—No, no es este —me aclara—. Pero por aquí debe de haber ejemplares, si tienes curiosidad.
Y añade, señalando a un hombre que está sentado en otra mesa cerca de nosotros, dándonos la espalda y atento a la pantalla de un ordenador portátil:
—Mira, ese es el periodista que redacta la versión en inglés del periódico de Svalbard. Suele venir a esta cafetería a trabajar.
No debe de ser difícil encontrarse con las celebridades de Longyearbyen, porque no hay muchos lugares públicos a los que acudir. De hecho, yo solo he visto dos cafeterías. En un sitio como este la vida de un periodista puede ser interesante, pero no creo que sea muy agitada, porque no sé qué otras cosas pueden suceder aparte de los ataques de osos polares. Tan poca historia tiene este rincón del mundo, que en el museo local se exhiben, junto a animales disecados y antiguos aparejos de caza o de pesca, varios paneles con fotografías y breves semblanzas biográficas de algunos de los actuales habitantes de la ciudad. Yo nunca había visto un museo que elevase a la dignidad de objeto de exposición a los ciudadanos anónimos de la población en la que se encuentra. Quizás con esto se persigue derribar las fronteras entre la Cultura y la Vida de una forma especialmente avanzada e innovadora, pero más bien da la impresión de que en Longyearbyen no hay mucho que exhibir y sobra espacio en el museo.
No obstante, esta ciudad y estas islas han participado a su manera en los grandes acontecimientos de la historia reciente. Como el resto de los asentamientos de las islas Svalbard, Longyearbyen fue evacuada y destruida en 1941 para evitar su aprovechamiento por las tropas alemanas que habían ocupado Noruega en 1940. Desde 1942, noruegos y británicos intentaron retomar el control del archipiélago y se produjeron esporádicos combates con los alemanes hasta el final de la guerra. En lugares tan remotos como este las guerras parecen todavía más absurdas de lo que ya parecen normalmente. Me intrigan los detalles de aquel periodo. ¿Qué objetivos estratégicos podía cumplir para la Alemania nazi la ocupación o la destrucción de un pequeño asentamiento minero perdido en el Ártico? La respuesta, al parecer, es esta: Svalbard se convirtió en un lugar estratégico cuando Alemania entró en guerra con la Unión Soviética y el mar de Barents pasó a ser una importante vía de comunicación entre los rusos y sus aliados occidentales. Por eso el ejército alemán, tras tomar el archipiélago, construyó varias estaciones meteorológicas secretas, cuyos datos resultaban imprescindibles para controlar la navegación en esa región.
De acuerdo, pero ¿no es incomprensible una guerra en mitad del hielo, una batalla en la larga noche polar? Y sin embargo, irónicamente fue Svalbard el lugar del mundo en el que la Segunda Guerra Mundial se prolongó por más tiempo. Los soldados alemanes destinados en una de esas perdidas estaciones meteorológicas, concretamente en la isla de Nordauslandet, fueron los últimos en rendirse, y lo hicieron ya en septiembre de 1945, tras la derrota de Japón y varios meses después de la capitulación de Alemania. Pero las cosas no sucedieron así ni por heroísmo castrense ni por fanatismo nazi. Aquellos soldados se enteraron por radio del final de la guerra, pero estaban en un lugar tan remoto y aislado que pasaron varios meses hasta que alguien pudo ir a recogerlos, o más bien a rescatarlos. Por fin llegó hasta ellos un barco noruego de cazadores de focas. Los alemanes recibieron a sus rescatadores con comprensible alegría, y les prepararon incluso algo así como un banquete. Solo un buen rato después, entre licores y tabaco, el capitán del barco noruego cayó en la cuenta de que los alemanes no se habían rendido, y de que por tanto continuaban formalmente en guerra. Me lo imagino poniéndose serio de pronto, acodándose sobre la mesa y exponiendo el problema con la mirada fija en los alemanes, aunque sin tomarse el asunto con tanta gravedad como para depositar en el cenicero su cigarro, que seguiría consumiéndose tranquilamente entre sus dedos. Imagino que todos se quedarían en silencio. Ninguno de los presentes tenía muy claro cómo se hacía eso de capitular, así que Wilhelm Dege, el geólogo militar al mando de la estación meteorológica alemana, se limitó a entregar al noruego su pistola. Así terminó la Segunda Guerra Mundial.
