—¡Vivo!
—¿Sabe nadar? —preguntó Pencroff.
—¡Sí! —contestó Nab—. ¡Además, Top está con él!
El marino, oyendo mugir el mar, sacudió la cabeza.
Al norte de la costa y aproximadamente a media milla de donde los náufragos acababan de tomar tierra, había desaparecido el ingeniero. Si había nadado al punto más cercano del litoral, a media milla más allá estaría situado ese punto.
Eran cerca de las seis. La bruma acababa de levantar y la noche se hacía muy oscura. Los náufragos caminaban siguiendo hacia el norte la costa este de aquella tierra sobre la cual el azar los había arrojado, tierra desconocida, cuya situación geográfica no se podía determinar. El suelo que pisaban era arenoso, mezclado con piedras y desprovisto de toda especie de vegetación. Aquel suelo bastante desigual, lleno de barrancos, aparecía en ciertos sitios acribillado de pequeños hoyos, que hacían la marcha más penosa.
Salían de estos agujeros grandes aves de pesado vuelo, huyendo en todas direcciones y que la oscuridad impedía ver. Otras, más ágiles, se levantaban en bandadas y pasaban como nubes. El marino suponía que eran gaviotas, cuyos silbidos agudos competían con los rugidos del mar.
De cuando en cuando los náufragos se paraban, llamando a gritos y escuchando, por si respondía de la parte del océano. Debían pensar, en efecto, que, si hubiesen estado próximos al lugar donde el ingeniero hubiera podido tomar tierra, los ladridos del perro Top, en caso de que Ciro Smith no estuviera en estado de dar señales de vida, llegarían hasta ellos. Pero ningún grito se destacaba sobre los mugidos de las olas y los chasquidos de la resaca. Entonces, la pequeña tropa emprendía su marcha adelante, registrando las menores anfractuosidades del litoral.
Después de una marcha de veinte minutos, los cuatro náufragos se detuvieron ante una linde espumosa de olas. El terreno sólido faltaba. Se encontraban a la extremidad de un punto agudo, que el mar golpeaba con furor.
—Es un promontorio —dijo el marino—. Hay que volver sobre nuestros pasos, torciendo a la derecha, y así volveremos a tierra firme.
—Pero ¿y si está ahí? —respondió Nab señalando el océano, cuyas enormes olas blanqueaban en la oscuridad.
—¡Bueno, llamémoslo!
Y todos, uniendo sus voces, lanzaron un grito, pero nadie respondió. Esperaron un momento de calma y empezaron otra vez. Nada.
Los náufragos retrocedieron, siguiendo la parte opuesta del promontorio, en un suelo arenoso y roquizo. Sin embargo, Pencroff observó que el litoral era más escarpado, que el terreno subía, y supuso que debía llegar, por una rampa bastante larga, a una alta costa, cuya masa se perfilaba confusamente en la oscuridad. Había menos aves en aquella parte de la costa; el mar también se mostraba menos alterado, menos ruidoso, y la agitación de las olas disminuía sensiblemente. Apenas se oía el ruido de la resaca. Sin duda la costa del promontorio formaba una ensenada semicircular, protegida por su punta aguda contra la fuerza de las olas.
Siguiendo aquella dirección, marchaban hacia el sur, era ir por el lado opuesto de la costa en que Ciro Smith podía haber tomado tierra. Después de recorrer milla y media, el litoral no presentaba ninguna curvatura que permitiese volver hacia el norte. Sin embargo, aquel promontorio, del que habían doblado la punta, debía unirse a la tierra franca. Los náufragos, a pesar de que sus fuerzas estaban casi agotadas, marchaban siempre con valor, esperando encontrar algún ángulo que los pusiera en la primera dirección.
¡Cuál no fue su desesperación, cuando, después de haber recorrido dos millas, se vieron una vez más detenidos por el mar en una punta bastante elevada, formada de rocas resbaladizas!
—¡Estamos en un islote! —dijo Pencroff—, ¡y lo hemos recorrido de un extremo a otro!
