—Ya es comprendido—contestó el pastor—; pero uno prefiere su pobreza tranquila a los cuidados y cavilaciones.
—Más vale que esté usted contento.
—Pues contento está uno. ¿Y por qué no? Salud no falta, come uno su otana, bebe el agua limpia de la fuente, y ¿para qué se quiere más?
—¿Cuánto tardaremos desde aquí a Laguardia?—le preguntó Corito.
—De aquí, con estos caballos cansados, tardarán ustedes dos horas y media: media, hasta el puerto, y dos, desde el puerto a la ciudad. Cuando lleguen ustedes arriba, como hoy está claro, verán desde allí cinco provincias y gran parte de la Rioja. Por eso le llaman a ese sitio el balcón de la Rioja, porque de él se alcanza todo el país.
POR EL MONTE
Se despidieron del filósofo pastor; volvieron a montar a caballo y, al paso, llegaron al puerto. Aquel era el Balcón de la Rioja. Una capa ligera de nieve cubría el monte. Corría por allá un vientecillo serrano, frío y agudo, que se metía hasta los huesos. Se divisaba desde arriba un gran espacio de tierra que parecía llano, a pesar de estar constituído por una serie de lomas y de cerros. Los caminos, blancos, serpenteaban por entre las colinas y altozanos apareciendo y desapareciendo, bordeados a trechos por árboles amarillos y sin hojas.
El Ebro brillaba en varios trozos diseminados por el campo, como pedazos de espejo, y algunas humaredas azules rastreaban por encima de las heredades, en el cielo rojo del crepúsculo.
Corito entró en una caseta abandonada de algún peón caminero que, sin duda, los blancos o los negros, o los dos a la vez, habían desvalijado.
—En último término, podíamos quedarnos aquí a pasar la noche—dijo Corito.
—¡Jesús, qué ocurrencia! ¡Qué barbaridad!—murmuró la vieja.
—No tengas miedo, Magdalena. Era una broma. Seguiremos andando hasta llegar a Laguardia.
—Dejemos que descansen los caballos y que coman un poco, aunque sea hierba, y en seguida nos pondremos en marcha—dijo Leguía.
—Bueno; esperaremos—repuso.
II.
LA LUZ A LO LEJOS
Cuando montaron nuevamente a caballo comenzaba a anochecer. Sobre el Ebro surgía una niebla blanca y alargada; en el fondo, por encima de la bruma, se destacaban los picos de la sierra de San Lorenzo, iluminados por un sol pálido. Empezaron a bajar hacia la ribera. A medida que descendían se iba levantando el paredón negruzco de la sierra de Cantabria. Había nevado ligeramente también por allá. Aparecían los resaltos de la montaña blancos por la nieve, y los grupos de aliagas y de zarzas se veían negros y redondos entre la blancura de las vertientes y de los taludes. El camino tomaba un aspecto siniestro a medida que la obscuridad dominaba. Grandes piedras parecían avanzar en la sombra a cerrar el paso; la imaginación forjaba gente emboscada entre los troncos de los árboles.
Pasaron por delante de una venta que había en el cruce de un camino transversal. A la luz de un farol rojo podía leerse en la pared un letrero con una flecha al lado. El letrero decía: «A Leza».
La noche comenzó a llenarse de estrellas; las dos viajeras marchaban mudas, amedrentadas por el silencio y el aire desierto del campo. Los cascos de las caballerías sonaban fuertemente en el suelo helado de la carretera; una herradura, al chocar en las piedras, tintineaba con un sonido metálico.
En el viento no venía el menor murmullo; sólo alguna vez una corneja graznaba entre los árboles, Leguía silbaba suavemente.
Una estrella que brillaba sobre una altura sacó a los viajeros de su mutismo; Corito y la vieja afirmaron que era la ventana de alguna casa del pueblo; el joven Leguía, más acostumbrado al campo, aseguró que era una estrella. Efectivamente: lo era.
Volvieron de nuevo a marchar en silencio. La vieja empezó a murmurar y a decir que, indudablemente, habían perdido el camino. Leguía no quiso meterse en una discusión inútil.
—Vamos bien—murmuró.
Pasó otra media hora. Se comenzó a divisar una colina obscura a la derecha de la carretera. Allí debía de encontrarse el pueblo.
Se vió una luz; una mirada en medio de la obscuridad; apareció, parpadeó y desapareció en un instante.
La vieja entonces aseguró que era una estrella; pero Leguía notó que por encima se veía algo negro y rígido.
—Es una luz—exclamó—; ahí seguramente está el pueblo.
El tono perentorio de Leguía hizo murmurar a la señora Magdalena.
Poco después se fué viendo más clara la luz, y en el cerro de Laguardia se destacaron con vaguedad las líneas de la muralla y las siluetas de la torre de Santa María y del Castillo grande.
—Ya estamos—dijo Corito.
¡ALTO!
Subieron la cuesta, y al avanzar por el raso de la muralla hacia la puerta de San Juan, el centinela les dió el alto.
—¿Quién vive?—gritó.
—España—contestó Leguía, con voz firme.
—¿Qué gente?
—Gente de paz.
—Adelante.
Avanzaron hasta la entrada y esperaron.
Se abrió la puerta y los viajeros pasaron a un corredor iluminado por un farolillo.
Un oficial se presentó.
—¿Quieren ustedes decirme adónde van?—dijo.
—Nosotros vamos a casa del señor Ramírez de la Piscina—contestó Corito.
—¿Y usted?
—Yo iré a la posada—dijo Leguía—; donde dejaré también los caballos.
—Los caballos pueden quedar en casa—advirtió la señora Magdalena.
—Bueno; pues iré yo solo.
—Entonces, cuando vuelva—advirtió el oficial—llame usted. El parador está fuera de puertas y tiene usted que pasar de nuevo por aquí.
—Llamaré. Muchas gracias.
Entraron en el pueblo los jinetes y llegaron hasta la calle Mayor. Se detuvieron delante de una casa baja con gran alero artesonado, balcón saliente y puerta ojival, con escudo en la clave.
Leguía saltó del caballo, y dió tres aldabonazos sonoros.
—¿Quién es?—dijo una voz de mujer desde la ventana.
—Soy yo, Corito—contestó a la muchacha.
Pasado algún tiempo se oyó el chirriar de un cerrojo y dos o tres personas se asomaron al postigo. Hubo abrazos y besos entre Corito y los de la casa. Un hombre abrió la puerta por completo e hizo pasar adentro los tres caballos. Luego la cerró y dejó solamente el postigo entornado.
Corito alargó la mano a Leguía, y le dijo:
—¡Muchísimas