Lugar: República mexicana.
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un abogado y su mamá
Todos los lunes, Miguel Prado despertaba con ánimo optimista y voluntad de trabajar. En su libreta negra de cantos rojos las anotaciones correspondientes a esos días eran profusas y breves:
“1º Entrevistarse con el señor A. –2º Dictar los escritos de los asuntos F y N. –Copiar los acuerdos del día en Tribunales. –4º Ir a la Corte por el asunto V.-5° Ir a la Peni y visitar a los reos P. y G. —6º Volver al despacho y…”
Y así sucesivamente. El joven abogado jamás quería convencerse de que los asuntos listados para el lunes ocupaban en la práctica uno o dos días más; se obstinaba en acumularlos de una vez, y el resultado era que, a la mitad del primer día de la semana, se encontraba invariablemente de mal humor.
Había abandonado la costumbre de comer en el centro porque sabía ya que lo que pudiera ahorrar en tiempo, lo desperdiciaba en dinero y en salud. Por ello, aquel lunes de septiembre, a las 14 horas, abordó apresuradamente un camión Santa María Mixcalco. Habituado por toda su existencia al bullicio y tránsito de la metrópoli, no lograban distraerlo de sus pensamientos ni los gritos de los camioneros, ni las estridencias de los cláxons, ni ese rumor complejo, formado por voces y chirridos, que caracteriza a la ciudad abigarrada.
Pensaba en su trabajo, en las mil cosas pendientes que le urgía llevar a cabo y también, en su casa y en su madre. Pocas veces Miguel pensaba en sí mismo. El estudio primero y luego el trabajo formaron siempre dúo inseparable con el cariño a la madre austera y abnegada. Ambicioso y altivo, dejaba para después, para cuando tuviera el dinero suficiente, el propósito de vivir su vida. Hasta ahora, sus diversiones habían sido las de cualquier joven de la clase media mexicana; y sus amores, intrascendentes.
“El camino se va haciendo largo”, pensaba Miguel. No el camino hacia el modesto hogar; éste, una vez que descendió, se encontraba a la vista; sino el camino hacia la realización de sus ambiciones. “En nuestro país, un joven abogado, que no es político ni líder, difícilmente se convierte en un hombre rico.”
Con un suspiro que a la vez significaba fastidio y resignación, arrojó al suelo el Delicado no fumado del todo, buscó su llave y abrió una de las cuatro puertecillas idénticas de aquella casa de departamentos de la colonia Santa María.
Una escalera angosta, peligrosa, almacenaba el tufo de la comida; a la derecha, un comedor minúsculo se ofrecía ya listo para el yantar cotidiano. Nunca se resignó a contemplar, en aquella reducida estancia que hacía las veces de sala y comedor, cómo se amontonaban los viejos muebles que supieron de tiempos mejores: el ajuar Luis XV, la alfombra inmensa y raída que se doblaba sobre sí misma al topar con la pared, y las pesadas cortinas que habían sido bastilladas; ni el mueble más extraño, inútil y estorboso que era precisamente el más querido de su madre: una jardinera de nogal con enorme espejo biselado. Doña María López del Campo prefería entre todas sus pertenencias aquella jardinera que en los primeros meses de su matrimonio vio siempre colmada de alcatraces o gladiolos. Para ella era un símbolo de felicidad; amaba sus muebles casi tanto como se aferraba a sus convicciones, y si había tenido que desprenderse de parte de su mobiliario para atender a necesidades apremiantes aseguraba que, por el contrario, jamás se amoldaría a las escandalosas costumbres modernas.
Miguel saludó a su madre, fue a lavarse las manos y comió a solas, como acostumbraba, ya que doña María era a la vez que el alma, la sirviente de la casa.
Al terminar, pensando de nuevo febrilmente en su trabajo se disponía a salir, cuando su madre le dijo a gritos desde la cocina:
—Espera, Miguel, no te vayas.