Tras la guerra, Longyearbyen fue reconstruida y se reanudó la actividad minera. En 1975 se construyó el aeropuerto, y en la década siguiente la población fue convirtiéndose en un destino turístico. Hoy combina algo de la fealdad minera con algo de la fealdad del turismo moderno. En las oscuras laderas de los montes que rodean el pueblo se ven las antiguas entradas de las minas de carbón abandonadas. Y en la calle principal, y casi única, hay un par de mustios centros comerciales en los que uno puede adquirir baratijas para turistas y todo tipo de prendas de ropa invernal. La minería seguramente ha estropeado el paisaje de este hosco valle ártico, pero sus vestigios no desentonan del todo con el entorno. En cambio, los convencionales souvenirs de las tiendas para turistas chirrían totalmente en un lugar como este. A su modo, también estos souvenirs son pequeños trofeos, como banderas clavadas sobre la naturaleza vencida.
Cuando viajo, procuro mantenerme desconectado. Esto ya no lo hace casi nadie, pero a mí me gusta hacer voluntariamente lo que antes hacíamos todos a la fuerza, en los tiempos de las cartas escritas en papel de avión y de las llamadas a cobro revertido. Me resulta imposible sentir que estoy de viaje, viajar de verdad, si puedo conectarme al instante desde cualquier lugar. Además de la tierra, hemos dominado el espacio y el tiempo. Y al igual que sucede con el hielo de la banquisa ártica, este dominio de la distancia implica también su destrucción. Esta vez, sin embargo, mi desconexión no será voluntaria: salvo en caso de extrema emergencia, perderé la posibilidad de contactar con el mundo tan pronto como embarque en el puerto de Longyearbyen, dentro de poco rato. Se producirá entonces una situación que hoy resulta insólita: treinta o cuarenta personas viviendo durante tres semanas sin Internet, sin conexión wifi, sin mensajes de móvil, sin la posibilidad de hablar siquiera por teléfono. Nada. Todos de viaje. En silencio, por fin. Para mí esa desconexión es una ventaja y uno de los atractivos de este viaje. ¿Y tiene algún inconveniente? Quizás el tener que despedirse de verdad, como se hacía antes. A mí me costó un poco despedirme, sabiendo que me marchaba tan lejos y que no iba a poder escribir ni llamar a nadie durante tres semanas. No puedo imaginarme cómo sería para esos navegantes de la época de las exploraciones heroicas despedirse de sus mujeres, de sus familias. En «la era del mundo finito», como la llamó Paul Valéry, quizás ya solo los astronautas que alguna vez emprendan travesías interplanetarias volverán a saber lo que durante milenios significó la despedida al iniciar un viaje.
Al escribir esto, me doy cuenta de que adopto el punto de vista que adoptan hoy, en general, tanto los libros de viajes como las reflexiones sobre la sociedad. Es el punto de vista que contrapone «lo de antes» a «lo de ahora». «Antes» todo era así o asá; ahora es todo lo contrario. Antes todo era lento y ahora todo es rápido, antes serio y ahora frívolo, antes auténtico y ahora mendaz, etc. Personalmente me aburre un poco este tono un tanto admonitorio, como si los escritores de libros sobre la sociedad actual se creyesen autorizados a regañar a los lectores, sus contemporáneos, por no ser como a ellos les gustaría que fuesen y como, al parecer, los hombres solían ser «antes». El problema que tiene este punto de vista es que resulta muy previsible. Pero hay en él, por otro lado, un momento verdadero e irrenunciable. Es este: vivimos en un mundo que está cambiando mucho y muy deprisa. Tanto, y tan deprisa, que incluso personas aún relativamente jóvenes, como yo mismo, podemos recordar cosas, costumbres, aspectos de la vida cotidiana, que hoy han desaparecido completamente. Quizás el «tema de nuestro tiempo», como lo llamaría