La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Díaz Eterovic
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789560013248
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después de limpiarse la frente con un pañuelo de papel y de estrechar mi mano—. En nuestra radio podemos dar buenos consejos y el mejor de los servicios.

      —Gracias, pero estoy aquí por otros motivos.

      —¿Usted es la persona que estuvo reunida con Benavides? —preguntó, sobresaltado, como recordando de pronto una información importante—. Me llamó hace un rato para avisarme que venía a la radio. Hizo bien en contactar a Benavides. Es un buen abogado y seguramente le será de mucha utilidad.

      —Sí, estuve con el abogado, pero...

      —Antes de que me llamara Benavides, un colega de la radio me comentó que usted piensa instalar una tienda de electrodomésticos —dijo Zamora—. Si quiere publicitar su emprendimiento, está en el lugar indicado. Radio Primavera es la única emisora del pueblo y tiene una gran audiencia en el pueblo y sus alrededores.

      —No sé qué le dijo Benavides, pero no pretendo instalar ninguna tienda. Quiero conversar sobre sus comentarios de apoyo a las personas que se oponen a la presencia de la minera en el pueblo.

      —Ese asunto es parte del pasado y no me interesa recordarlo.

      —Comentarios que emitió a diario hasta que empezó a recibir amenazas —dije y el locutor desvió su mirada hacia un rincón de la habitación—. Necesito que me cuente lo que fue esa experiencia.

      —Usted parece estar suficientemente informado de esos hechos. ¿Qué pretende?

      —Me llamo Heredia, soy detective privado y pretendo descubrir al que mató a Razetti. El abogado que usted conoció cuando él estuvo en el pueblo —dije y advertí que la noticia no le provocaba sorpresa.

      —Sé lo que sucedió con él. Lo leí en el resumen de noticias que nos manda la agencia de prensa con la que estamos asociados. Lo conocí y no parecía mala persona. No obstante eso, debo confesar que no incluí su muerte en el noticiero de la radio. Ya tuve bastantes líos con el asunto de los comentarios.

      —¿Alguien lo amenazó para que no siguiera hablando de las faenas mineras?

      —Digamos que no estoy acostumbrado a que en mitad de la noche me pongan una pistola en la espalda.

      —¿Reconoció al de la pistola?

      —Nunca me dio la cara.

      —Y aparte de la pistola, lo amenazó alguien después. ¿Quién lo hizo?

      —Hay ciertos hechos que es preferible olvidar. Tengo familia que mantener y necesito conservar mi trabajo.

      —Comprendo. ¿Quién lo amenazó? —insistí.

      —Da lo mismo. Si quiere un consejo, váyase mañana mismo del pueblo.

      —Quiero oír su versión de los hechos.

      —Es simple y breve. Durante dos semanas hice comentarios en contra de la minera. El director y único periodista de la radio me apoyó hasta que supo que la estación había sido vendida a Jacinto Avendaño, un empresario al que nadie conocía en el pueblo. Me ordenó acabar con los comentarios, pero seguí un par de días, hasta que recibí las primeras amenazas.

      —¿Y qué pasó con el nuevo dueño?

      —Tiempo después supe que era un palo blanco de Memphis. Llegó con una buena oferta y el antiguo dueño, que ya estaba viejo y sin ganas de seguir batallando por la sobrevivencia de su radio, aceptó el cheque que le ofrecieron.

      —Y el nuevo dueño cambió la línea editorial de la radio.

      —Despidió al director y contrató como supervisor a un periodista joven que a duras penas logra hilar tres frases seguidas. Luego reunió al personal de la radio y en pocas palabras nos dijo que la emisora se dedicaría a transmitir música, a informar sobre algunas actividades locales y que se acababan las alusiones a cualquier tema que pudiera ser conflictivo. Más claro no podía ser.

      —Pero usted conservó su trabajo.

      —Por estos lados no hay muchas voces que sirvan para la locución radial.

      —Y además, usted se habrá comprometido a mantener silencio.

      —¿Qué insinúa?

      —El silencio siempre tiene un precio o un costo. ¿Por qué no quiere revelar el nombre de la persona que lo amenazó?

      —Hay que preocuparse del futuro.

      —¿Por qué hizo los comentarios?

      —A veces uno olvida el terreno que pisa, pero no volveré a cometer el mismo error. Ahora leo las noticias que me pasan los periodistas, hablo del tiempo y del horóscopo, comento resultados deportivos, cumplo mi horario y regreso a casa sin temor a encontrarme otra vez con una pistola en el camino.

      —La vida feliz de Gastón Zamora.

      —Si usted quiere luchar contra molinos de vientos es cosa suya. No me mezcle en sus entuertos.

      —Contaba con su ayuda, pero veo que me equivoqué.

      —Usted se marchará y otros pagarán los platos rotos. A la minera nadie la va a derrotar. Ni usted ni los vecinos organizados.

      —Pretendo estar unos días más en el pueblo. Si de pronto recuerda el nombre del fulano que lo amenazó, no dude en decírmelo. Podría ser de gran ayuda.

      —No sea majadero.

      —Piénselo y no me decepcione, Zamora. Y sobre todo, no se decepcione a sí mismo.

       9

      La conversación con Zamora terminó por agotarme. Y no era un cansancio físico, sino que cierta forma de hastío por el comportamiento de las personas como él. El mediocre apego a una existencia ratonil es tan nefasto como el arribismo o el lambisqueo a los poderosos de turno. Caminé hacia la pensión con la intención de darme una ducha y luego, si aún me quedaba ánimo, beber una copa de vino que me adormeciera el malestar. Pero, para mi sorpresa, al llegar a la pensión me estaba esperando su dueña en el salón que unía el pasillo central con los dormitorios. Fumaba un cigarrillo y escuchaba una música que no logré identificar.

      —Me ha colocado en una situación complicada —dijo, esforzándose en sonreír—. Tendrá que hacer algo y terminar con los rumores.

      —¿Se refiere a que andan diciendo que soy su futuro esposo?

      —Su promesa al fin cumplida, sus tierras en no sé qué selva, sus serpientes de quince metros. La gente del pueblo cree cualquier cosa que la saque de la monotonía. En la última hora he recibido seis llamadas de amigas interesadas en saber si es verdad lo que se dice.

      —Si me preocupara por lo que dicen de mí, no tendría tiempo para hacer nada más.

      —Usted no sabe lo que es vivir en este lugar.

      —¿Y qué quiere que haga? —pregunté—. Puedo casarme con usted o bien ponerme en la plaza a gritar que no soy su novio.

      —Acabo de perder a una persona que estimaba y no tengo ánimo para aceptar que se festine con mis sentimientos.

      —¿Quiere hablar de eso?

      —Desde luego que no. No ventilo mi corazón frente a extraños.

      —Disculpe, reconozco que me excedí en lo que dije, pero fue el mozo del bar el que inició la historia del novio.

      —Modere su imaginación.

      —Cuente con ello, y si hay algo más que pueda hacer, me lo dice.

      —Basta con su silencio —dijo, y luego de hacer un gesto para dar a entender que el tema no merecía más comentarios, agregó—. Y si le apetece, puede compartir conmigo la copa de vino que suelo beber por la tarde.

      —Es la mejor oferta que me han hecho desde que llegué al pueblo —dije.

      Ella