El caso es que a base de pactos, trueques y propuestas con los indios, los expedicionarios superaron su primera prueba de fuego y con ella esa frontera casi infranqueable que delimitaba la Guayana; los víveres, enseres y guías aportados por los indios levantaron la moral de unos agotados expedicionarios debido a tantas dificultades orográficas y medioambientales.
El anciano erudito nos había recalcado también que, justo con el cambio de siglo, en 1800, pasó por aquí el gran naturalista prusiano Humboldt quien, junto a su amigo Bonpland, realizaba una expedición científica. «Nada hay más majestuoso ni más imponente que el aspecto de estos lugares (...) (nada) ha podido disminuir la impresión que produjo en mí la primera vista a los raudales del Atures y del Maipures»,14 anotó el berlinés al navegar sobre estas aguas. «Las dos grandes cataratas del Orinoco —continuó escribiendo— cuya celebridad es tan extensa y tan antigua, son formadas por el paso del río entre las montañas de Prima que los indígenas llaman Mapara y Quituna; pero los misioneros han sustituido a estos nombres los de Atures y Maipures según el nombre de las primeras tribus que ellos han reunido en las villas más inmediatas». De la fértil sabana de los alrededores resaltó que parece «aguardar la mano del hombre y como convidándole a rozarla y cultivarla».15 Constató que en relación a la Expedición de Límites del Orinoco, había decrecido la presencia de los misioneros debido a que «solo tres establecimientos cristianos hemos encontrado (...) en una extensión de más de cien leguas, y aún estos establecimientos apenas contenías seis u ocho personas blancas, es decir, de raza europea».16 Puntualizó que «son tan numerosos los tigres cerca de las cataratas que (...) volviendo un indio a su cabaña (...) encontró establecida en ella a una hembra con dos hijetes».17 Y aunque afirmó que «la fertilidad del suelo es tal que yo he contado en Atures (...) hasta ciento ocho frutos, bastando solo cuatro o cinco de ellos para el alimento diario del hombre»,18 no pudo evitar su sesgo de intelectual europeo al señalar que «los indios Atures (los que habitaban a orillas del raudal) son dóciles, moderados y acostumbrados por el efecto de su pereza a las mayores privaciones, pero excitados en otro tiempo por los jesuitas no carecían de alimentos»;19 habría que preguntarse si los misioneros lo que introdujeron no sería el trabajo y la disciplina en vez del alimento del que parece que ya la naturaleza proveía generosamente a los indios.
Humbodt describió con asombro cuanto vio y oyó; no había detalle que le pasara desapercibido; tal vez aquí, en Atures, afinara aún más la precisión e imaginación que impregnaron todo su legado. Nosotros hoy, estimulados por el longevo profesor, contamos con la dicha de poner imágenes, sonidos y olores a sus anotaciones.
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Entrando en el raudal me imaginaba las peripecias de todas aquellas gentes en comparación con la seguridad que la potente voladora nos brindaba a nosotros. Pensaba en cómo sería este lugar en marzo cuando los exploradores de la Expedición de Límites del Orinoco pasaron por aquí; lo visualizaba con aguas bajas, con enormes rocas —ahora sumergidas— a las que amarrarían bien sus cuerdas para que el torrente no se las llevara. A buen seguro, pernoctarían en las extensas playas inundadas en esta época y tendrían más posibilidades de éxito cuando pescaran. El ejercicio mental me distraía del peligro de estas amenazantes aguas porque sus remolinos, como bocas abiertas, trataban de engullir a la voladora entera.
Pero, una vez metidos en la zona más agresiva del torrente, ya no quedaba lugar a la imaginación puesto que toda la atención se dirigía a confiar en que el motor no se estropeara y en la habilidad del proero para leer las señales que el río le enviaba, ya fuera un tronco atravesado, la espuma del agua, el corrimiento de alguna roca del fondo o a saber cuántos detalles más que convertían cada instante en único y cada metro en una novedad. Todos íbamos agarrados a algo y con los músculos en tensión tratando de intuir los movimientos de la lancha para que no nos escupiera afuera; a veces, tras pasar a gran velocidad sobre alguna cresta del río, la embarcación literalmente volaba y, entonces, había que apretar el estómago para paliar el posterior contacto con la líquida superficie. La adrenalina impedía que nos preocupáramos por las ráfagas de agua que en ocasiones nos empapaban por completo.
