Rafael Poch, en su libro La quinta Alemania,2 refiere una conversación con Christa Wolf quien, desde la tradición de Anna Seghers, atribuía «acentos diferentes» a la literatura germano-oriental respecto a su hermana del Oeste. «No quiero renunciar a eso, ni que esa tradición sucumba a cambio de una gran ampliación del mercado», decía. No conozco cómo se desarrolló exactamente la conversación con Wolf pero en cuanto a su expresión «acentos diferentes» me interesa en la medida en que designe la posibilidad de articular, mediante la literatura, experiencias e ideas y, en esa medida, formas diferentes, pues la forma, desde mi concepción, no puede separarse de la materia narrada. Si lo que allí se pensaba, se esperaba, se vivía era diferente, la literatura disponía de estructuras sensibles e inteligibles diferentes con las que trabajar. No querer que esas estructuras se pierdan significa, sin duda, asumir un punto de vista sobre lo justo y lo injusto, sobre lo útil y lo perjudicial con respecto a la situación de las personas en el mundo. Carece de sentido lamentar que se pierdan los actos de organizaciones sociales que legalizan, pongamos, la esclavitud. Preferimos que se pierdan cantos y poemas en lugar de que la esclavitud perdure. Por el contrario, el esfuerzo por construir unas relaciones políticas donde el trabajo está al servicio del aumento constante de la riqueza social y no del beneficio privado, donde se persiga el objetivo de la protección social de todas las personas, sin que el paro, el fracaso escolar o la escasa pensión de jubilación creen zonas negras y sin salida, avanzando hacia una sociedad más igualitaria —que no homogeneizadora— con respecto a los esfuerzos y las recompensas, son objetivos que difícilmente se pueden criticar. Narrar el intento, con sus errores y contradicciones, y los cambios de mentalidad logrados es algo que haría avanzar la inteligencia humana, sobre todo si se dispusiera de un tiempo equivalente al que se ha tenido para narrar la competencia, la indiferencia y la ley de la selva en nuestras sociedades capitalistas.
Desde este punto de vista, la novela de Katja Oskamp alcanza un valor único. Pues lo que pone en pie es la capacidad de la narradora para actuar sobre la realidad con criterios de alguna manera elaborados en una sociedad institucionalmente, pero no siempre materialmente, desaparecida. A su vez, su modo de actuar recae, y hace nacer historias, en muchas vidas que compartieron un pasado en ese mundo desaparecido y que no se refieren a él ni con nostalgia ni con rabia sino que dan cuenta de sus vidas hoy, y sus vidas son también lo que han sido. No se trata solo de que la narradora esté en el salón de pedicura y oiga cosas y luego decida enhebrarlas en una narración: lo que Oskamp pone en pie en su libro es un acto de escucha. En una conversación3 con Irmtraud Gutschke, crítica literaria del diario de izquierdas Neues Deutschland, Oskamp menciona lo que dio en llamarse el camino, o la manera Bitterfeld, un movimiento artístico institucional llamado así por la ciudad en que se celebraron los congresos (1959 y 1964) que establecieron las directrices para una cultura socialista cuyo objetivo era llevar a cabo una renovación cultural que daría acceso a los trabajadores a la alta cultura,4 ya enviando a novelistas y artistas plásticos a las grandes empresas para que conocieran los problemas diarios y los trataran en sus obras, como animando a las obreras y obreros a realizar obras artísticas basadas en sus experiencias.
