superior, prohibición a la GPU de detener a un especialista sin el acuerdo previo del comisariado del pueblo del que dependía. El simple enunciado de estas medidas da testimonio de la amplitud de las discriminaciones y de la represión de la que habían sido víctimas, desde el proceso de Shajty, decenas de miles de ingenieros, de agrónomos, de técnicos y de administradores de todo tipo 6.

      Entre las otras categorías sociales proscritas por la «nueva sociedad socialista» figuraban fundamentalmente los miembros del clero. Los años 1929-1930 fueron testigos del desarrollo de la segunda gran ofensiva del Estado soviético contra la Iglesia, después de la de los años 1918-1922. A finales de los años veinte, a pesar de la contestación, por bastantes prelados, de la declaración de lealtad realizada por el metropolitano Sergio, sucesor del patriarca Tijón, en relación con el poder soviético, la importancia de la Iglesia ortodoxa en la sociedad seguía siendo considerable. De las 54.692 iglesias activas en 1914, 39.000 aproximadamente seguían estando abiertas al culto a inicios de 19297. Emelian Yaroslavski, presidente de la Liga de los sin-Dios fundada en 1925, reconocía que «habían roto» con la religión menos de 10 millones de personas de los 130 millones con que contaba el país.

      La ofensiva antirreligiosa de 1929-1930 se desarrolló en dos etapas. La primera, durante la primavera y el verano de 1929, estuvo marcada por el endurecimiento y la reactivación de la legislación antirreligiosa de los años 1918-1922. El 8 de abril de 1929 fue promulgado un importante decreto que acentuaba el control de las autoridades locales sobre la vida de las parroquias y añadía nuevas restricciones a la actividad de las sociedades religiosas. Además, toda actividad «que superara los límites de la sola satisfacción de las aspiraciones religiosas» caía bajo el peso de la ley y fundamentalmente del párrafo 10 del terrible artículo 58 del Código Penal que estipulaba que «cualquier utilización de los prejuicios religiosos de las masas (…) que pretenda debilitar el Estado» sería castigada con «una pena que fuera de un mínimo de tres años de detención hasta la pena de muerte». El 26 de agosto de 1929, el Gobierno instituyó la semana de trabajo continuo de cinco días —cinco días de trabajo, un día de descanso— que eliminaba el domingo como día de reposo común al conjunto de la población. Esta medida debía «facilitar la lucha para la erradicación de la religión»8.

      Estos decretos no eran más que el preludio de acciones más directas, segunda etapa de la ofensiva antirreligiosa. En octubre de 1929 se ordenó la encautación de las campanas: «el sonido de las campanas afrenta el derecho al descanso de las amplias masas ateas de las ciudades y los campos». Los ministros del culto fueron asimilados a los kulaks: aplastados a impuestos —la tasa de los popes se decuplicó entre 1928-1930—, privados de sus derechos civiles —lo que significaba fundamentalmente que eran además privados de sus cartillas de racionamiento y de toda asistencia médica— fueron a menudo arrestados, y después exiliados o deportados. Según datos incompletos, más de 13.000 ministros de culto fueron «deskulakizados» en 1930. En numerosos pueblos y aldeas, la colectivización comenzó simbólicamente, por la clausura de la iglesia y la deskulakización por el pope. Hecho significativo: cerca del 14 por 100 de las revueltas y levantamientos campesinos registrados en 1930 tuvieron como primera razón la clausura de las iglesias y la confiscación de las campanas9. La campaña antirreligiosa alcanzó su apogeo durante el invierno de 1929-1930. El 1 de marzo de 1930, 6.715 iglesias habían sido cerradas o destruidas. Ciertamente, después del famoso artículo de Stalin «El vértigo del éxito», del 2 de marzo de 1930, una resolución del Comité Central condenó cínicamente «las desviaciones inadmisibles en la lucha contra los prejuicios religiosos, en particular la clausura administrativa de las iglesias sin el consentimiento de los habitantes». Esta condena formal no tuvo, sin embargo, ninguna incidencia sobre la suerte de los ministros de culto deportados.