3
Avioneta sin aeropuerto y batalla sin sentido
Como por arte de magia desaparecieron las olas y con ellas el implacable sonido del raudal; el Orinoco se convirtió en una suave superficie por la que la voladora, más que navegar, parecía disfrutar deslizándose a gran velocidad. Aproveché la ausencia de vaivenes para acercarme a Silvia que aún permanecía agarrada a los bordes de la embarcación.
—¿Qué te ha parecido?
—¡Emocionante!, pero no me preguntes más porque aún no me vienen las palabras —respondió sin dejar de agarrarse fuertemente a la embarcación.
—Es verdad. Sin embargo uno necesita imperiosamente comentar lo vivido —reflexioné.
—Claro... pero por algo hay tres viajes dentro de cada viaje —dijo con aire filosófico cuando por fin le llegó el resuello.
—¿Tres en uno? Veo que te han deformado las matemáticas o que te ha afectado la adrenalina...
—No, no, al contrario; ahora lo percibo todo con más claridad. Mira, uno de ellos consiste en disfrutar con los preparativos, otro con su realización y el tercero con el recuerdo de los dos anteriores. Este último es especialmente importante para jornadas como las de hoy en las que me quedo con la sensación de que las vivencias se atropellan y, por muy esponja que pretenda ser, no puedo digerir todo lo que acontece; bastante tengo con abrir los ojos.
—Magnífica reflexión —le contesté con el mayor de los convencimientos—. Se me ocurre que voy a escribir un libro para aprovechar mejor ese tercer viaje del que hablas.
Como si la conversación fuera un preludio de lo que iba a ocurrir, de repente nos sobresaltó el ruido de una avioneta monohélice y panzuda que apareció rozando las copas de los árboles venezolanos para adentrarse en Colombia. Apenas recuperados de la sorpresa, intentamos un diálogo con los venezolanos:
—¡Una avioneta por aquí! ¿Es que hay algún aeropuerto para aterrizar?
—No —contestó el proero sin muchas ganas y mirando para otro lado.
—¿Entonces...?
—¡Quién sabe! —replicó encogiéndose de hombros y con la desgana de quien te muestra que no tiene la confianza suficiente contigo como para hablar de ciertos asuntos.
La infructuosa conversación no hizo sino constatar lo que todos intuíamos en relación al cargamento que iba a buscar. No había aeropuertos, los venezolanos no querían hablar y la avioneta volaba a baja altura para escapar de los radares. Por si fueran pocos los indicios, un helicóptero militar venezolano apareció unos minutos más tarde patrullando la frontera y, cuando lo vieron, nuestros balseros se comunicaron por señas como confirmando algo rutinario.
No hay que ser muy avispado para deducir que el aparato seguiría volando a ras de suelo hasta llegar a una pista camuflada o a una simple trocha en la que el atrevido y experimentado piloto pudiera aterrizar; posiblemente allí, varias personas contratadas por algún narco cargarían en un abrir y cerrar de ojos los valiosos paquetes que tendrían escondidos en lugares próximos. Cabe también la posibilidad de que la aeronave y las operaciones en tierra no fueran más que un señuelo para la policía y en ese caso el cargamento que se subiría contendría comida, ropa, bicicletas o cualquier otro inocente producto que sirviera de despiste mientras otra avioneta haría algo similar en otra parte pero llenando sus bodegas con el oro blanco. Tampoco sería descabellado que los estibadores aéreos cargaran sin prisa ni precaución alguna porque previamente se habrían pactado mordidas al más alto nivel.
Todo era posible a lo largo de esta inhóspita, extensa y apetecida frontera con Venezuela. De hecho, no muy lejos de aquí y con el siglo veintiuno ya en curso, se produjo la