Dedicaré unas líneas a describir esta iniciativa de la RDA que estuvo vigente entre los años 1959 y 1971, esto es, poco más de una década. Pero necesito hacer aquí un inciso. He escrito esas líneas, las he tachado y las he vuelto a escribir porque no conseguía evitar un cierto tono de disculpa. Disculparse, ¿por qué? ¿Porque existiera un movimiento que quiso ampliar los temas y las experiencias recogidas en eso tan sublime, intenso y sentimental que ha dado en llamarse literatura? ¿Por querer difundir entre quienes desempeñan los trabajos más duros y a menudo repetitivos habilidades útiles para expresarse mediante, pongamos, la construcción de ficciones? ¿Por poner en marcha para ello círculos de escritura y lectura, esos que tanto se fomentan sesenta años después en nuestro país para quienes se lo pueden pagar y alguna vez también desde las bibliotecas y otras instituciones públicas? ¿Por atreverse a formular de modo explícito que los límites de la novela se pueden romper y construir nuevos horizontes de expectativas, los cuales, puesto que la forma y la materia están unidas, pasarán entonces por narrar en formas nuevas los materiales nuevos? ¿Acaso no fue uno de los grandes saltos cualitativos en la historia de la literatura el valor de introducir personajes que no fueran aristócratas, guerreros, o hijas de reyes, acaso no fue alabada la creación de Lázaro de Tormes y la de Sancho Panza? ¿Por qué entonces se rompe el hechizo si se trata de una trabajadora o de un trabajador manual? Pero incluso sabiendo que la respuesta a esta pregunta se escamotea casi siempre, aún permanecía la necesidad de disculparse.
Perdón entonces, supongo, por fracasar, porque en el plazo de diez años no apareciera lo que cabría entender por una obra genial cuando apenas aparece una cada siglo, y no en todos los países. Me pregunto, sin embargo, si somos siquiera capaces de leer las obras que entonces se escribieron sin que el prejuicio intervenga en nuestra estimación, si somos capaces de lograr compararlas justamente con todas esas supuestas obras maestras que los suplementos literarios celebran cada mes y que al punto se disuelven en la nada, si somos capaces de reconocer su valor. Perdón entonces, quizá, por manchar las manos de los delicadísimos poetas, o por interrumpir al sesudo columnista semanal y pedirle que, en lugar de una novela inspirada en una mezcla de novelas y seriales televisivos y de sus propias novelas anteriores y de su propia vida de escritor, se asome apenas unos meses al lugar donde pasan la jornada quienes hacen su mundo, sus objetos, sus alimentos, el grifo que abre, la puerta que cierra.
O, tal vez, perdón por una literatura que se tomó en serio aseveraciones tales como: «Los grandes conflictos en la literatura y el arte no pueden ser meramente privados; se basan en contradicciones sociales reales».5 Perdón, esta vez sin ironía, por habérselo tomado tan en serio que algunas de las obras resultantes generaron recelo y algunas fueron prohibidas (así ocurrió con la novela, aún por traducir al español, Rummelplatz, de Werner Bräunig, y que el autor se negó a modificar tal como exigían las autoridades), de otras se pospuso durante años su publicación, y hubo represión. Sé que no se puede equiparar con lo que sucede hoy en nuestro país tras la ley mordaza, ni con lo que de otro modo ha venido sucediendo antes en otros ámbitos, ni con lo que no llega ni a concebirse: no se puede comparar porque, a diferencia de la nuestra, aquella era una sociedad que declaraba estar al servicio de la clase trabajadora y la exigencia ha de ser mayor.
Perdón, quizá, porque la situación económica en la RDA en esos años no era fácil, porque muchos profesionales, ingenieros, médicos, agricultores, abandonaron el país,6 y porque las escritoras y escritores que se fueron a trabajar en las fábricas sentían cansancio e impotencia y escribían en sus diarios cosas como esta de Brigitte Reimann: «El combinado (conglomerados de empresas populares del mismo sector productivo que colaboraban entre sí) empieza ya a exprimirnos intelectualmente por los ridículos ciento sesenta marcos (que dan más o menos para viajes). Leemos manuscritos, hablamos con obreros escritores, discusiones eternas; ahora nos toca revisar el estilo de un folleto. Maldita sea, no estoy aquí para eso, eso es trabajo de redacción»,7 aunque también como esta, de la misma autora: «El miércoles, primer día en la producción. Puliendo válvulas, y ni siquiera mal. Hice bastante. (Al día siguiente un poco de agujetas) La brigada muy amable conmigo, continuamente buscan una excusa para acercarse a mi torno y charlar un rato. […] Me sentí tremendamente fuerte con el mono puesto y con las manos sucias».8
Perdón, en fin, por la ingenuidad del propósito, perdón por lemas que dicen que el arte y el carbón pueden entablar una relación útil, «el arte ayuda al carbón» o «¡toma tu pluma, camarada!». Pues esto, por un motivo distinto, tampoco puede compararse con lo que sucede hoy en nuestro país. Aquí, cuando