La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Díaz Eterovic
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789560013248
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la esperanza de encontrar una pista.

      —Cerca de aquí hay tres cafés con piernas. Las chicas que atienden en esos lugares pueden haber escuchado a sus clientes decir algo sobre el crimen del abogado.

      —No es mala idea —dije sin entusiasmo, al tiempo que pensaba que un asesino no confesaría su crimen a la primera mujer de piernas bonitas que viera en el camino.

      Me despedí del hombre y volví a la calle. Durante las dos horas siguientes entré a los tres cafés indicados por el vendedor; una ferretería, dos restaurantes de medio pelo y seis tiendas de repuestos de autos. Nadie supo aportarme algo que sirviera.

      Volvía al restaurante que estaba frente a la oficina de Razetti, cuando me llamó la atención un hombre acostado junto a un árbol, a dos o tres metros de la puerta que conducía al despacho de mi amigo. Era un vagabundo de los que abundan en el sector, y que ocupaba sus horas en conseguir unas monedas para comprar una caja de vino o pagar el acceso a una hospedería pulgosa. Me acerqué a su lado y lo observé un instante antes de dirigirle la palabra. Tras la barba sucia y la colección de harapos que portaba tenía una edad indefinida. Parecía dormido y a un lado de su cabeza había una botella de agua y un plato con una ración de arroz pegoteado y frío. Le dije unas palabras y no obtuve respuesta. Toqué suavemente uno de sus hombros. Abrió los ojos y enseguida volvió a cerrarlos.

      —Mejor déjelo tranquilo —dijo una mujer joven y delgada, que vestía una cotona gris—. Hace dos semanas que está junto a ese árbol. Nadie sabe su nombre. Llamamos a la posta y a los carabineros, y no han venido a recogerlo. Los vecinos le traen comida y él ni la toca. Es duro decirlo, pero mejor sería que se lo llevara el caballero de arriba.

      —Tal vez pueda ocupar un poco de mi tiempo e insistir con la policía —dije.

      —¿Y por qué le interesa ese hombre?— preguntó la mujer—. ¿Por qué desea hablar con él?

      —Supongo que usted está al tanto del asesinato del abogado

      —dije, indicando hacia las ventanas de la oficina de Razetti.

      —Oí algo. ¿Y eso qué relación tiene con el pobrecito?

      —Pudo haber visto algo el día que mataron al abogado.

      —¿Qué iba a ver? Ni siquiera sabe dónde está botado —dijo, y luego de una pausa en la que pareció pensar en sus próximas palabras, agregó—: Vi el barullo que se armó ese día. Trabajo de empleada en la casa vecina y por las mañanas barro la vereda. Solía verlo llegar o salir de su oficina. Un hombre amable; nunca dejaba de sonreír y dar los buenos días.

      —¿Y cómo supo que lo mataron?

      —Yo estaba en la vereda cuando vino la ambulancia y escuché a los camilleros.

      —¿Qué decían?

      —Que alguien había despachado al finado.

      —Quizás vio a la gente que entró a la oficina del abogado el día de su muerte.

      —No crea que paso todo el tiempo en la calle —dijo la mujer al tiempo que se agachaba a humedecer los labios del vagabundo con el agua de la botella.

      —Pero habrá visto a alguien.

      —Al único que recuerdo es a un tipo grande y calvo —dijo la mujer, ensombreciendo el tono de su voz.

      —No parece tener buen recuerdo del calvo.

      —Por cierto que no. Salió del edificio, desparramó unas hojas acumuladas en la vereda, y le dio un puntapié a este —agregó, indicando al vagabundo—. ¡Basura! Le gritó que era un montón de basura que había que sacar de la calle. Después subió a un jeep negro y se largó.

      —¿Dijo nuestro amigo algo que molestara al calvo?

      —Le pidió unas monedas, como a toda la gente que pasa por aquí.