La observación del marino era justa. Los náufragos habían sido arrojados no sobre un continente ni una isla, sino sobre un islote, que no medía más de dos millas de longitud y cuya anchura era evidentemente poco considerable.
Aquel islote, árido, sembrado de piedras, sin vegetación, refugio desolado de algunas aves marinas, ¿pertenecía a un archipiélago más importante? No lo sabían. Los pasajeros del globo, cuando desde su barquilla percibieron la tierra a través de las brumas, no habían podido reconocer su importancia. Sin embargo, Pencroff, con su mirada de marino habituada a horadar en la oscuridad, creyó en aquel momento distinguir en el oeste masas confusas, que anunciaban una costa elevada.
Pero entonces no podía, a causa de aquella oscuridad, determinar a qué sistema simple o complejo pertenecía el islote. Tampoco era posible salir de él, puesto que el mar lo rodeaba. Había que aplazar hasta el día siguiente la búsqueda del ingeniero, que no había señalado su presencia por ningún sitio.
—El silencio de Ciro no prueba nada —dijo el corresponsal—. Puede estar desmayado, herido, en estado de no poder responder momentáneamente, pero no desesperemos.
El corresponsal emitió entonces la idea de encender en un punto del islote una hoguera, que pudiese servir de guía al ingeniero. Pero buscaron en vano madera o arbustos secos; allí no había más que arena y piedras.
Se comprende cuál sería el dolor de Nab y el de sus compañeros, que estaban vivamente unidos al intrépido Ciro Smith. Era demasiado evidente que se hallaban imposibilitados para socorrerlo; había que esperar el día. ¡O el ingeniero había podido salvarse solo y ya había encontrado refugio en un punto de la costa, o estaba perdido para siempre!
Las horas de espera fueron largas y penosas. Hacía mucho frío y los náufragos sufrían cruelmente, pero apenas lo notaban. No pensaban más que en tomar un instante de reposo; todo lo olvidaban por su jefe; queriendo esperar siempre, iban y venían por aquel islote árido, volviendo incesantemente a su punto norte, donde creían estar más próximos al lugar de la catástrofe. Escuchaban, chillaban, esperaban captar un grito, y sus voces debían transmitirse lejos, porque entonces reinaba cierta calma en la atmósfera, los ruidos del mar empezaban a disminuir.
Uno de los gritos de Nab pareció repetido por el eco. Harbert lo hizo observar a Pencroff, añadiendo:
—Es prueba que existe en el oeste una costa bastante cercana.
El marinero hizo un gesto afirmativo. Por otra parte, su vista no podía engañarle. Si había distinguido tierra, no había duda de que esta existía.
Pero aquel eco lejano fue la sola respuesta provocada por los gritos de Nab, y la inmensidad, sobre toda la parte este del islote, quedó silenciosa.
Entretanto el cielo se despejaba poco a poco. Hacia las doce de la noche brillaron algunas estrellas y, si el ingeniero estaba allí, cerca de sus compañeros, hubiera podido ver que aquellas estrellas no eran las del hemisferio boreal. En efecto, la polar no aparecía en aquel nuevo horizonte: las constelaciones cenitales no eran las que estaban acostumbrados a ver en la parte norte del nuevo continente, y la Cruz del Sur resplandecía entonces en el polo austral del mundo.
Pasó la noche. Hacia las cinco de la mañana, el 25 de marzo, el cielo se tiñó ligeramente. El horizonte estaba aún oscuro, pero con los primeros albores del día una opaca bruma se levantó en el mar, por lo que el rayo visual no podía extenderse a más de veinte pasos. La niebla se desarrollaba en gruesas volutas, que se movían pesadamente.
Esto era un contratiempo. Los náufragos no podían distinguir nada alrededor de ellos. Mientras que las miradas de Nab y del corresponsal se dirigían hacia el océano, el marino y Harbert buscaban la costa en el oeste. Pero ni un palmo de tierra era visible.
—No importa —dijo Pencroff—, no veo la costa, pero la siento..., está allí..., allí... ¡Tan seguro como que tampoco estamos en Richmond!
Pero la niebla no debía tardar en desaparecer.