      En el curso de los años siguientes, las grandes ofensivas contra la Iglesia, cedieron lugar a un hostigamiento administrativo cotidiano de los ministros del culto y de las sociedades religiosas. Interpretando libremente los sesenta y ocho artículos del decreto del 8 de abril de 1929, sobrepasando sus prerrogativas en materia de clausura de iglesias, las autoridades locales continuaban la guerrilla por los motivos más variados: antigüedad o «estado insalubre» de los edificios, «falta de seguridad», falta de pago de los impuestos y otras innumerables contribuciones descargadas sobre los miembros de las sociedades religiosas. Privados de sus derechos cívicos, de su magisterio, de la posibilidad de ganarse la vida aceptando un trabajo asalariado, calificados de manera arbitraria como «elementos parásitos que viven de ingresos no salariales», muchos ministros de culto no tuvieron otra solución que la de convertirse en «popes errantes», llevando una vida clandestina en los márgenes de la sociedad. Así se desarrollaron, en oposición a la política de sumisión al poder soviético impulsada por el metropolitano Sergio, movimientos cismáticos, fundamentalmente en las provincias de Voronezh y de Tambov.

      Los fieles de Aleksei Bui, obispo de Voronezh, detenido en 1929 por su intransigencia en relación con cualquier compromiso entre la Iglesia y el régimen, se organizaron en una Iglesia autónoma, la «verdadera Iglesia ortodoxa», con su clero propio a menudo «errante», ordenado fuera de la Iglesia patriarcal sergueieviana. Los adeptos de esta «Iglesia del desierto», que no poseía edificios de culto propios, se reunían para orar en los lugares más diversos: domicilios privados, ermitas y grutas10. Estos «verdaderos cristianos ortodoxos», como se denominaban a sí mismos, fueron perseguidos de una manera muy especial. Varios miles de ellos fueron detenidos y deportados como colonos especiales o enviados a los campos de concentración. Por lo que se refiere a la Iglesia ortodoxa, el número de sus lugares de culto y de sus ministros conoció, gracias a la presión constante de las autoridades, una disminución muy clara, incluso aunque, como iba a dejar de manifiesto el censo anulado de 1937, el 70 por 100 de los adultos continuaban confesándose creyentes. El 1 de abril de 1936 no quedaban ya en la URSS más que 15.835 iglesias ortodoxas en activo (28 por 100 de la cifra de antes de la revolución), 4.830 mezquitas (32 por 100 de la cifra de antes de la revolución) y algunas decenas de iglesias católicas y protestantes. En cuanto al número de los ministros de culto debidamente registrados, solo era de 17.857, contra 112.629 en 1914 y todavía alrededor de 70.000 en 1928. El clero no era ya, por citar la fórmula oficial, más que un «despojo de las clases moribundas»11.

      Los kulaks, los spetzy y los miembros del clero no fueron las únicas víctimas de la «revolución anticapitalista» de inicios de los años treinta. En enero de 1930, las autoridades desencadenaron una vasta campaña de «expulsión de los empresarios privados». Esta operación se enfocaba de manera fundamental sobre los comerciantes, los artesanos y algunos miembros de las profesiones liberales, en total, cerca de un millón y medio de personas que, bajo la NEP, habían ejercido su ocupación en el sector privado de manera muy modesta. Estos empresarios privados, cuyo capital medio en el comercio no pasaba de los 1.000 rublos, y de los cuales el 98 por 100 no empleaba un solo asalariado, fueron rápidamente aplastados por la decuplicación de sus impuestos, la confiscación de sus bienes, y después como «elementos desclasados», «ociosos» o «elementos extraños», fueron privados de sus derechos cívicos de la misma manera que un conjunto heterogéneo de «los de arriba» y otros «miembros de las clases poseedoras y del aparato del Estado zarista». Un decreto del 12 de diciembre de 1930 censó más de treinta categorías de lishentsy, ciudadanos privados de sus derechos cívicos: «exterratenientes», «excomerciantes», «exnobles», «expolicías», «exfuncionarios zaristas», «exkulaks», «exarrendatarios o propietarios de empresas privadas», «exoficiales blancos», ministros de culto, monjes, monjas, «antiguos miembros de partidos políticos», etc. Las discriminaciones de las que fueron víctimas los lishentsy, que en 1932 representaban el 4 por 100 de los electores, es decir, aproximadamente siete millones de personas en unión de sus familias, no se limitaban ciertamente a la simple privación del derecho de voto. En 1929-1932 esta privación fue acompañada de la pérdida total del derecho a la vivienda, a los servicios sociales y a las cartillas de racionamiento. En 1933-1934 se tomaron medidas todavía más severas, que llegaban