Se pensaba que Anian era una deformación del nombre de la provincia china de Hanian, y se especulaba que este lugar mítico era el estrecho que permitiría la comunicación con China. El mapa de Abraham Ortelius, de 1579, registra el nombre de Stretto de Aniam. (Figura 1). La idea de la existencia de estrecho se fundamentaba en los relatos fantasiosos de Juan de Fuca (1557) y de Lorenzo Ferrer Maldonado (1588), quienes especularon sobre la existencia del paso, que supuestamente se encontraba en torno a los 60º de latitud norte y que comunicaba ambos océanos; de hecho, existe un estrecho de Fuca dibujado en algunos mapas de finales del siglo XVI.
Figura 1. Typvs Orbis Terrarvm, Abraham Ortelius, 1584, cortesía de Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos
Estos supuestos hallazgos despertaron en la Corona española la ilusión de dominar los dos pasos interoceánicos en ambos extremos de América. No obstante, los otros imperios también ambicionaron tomar posesión de estos territorios y, sobre todo, dominar el deseado pasaje interoceánico. Samuel Purchas registraba: “Sir Martin Frobisher as being the first in the dayes of Qeene Elizabeht lought the North-west passage” (1614, p. 739). A partir del siglo XVI, y sobre todo en el siglo XVIII, varias expediciones buscaron constatar la existencia de este pasaje del norte, del cual tanto se había conjeturado durante los siglos anteriores. Sin embargo, varios de estos viajes terminaron en repetidos fracasos y desilusiones, en tanto que el paso del norte se mantuvo esquivo.
No solamente se especulaba sobre la posible ruta de retorno del famoso corsario isabelino Francis Drake, sino que los cartógrafos empezaron a registrar a finales del siglo XVI la denominación de Nova Albion, para una región en Norteamérica que se le atribuía como descubrimiento. Drake supuestamente habría tomado la ruta que dos años antes describió el dudoso relato de sir Matin Frobisher, denominado “el estrecho equivocado”, al cual, para 1609, se rebautizó como estrecho de Hudson (Garfield, 2015, p. 114).
Durante el siglo XVIII, en el contexto de la Ilustración, se desata una serie de expediciones de los imperios, amparadas en propósitos científicos. Desde España zarpó la expedición de Alejandro de Malaspina (1792) para constatar la existencia del ansiado pasaje. Las otras potencias también emprendieron la búsqueda y se insistió en el rastreo de este paso por ambos costados del norte del continente. Esto se debió a la presión tras la Guerra de los Siete Años (1764-1763), pero sobre todo a la amenaza de la presencia rusa en los territorios de Norteamérica. En este marco se renovó la búsqueda del pasaje interoceánico. La nueva especulación geográfica se reflejó en mapas de famosos cartógrafos como Guillaume De L’isle (1675-1726) y Jean Baptiste B D’Anville (1697-1782).
Precisamente, los tres siguientes artículos de este libro abordan la búsqueda del pasaje por el norte en el siglo XVIII, de expediciones en tiempos de la Ilustración. Estas intentaban, desde una perspectiva más científica, descifrar la geografía norteamericana y constatar la existencia de un pasaje o un estrecho que uniera ambos océanos; estos viajes, desde una mirada más etnográfica, registran su contacto con los informantes nativos en sus trayectos. También involucran la gestión y agencia de criollos y americanos para buscar el pasaje interoceánico. Resulta también fascinante cómo estos viajes científicos y oficiales encubrían los intereses políticos en tiempos de expansión imperial, precisamente en el contexto de la reconfiguración política tras la Guerra de los Siete Años.
Guadalupe Pinzón analiza la información de la Relación y el mapa de Agustín Crame (1774) sobre Tehuantepec. Crame era un funcionario ilustrado, que registró información detallada sobre el istmo, así como propuestas derivadas de la posible utilidad del ansiado pasaje interoceánico. Esta búsqueda, en la segunda mitad del siglo XVIII, debe entenderse como parte de los proyectos navales y defensivos del reformismo borbónico español.
En esta misma línea, el artículo de Sabrina Guerra y Kevin Bustillos examina la expedición de Francisco de La Bodega y Quadra (1779) a los confines de las fronteras imperiales. Los mapas que resultaron de esta expedición son también evidencia de cómo la cartografía funcionaba al servicio de los intereses políticos y las delimitaciones geopolíticas. Esta expedición tuvo un importante impacto en la definición política entre los imperios, que se refleja en el Tratado de San Lorenzo (1790), resultado del encuentro en Nootka entre de Bodega y George Vancouver para fijar límites imperiales en una región que hasta entonces había sido poco valorada. Los resultados de esta expedición permitieron un mayor conocimiento cartográfico de las intersecciones en los márgenes imperiales. De los viajes de Bodega queda una considerable impronta en los mapas y en la geografía, donde el apellido de este capitán criollo trascendió en el tiempo. Además, esta expedición constató que no existía un pasaje interoceánico.
Lauren Beck analiza en tres etapas cómo las expediciones británicas usaron la información recabada por informantes indígenas sobre la existencia de una vía navegable que conectara ambos océanos y atravesara el continente por los confines septentrionales. Este artículo adiciona, por una parte, los repertorios etnográficos de las expediciones, y, por otra, la persistencia del imaginario de un posible pasaje interoceánico, no solo presente para los expedicionarios, sino también para los habitantes de estos confines de las Américas. Se siguió buscando el pasaje, muy a pesar de que varias expediciones famosas entre los siglos XVII y XIX confirmaron y reconfirmaron que, por más deseado, dudoso o equivocado, era inexistente. Sin embargo, quedaba la remota esperanza de que existiera un gran río o una interconexión fluvial que permitiera construir un paso artificial.
Efectivamente, hasta la construcción del canal de Panamá, la ruta oficial del Darién no fue suficiente para la comunicación, y el estrecho de Magallanes siguió siendo demasiado peligroso; los viajeros se habían conformado con la única opción marítima viable, que era el cabo de Hornos, con sus consabidas limitaciones y dificultades. Sin embargo, aunque el soñado pasaje natural permanecía esquivo, “se escudriñaron de manera obsesiva todos los golfos y ríos del Nuevo Mundo para descubrir el inexistente estrecho marino natural que debía comunicar el Atlántico con el Pacífico” (Jaén, 2016, p. 67). La ilusión, la geografía conjeturada y la esperanza seguían apuntando hacia la posibilidad de un gran río, o al menos algún tipo de conexión fluvial, donde se pudiera construir un canal artificial que comunicara ambos océanos.
La búsqueda del río comunicante de los océanos había estado presente desde el inicio de esta historia. En 1499, el mismísimo Américo Vespucio (1454-1512) zarpó de Cádiz junto con Alonso de Ojeda (1465-1515) y el famoso piloto Juan de la Cosa (1450-1510) a recorrer las costas de Venezuela, desde el lago de Maracaibo hasta el río Esequibo, con el anhelo de encontrar “el paso marino hacia la India y sus fabulosas riquezas” (Jaén, 2016, p. 74). En 1573, Domingo Teixeira publicó un famoso mapamunidi, que curiosamente nombra al Pacífico como Mar de Panamá, y, a pesar de evidenciar la ausencia de un paso natural marítimo, dibuja un gran río que, como una serpiente, atraviesa América del Sur, y deja la sensación de ofrecer la posible conexión fluvial entre ambos océanos. Estas especulaciones cartográficas mantienen, por cientos de años, viva la esperanza de encontrar un paso fluvial por el continente (Figura 2).
Figura 2. Planisphère, Domingo Teixeira, 1573, cortesía de la Bibliothèque Nationale de France
Claramente,