      —¿Recuerda cómo iba vestido el calvo?.

      —De negro, igual que esos muchachos que andan con sus brazos llenos de tatuajes.

      —¿Lo había visto por el barrio en otras ocasiones?

      —No. ¿Y por qué hace tantas preguntas?

      —Soy detective y pesquiso la muerte del abogado.

      —¿Tira?

      —Soy detective privado y el señor Razetti era mi amigo.

      —Desgraciadamente, no es mucho más lo que puedo hacer por usted.

      —Dicen que un muerto nunca se va sin compañía —dije, observando de reojo al vagabundo que había comenzado a respirar con dificultad.

      —Usted dijo que podía llamar a la policía —recordó la mujer.

      —Si me dice dónde puedo encontrar un teléfono. No uso celular.

      —Primera vez que tropiezo con alguien que no usa celular —dijo ella y enseguida me pasó el teléfono que sacó de su cotona.

      —Marque usted el número que le indicaré —dije, devolviéndole el artefacto.

      Ella volvió a mirarme con extrañeza y luego marcó el número que le dicté.

      Tomé le celular y escuché la voz de Ruperto Chacón. Le expliqué la situación del vagabundo y prometió conseguir una ambulancia.

      —Hasta para caerse muerto en la calle se necesitan influencias —dije a la mujer, devolviéndole el celular.

      Durante una hora ella y yo hablamos acerca de su vida. Trabajaba en la casa de una pareja de empleados bancarios y tenía dos hijas pequeñas a las que llevaba a un jardín infantil de la población donde vivía. Se llamaba Florencia, y había nacido en un pueblo del sur. De su marido no habló ni yo le pregunté.

      Cuando escuché la sirena que se acercaba, me despedí y caminé hasta la esquina más próxima. Al rato, mientras terminaba de fumar un cigarrillo, vi cómo subían al vagabundo a la ambulancia. Llevaba una mascarilla de oxígeno sobre el rostro, lo que no era garantía de que llegara respirando al hospital.

      Un hombre calvo y violento, del que no me constaba que visitara a Razetti. Sabía que el segundo piso del pequeño edificio estaba ocupado por la oficina de mi amigo y una bodega utilizada por uno de los comerciantes del barrio.

      El bus me dejó a pocas cuadras de mi departamento. Caminé sin prisa en dirección al quiosco de mi amigo Anselmo que, delgado y avejentado, seguía manteniendo el entusiasmo que requería para abrir su pequeño negocio. No ganaba mucho dinero con sus ventas, pero tenía amigos que pasaban a conversar con él y en ocasiones era reconocido por algún viejo hípico que sabía de sus hazañas como jinete en el Hipódromo Chile.

      Anselmo revisaba el contenido de una caja de galletas. Me saludó sin dejar de contar su mercadería y luego, cuando concluyó su tarea, me dijo que un desconocido esperaba junto a la puerta de mi departamento.

      —¿Debo tomar alguna precaución? —pregunté a Anselmo.

      —Vaya tranquilo, Heredia —sentenció Anselmo—. No tiene aspecto de cura, sicario o promotor de préstamos bancarios.

      —¿Desde cuando tienes pensamientos tan profundos?

      —Desde que mi amiga Micaela me invita a las reuniones de un grupo ambientalista que se reúne cerca de la plaza Ñuñoa. Unos exjóvenes revolucionarios que le dan tupido y parejo al whisky con hielo.

      —Ya no puedes negar que eres un viejo verde.

      —Si lo dice por mis preocupaciones ambientalistas, lo acepto. Pero si lo dice por mi amiga, debo aclararle que está muy equivocado. Micaela tiene sus años, pero aún se mueve en la cama con bastante imaginación y entusiasmo.

      —Me alegra que recuperes tus antiguas ganas de pasarlo bien.

      —Hay que entretenerse antes que aparezca la cabrona muerte y nos vuele la cabeza de un guadañazo.