—¿Qué pasa, mamá? —inquirió el joven abogado—. ¿Quieres dinero? Dime pronto, porque tengo mucho que hacer.
—No, hijo, espérate —contestó la señora.
Entró en la salita y tomó asiento. Sin dar tiempo a que su hijo la interrogara de nuevo, le tendió una carta y le dijo:
—Ten, lee esto.
Miguel se sentó a su vez y dio vueltas entre sus manos a un sobre alargado color violeta que exhalaba penetrante perfume.
—¿Es de ella? —preguntó.
—Léela —contestó ceñuda doña María.
El sobre, afeado por las vulgares estampillas, mostraba en una esquina un monograma con las iniciales G. Ll. P., e iba dirigido a: Sra. María López del Campo e hijo.
Miguel comprendió inmediatamente por qué su madre adoptaba esa expresión de santa y justa ira. Ella, pese al divorcio que en vida obtuvo su marido, jamás dejó de considerarse como la esposa legítima primero, y luego como la viuda de Alfredo Prado. Miguel había eludido siempre comentar ese punto; una vez más pasó en silencio la afrenta, y se apresuró a leer la carta.
Era una invitación inesperada, cínica y cortés a un tiempo. Decía así:
Distinguida señora:
Seguramente le causará a Ud. extrañeza recibir letras mías, la que subirá de punto cuando conozca el objeto de las mismas.
Me permito invitarla a usted, en compañía de su hijo, a pasar unos días en mi quinta de Coyoacán. Se trata de reunir a viejos conocidos; y aunque supongo que usted se inclinará a rehusar, espero del buen sentido de Miguel que aceptarán.
Es tiempo ya de olvidar rencores y de hacer las paces, ¿no creen ustedes? Ello quizá sería en bien de Miguel.
Los espero, entonces, el viernes próximo a las diecinueve horas en esta su casa.
Atentamente,
Georgina Llorente, viuda de Prado
Miguel Prado no tuvo tiempo de analizar la impresión que le causó la lectura de la carta porque su madre, con voz temblorosa, estalló:
—¿Qué te parece? La muy...
Doña María era una señora decente y católica; se limitaba a sugerir los epítetos que sus labios nunca se hubieran atrevido a pronunciar.
—Realmente —contestó Miguel—, es el colmo de la desfachatez invitarnos a su casa.
—¡A su casa! —clamó la señora—. ¿Cómo, su casa? Todo lo que tenga esa... es nuestro, por ser de tu padre, mi marido. Si ella lo tiene es porque lo ha robado, porque en este mundo no hay justicia, ni hay leyes que protejan la inocencia. Pero al cabo hay un Dios en los cielos...
—Sí, mamacita —atajó Miguel entre impaciente y tímido.
Sabía de memoria lo que su madre tenía qué decir. No solía contradecirle, aunque no estuviera de acuerdo con sus invectivas; pero en aquellos momentos una idea sugestiva se esbozaba en su mente, y consideró necesario transmitírsela a su madre. Continuó:
—Pero, ¿si esto quisiera decir que se arrepiente y que quiere darnos algo de...
—¿Darnos? ¿Darnos algo, así, como limosna?
—No, mamá. Tú y yo sabemos que no sería una limosna, que tenemos derecho a ello; derecho moral, por lo menos, ya que no legal...
—¡Ah! ¿Conque no tenemos derecho?
—Mira, mamacita, esto es un asunto complicado. Desgraciadamente las leyes no siempre favorecen a quienes más necesitarían de ellas...
—¡Claro! Como que las leyes son obra de los hombres y nada más sirven para proteger a sinvergüenzas. La ley de Dios es muy distinta.
—Bueno, mamá; pero tienes que reconocer que, buenas o malas, de las leyes humanas vivimos tú y yo. Si no hubiera leyes, no habría abogados; y si no hubiera abogados, ¿cómo me ganaría yo la vida?
—Podrías ganártela de otro modo.