La Fantasma. Nuri Abramowicz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nuri Abramowicz
Издательство: Bookwire
Серия: Avalancha
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874795717
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quedo mirándolo un instante. Pienso. Guido quizás supone que estoy debatiéndome sobre qué contestarle, pero lo que quiero terminar de descubrir es si estoy para fumarme otro o no. Como Guido me sigue mirando me inhibo y decido dejarlo para después.

      —¿Qué me decís?

      —Que no sé nada de astrología.

      Saco el celofán del cartón de cigarrillos y pongo la colilla ahí. Debo tener la mano apestosa de olor. Quiero irme a lavar ya.

      —En principio, si vas a aceptar el trabajo, no tenés por qué andar diciéndolo a los cuatro vientos, ¿no? Además, Aníbal quiere encarar todo este tema desde otro lugar, una mirada fresca puede venir muy bien.

      —No sé desde dónde podría ser… nunca me tiraron las cartas ni me hicieron el horóscopo. Lo que leo en las revistas me aburre y la gente que cree en esas cosas me deprime.

      Guido se ríe, yo también. Nos miramos. Hace tres temporadas que trabajamos juntos. Antes, apenas Francisco fue nombrado Papa, hicimos un programa: Santos y Beatos en América Latina, y antes de eso Crimen a la carta, en donde a partir de causas judiciales abandonadas en los juzgados reconstruíamos la historia previa a los asesinatos. Ahora estábamos con este magazine de actualidad que tenía los días contados: el veinte de diciembre, ya tenían la telenovela turca que lo remplazaría.

      —Sos perfecta para el laburo, Mumi.

      Es la primera vez que me dice Mumi y no Amanda, se nota que muere de ganas de que le diga que sí y sacarse un problema de encima. No estoy convencida, pero tengo como principio de vida nunca rechazar un trabajo.

      —Se te mantiene el sueldo que estás cobrando ahora.

      —Quiero cobrar lo mismo que le pagan a Facundo. Lo estoy pidiendo desde hace meses.

      —Lo puedo plantear a ver qué me dicen, sabés que no depende de mí.

      Guido miente. Sabe que yo sé que tiene el poder suficiente para pelear el sueldo de alguien de su equipo. El problema es que también tiene el poder para darse cuenta de que conmigo la tiene fácil. Va a apelar a los argumentos más básicos para que acepte pronto y el tema del dinero se diluya en el aire.

      —Más allá de la guita, te recuerdo que tener trabajo en verano es una gran cosa, vos sabés que el verano es la muerte.

      Acá está: lanzó la frase clave.

      Vinieron a mi memoria las últimas veces que Ramiro y yo nos tomamos vacaciones. Hace dos años tuvimos un año muy esforzado: trabajamos mucho y decidimos hacer unos arreglos en el departamento. Fue una temporada especialmente húmeda y lo que iba a estar listo a las dos semanas se complicó y terminó llevándonos cuatro meses. Estábamos tan cansados y fastidiados, tan al borde de la separación que, en diciembre, Ramiro me propuso ir a la playa. Tenía ahorros y, antes de irnos, cerré un par de trabajos que me aseguraban un verano con plata, que para mí es el equivalente a tranquilidad emocional. Conseguimos por internet una casita de vidrio y madera en medio de un bosque, en Atlántida. Ramiro no estaba muy convencido, decía que prefería un departamento en el centro, pero yo siempre había soñado con la experiencia de vivir en medio de la naturaleza. La influencia de la corriente de El Niño hizo que ése año lloviera sin parar. La casa se nos llenó de bichos y animales que entraban buscando refugio. Internet nunca funcionó y, para poder trabajar, tenía que irme caminando todas las mañanas bajo la lluvia —porque sacar el auto con la arena empapada era suicida— a uno de los dos bares del pueblo. Me quedaba hasta pasado el mediodía y cuando volvía, siempre bajo la lluvia torrencial, lo encontraba a Ramiro tratando de sacar los pajaritos que habían entrado. Después del cuarto día, directamente lo encontraba fumando porro, viendo por enésima vez los DVD de Friends que había en la casa y con dos o tres pajaritos revoloteando a su alrededor. Al octavo día nos dimos cuenta de que si no volvíamos a nuestro departamento en la ciudad, nos matábamos. Ya en la ruta de regreso, el cielo se abrió y el sol nos mostró su fuerza y esplendor, como si se cagara de risa de las vacaciones de mierda que habíamos tenido.

