—Suelta el arma —exigió el inglés.
—Vete a la mierda —contestó el chico.
El inglés apretó aún más la bota. Esta vez el soldado soltó el arma. El inglés la recogió rápidamente y apuntó al soldado en cuestión de segundos.
—No soporto la mala educación —dijo el inglés, amartillando el rifle.
El chico empezó a sollozar, y se enroscó en posición fetal, suplicando por su vida. Me volví hacia el inglés y dije:
—No puedes...
Pero él me miró y me guiñó el ojo. A continuación miró al niño soldado y dijo:
—¿Has oído a mi amiga? No quiere que te mate.
El chico no dijo nada. Se enroscó aún más, llorando como el niño asustado que era.
—Deberías disculparte con ella, ¿no te parece? —dijo el inglés.
Vi cómo le temblaba el rifle en las manos.
—Lo siento, lo siento, lo siento —dijo el chico, atragantándose con los sollozos.
El inglés me miró.
—¿Aceptas sus disculpas? —me preguntó.
Asentí.
El británico me hizo un gesto de asentimiento y luego le preguntó al chico:
—¿Qué tal la mano?
—Me duele.
—Lo siento —dijo—. Si quieres puedes marcharte.
El chico se levantó, aún temblando. Tenía la cara llena de lágrimas y una gran mancha en la ingle. Nos miró con ojos aterrorizados, convencido todavía de que íbamos a dispararle. El inglés le puso una mano en el hombro para calmarlo.
—Tranquilo —dijo con tono sosegado—. No te va a pasar nada. Pero tienes que prometerme una cosa: no vas a decirle a nadie de tu compañía que nos has encontrado. ¿Entendido?
El soldado miró el rifle que seguía en manos del inglés y asintió varias veces.
—Estupendo. Una última pregunta. ¿Hay muchas patrullas del ejército río abajo?
—No. El agua destruyó nuestra base. Yo me separé de los demás.
—¿Y el pueblo cerca de aquí?
—No ha quedado nada.
—¿Ha desaparecido todo el mundo?
—Algunos llegaron a la colina.
—¿Dónde está la colina?
El soldado señaló un camino lleno de hierba entre los árboles.
—¿Cuánto se tardaría en llegar a pie? —preguntó el inglés.
—Media hora.
El inglés me miró y dijo:
—Ya sabes lo que nos queda.
—Me parece bien —dije, mirándolo a los ojos.
—Ahora vete —le dijo al soldado.
—El arma...
—Lo siento, pero me la quedo.
—Voy a meterme en un lío por haberla perdido.
—Diles que se la llevó el agua. Y recuerda que espero que mantengas tu promesa. No nos has visto. ¿Entendido?
El chico miró otra vez el arma y finalmente al inglés.
—Lo prometo.
—Buen chico. Anda, vete.
El joven soldado salió de la arboleda en dirección al helicóptero. Cuando lo perdimos de vista, el inglés cerró los ojos, respiró hondo y dijo:
—Qué puta mierda.
—Eso decimos todos.
Abrió los ojos y me miró.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, pero me siento como una idiota.
Él sonrió.
—Te portaste como una idiota, pero son cosas que pasan. Sobre todo cuando topas con un niño con un rifle. Por cierto...
Con un gesto del pulgar me indicó que debíamos continuar. Y eso fue exactamente lo que hicimos, abriéndonos camino entre la espesura del bosque, hasta que encontramos el sendero y continuamos bordeando los campos inundados. Caminamos sin parar durante quince minutos, en silencio. El inglés guiaba. Yo le seguía unos pasos detrás. Observé a mi compañero mientras nos adentrábamos más y más en aquel terreno inundado. Estaba muy concentrado en su misión de alejarnos lo más posible de los soldados. También estaba muy pendiente de cualquier sonido sospechoso proveniente del campo abierto. Dos veces se detuvo y se volvió hacia mí con un dedo en los labios cuando creyó haber oído algo. No volvimos a ponernos en marcha hasta que estuvo seguro de que no nos seguía nadie. Me intrigaba la forma en que sostenía el arma del soldado. En lugar de llevarla colgada del hombro, la sujetaba con la mano derecha, con el cañón apuntando al suelo, y bastante apartada del cuerpo. Supe que nunca habría disparado contra el soldado, porque era evidente que se sentía muy incómodo con un rifle en la mano.
Al cabo de unos quince minutos, señaló un par de rocas grandes situadas cerca del río. Nos sentamos, pero no dijimos nada durante un rato y seguimos evaluando el silencio, intentando discernir si se acercaban pasos a lo lejos. Finalmente dijo:
—A mi modo de ver, si ese chico nos hubiera delatado, sus compañeros ya estarían aquí.
—Sin duda le hiciste creer que ibas a matarlo.
—Tenía que creérselo. Porque él te habría disparado sin ninguna compasión.
—Lo sé. Gracias.
—Está incluido en el precio. —Me alargó la mano y dijo—: Tony Hobbs. ¿Para quién escribes?
—Para el Boston Post.
Una sonrisa divertida le cruzó los labios.
—¿En serio?
—Sí —dije—. En serio. Tenemos corresponsales en el extranjero, por si no lo sabías.
—«¿En serio?» —repitió, imitando mi acento—. Entonces tu eres una «corresponsal en el extranjero».
—«En serio» —dije, intentando imitar su acento.
Se echó a reír, lo cual le honraba, y dijo:
—Me lo merecía.
—Sí. Te lo merecías.
—¿Y dónde tienes la «corresponsalía»? —preguntó.
—En El Cairo. Y ahora déjame adivinar a mí. ¿Tú escribes para el Sun?
—De hecho para el Chronicle.
Intenté no parecer impresionada.
—¿Para el Chronicle, «en serio, en serio»? —dije.
—Me merezco mi propia medicina.
—Es lo que pasa cuando eres corresponsal de un periódico pequeño. Tienes que defenderte de los colegas arrogantes.
—Vaya, ¿ya has decidido que soy arrogante?
—Eso