      Instalados de nuevo en la capital y en un intento para olvidar todas las frustraciones, Ramiro apareció un día con una perrita en brazos.

      —No es de raza, pero mirá qué simpática.

      La perrita se quedó con nosotros y cuidarla nos unió porque se transformó en nuestro objetivo en común. Bishú trajo un espejismo de prosperidad: mi trabajo fluía, cuando Ramiro llegaba a casa y ella iba a recibirlo, él automáticamente sonreía. A veces me convencía de salir los tres, y caminábamos por el barrio hasta algún bar con mesitas en la calle y tomábamos algo. Fueron días en los que recuperé algo de esa fe ciega que se necesita para creer en el amor. Entregados a un renovado optimismo, pero todavía recuperándonos de los golpes de las últimas vacaciones, empezamos a pensar en hacernos una escapada a algún lugar en el verano. Yo hacía un tiempo estaba dándole vueltas a la idea de dejar los anticonceptivos, aunque todavía no había mencionado el tema.

      —Sería lindo, —Ramiro estaba entusiasmado—: pensá en la cara de Bishú cuando conozca el mar…

      Mis suegros tienen una casita en la playa y Ramiro se las pidió prestada para los últimos diez días de febrero, una época en la que, en general, la costa empieza a vaciarse. Un mes antes de irnos empezamos a mirar el pronóstico del tiempo varias veces por día. Todo indicaba que pasaríamos unos días de sol con un poco de viento, algo bastante común en el mar del sur de Buenos Aires. A los dos nos costaba vencer el miedo de irnos otra vez a la playa. Barajamos las sierras de Córdoba, pero nos venía genial la casita porque podíamos llevar a Bishú sin problemas y nos ahorrábamos el hospedaje. “Vamos a llevarte al mar y te va a encantar”. Como si entendiera lo que Ramiro le decía, Bishú escuchaba la palabra “mar”, ladraba y movía la cola. La semana anterior a irnos hice las compras de provisiones, bajé películas y series para ver a la noche y lavé la ropa que nos llevaríamos. Puse mucha ilusión y esmero en el armado de la valija y cada prenda que guardaba venía acompañada de la fantasía sobre la pasión con la que nos desvestiríamos.

      En un bolso metí una asadera, una batidora y un especiero. Yo jamás cocinaba nada más elaborado que fideos o arroz, pero estaba en plena transformación: conseguiría armar deliciosas cenas que compartiríamos a la luz de las velas.

      —Es ridículo, Amanda, ese chaleco flotador. Eso es para bebés, no para perros.

      —Imaginate que justo la agarra una ola, ella que no sabe nadar. Si tiene el chaleco queda flotando y yo puedo meterme y sacarla.

      Por suerte Ramiro no insistió en demostrarme que estaba equivocada y no juzgó mi amor loco y paranoico hacia la perra.

      Salimos cuando todavía era de noche, para ver el amanecer en la ruta. Llené el termo de agua y cebaba mates mientras él manejaba. Bishú miraba por la ventana del asiento de atrás. Paramos en Atalaya, comimos medialunas y volvimos a cargar el termo. Estábamos eufóricos, nos reíamos acordándonos de la mala suerte que tuvimos en Atlántida. Cuarenta kilómetros antes de llegar, a Ramiro le entró un mensaje. Como él manejaba, se lo leí yo.

      —Es de tu mamá: “Estamos con papá, Romina, Antonio y la gordita. Los esperamos con un asado. ¡Besos!”

      Nos miramos estupefactos.

      —¿Tus viejos y tu hermana con la familia están ahí y no te avisaron antes?

      —Estoy tan sorprendido como vos.

      La gente que sufre un accidente, cuando lo cuenta, coincide en lo bestial que es el shock de pasar del estado de bienestar al otro. A nosotros el impacto nos dejó mudos el resto del viaje. Bishú estaba ahora sobre mi regazo y cuando bajé la ventana para dejar que entrara el aire y me ventilara un poco la mente, sacó la cabeza. Ella estaba feliz, yo quería tirarme a la autopista.

      Llegamos a media mañana con un sol que lastimaba. La familia de Ramiro nos recibió con sonrisas, abrazos y besos.

      —¡Qué suerte que vinieron! Ahora sí estamos todos.

      Mi suegra me dio un abrazo, mi suegro me