—Ay, amigo mío —me soltó con su acento irlandés—, tú lo que quieres es escuchar a alguien que cante bien. Te voy a poner mis discos de John McCormack, y vas a llorar hasta que se te caigan los putos ojos de las putas cuencas. E lucevan le stelle te va a subir los huevos a la garganta.
Yo grité de felicidad; éramos cómplices que, de algún modo, habían quedado varados juntos en un mundo de almas incapaces de emocionarse. Yo soñaba con huir y convertirme en un gran cantante; caminaba por el bosque y cantaba.
Aquella noche, todavía no habíamos explicitado nuestra afinidad, pero ella ya estaba al tanto. Las circunstancias habían hecho que no terminara en el escenario de La Scala, sino en una casa de campo estadounidense, casada con un hombre de negocios afable y con sobrepeso. Ahora su trabajo consistía en integrarse entre personas que pudieran ayudar a su marido en su carrera (que era abogado de empresas); ella mantenía el acento irlandés y el carácter justo para ser un “personaje”. Esos “personajes” –mujeres convencionales con pequeñas excentricidades– prosperaban en nuestro mundo, como bien había notado sin duda la señora Cork. Pero no había caído en que los personajes eran viejas, ricas y pertenecían a familias de alta alcurnia. De las recién llegadas, sobre todo de aquellas con ingresos moderados, se esperaba que formaran un coro atractivo pero anodino a la sombra de nuestras pocas divas alocadas.
—Hora de dormir, jovencito —me dijo mi padre al fin.
En el sótano, me quité la ropa junto a la barra de bloques de vidrio con luces de colores y, vestido sólo con una camiseta y unos calzoncillos sueltos, corrí al dormitorio oscuro y me metí en mi cama. Las noches en el lago son frías incluso en julio, de modo que en la cama había dos mantas gruesas que ese mismo día habíamos sacado fuera para que se airearan y olían a agujas de pino. Podía oír a los adultos; las rejillas de metal conducían mejor el sonido que el calor. Su conversación, que al presenciarla me había parecido tan animada y sincera, sonaba ahora poco natural y vacilante. Llena de risas falsas. Los silencios se hacían cada vez más largos. Al final todos se despidieron y se dirigieron arriba. Hubo otros cinco minutos de tuberías que gemían, de retretes de los que tiraban de la cadena y de pies que avanzaban despacio. Después, largas charlas murmuradas en la cama por cada pareja. Luego, silencio.
—¿Aún estás despierto? —me dijo Kevin desde su cama.
—Sí —respondí. No podía verle en la oscuridad, pero podía distinguir su cama en el otro extremo de la habitación. Por los sonidos que emitía, estaba seguro de que Peter estaba dormido en la cama del medio.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntó Kevin.
—Quince. ¿Y tú?
—Doce. ¿Lo has hecho alguna vez con alguna chica?
—Pues claro —contesté. Siempre podía hablarle de la prostituta negra que había conocido—. ¿Y tú?
—Nah, todavía no. —Hizo una pausa—. Me han dicho que primero hay que calentarlas.
—Correcto.
—¿Cómo se hace?
Yo lo había leído en una guía para matrimonios.
—Bueno, primero apagas las luces y os dais besos durante un buen rato.
—¿Con la ropa puesta?
—Claro. Después le quitas la blusa y juegas con sus pechos. Pero con suavidad. No hay que ser demasiado bruto, que no les gusta.
—¿Y ella? ¿Te la toca?
—No es lo más normal. Pero puede que las mayores sí que lo hagan.
—¿Has estado con mujeres mayores?
—Una vez.
—Se les empieza a caer todo, ¿no?
—Mi amiga era muy guapa —respondí, ofendido en nombre de la dama imaginaria.
—¿Tienen eso húmedo y resbaladizo? Un chico me dijo que era como un hígado mojado en una botella de leche.
—Sólo si los preliminares han durado un buen rato.
—¿Cuánto rato hay que estar?
—Una hora.
El silencio era reflexivo, como un roce de pestañas contra una funda de almohada.
—Los chicos de mi zona… los chicos del barrio…
—¿Sí? —dije.
—Nos damos por culo entre nosotros. ¿Lo has hecho alguna vez?
—Claro.
—¿Qué?
—Que claro.
—Supongo que ya no lo haces.
—Bueno, sí, pero como por aquí no hay chicas… —Me sentí como debe sentirse un científico cuando está a punto de llevar a cabo el experimento más importante de toda su carrera: por fuera calmado, por dentro exultante, preparado para llevarme una decepción—. Podríamos intentarlo. —Otra pausa—. Si quieres.
En cuanto las palabras salieron de mi boca, tuve la sensación de que no vendría hasta mi cama; había descubierto algo malo en mí. Seguro que pensaba que era un maricón. Debería haber respondido “Sí” en vez de “Correcto”.
—¿Tienes algo para hacerlo? —preguntó.
—¿Qué?
—Ya sabes. ¿Vaselina, o algo?
—No, pero no hace falta. Con saliva ya… —había empezado a decir “vale”, pero los hombres no hablan así— va que chuta.
Tenía el pene tan duro que hasta me dolía, doblado dentro de los calzoncillos; lo liberé y me coloqué el glande debajo la cinta elástica.
—Nah, hay que usar vaselina.
Puede que yo supiera más sobre el sexo auténtico, pero por lo visto Kevin era el experto cuando se trataba de sexo anal.
—Bueno, vamos a intentarlo con saliva.
—No sé… Vale. —Su voz sonaba débil y como si tuviera la boca seca.
Vi que se acercaba a mí. Él también llevaba calzoncillos sueltos que parecían brillar. Aunque no llevaba camiseta, había estado usando una camiseta de béisbol durante toda la temporada que le había dejado el torso y la parte superior de los brazos blancos; su camiseta fantasma me excitaba, porque me recordaba que era capitán de su equipo.
Nos quitamos los calzoncillos. Lo recibí con los brazos abiertos y cerré los ojos.
—Hace un frío que pela —dijo. Me puse de lado, mirando hacia él, y él se colocó junto a mí. Le olía el aliento a leche. Tenía las manos y los pies fríos. Mantuve el brazo inferior apretujado bajo mi cuerpo, pero con el que tenía libre empecé a darle palmaditas en la espalda, nervioso. El tacto de su espalda, su pecho y sus piernas era sedoso. No tenía vello, aunque le vi un plumón bajo el brazo cuando lo levantó para darme palmaditas en la espalda a mí también. Aún tenía la piel recubierta por una capa fina de grasa infantil. Bajo la grasa, podía sentir los músculos duros y definidos. Extendió el brazo por debajo de la sábana para tocarme el pene, y yo hice lo mismo.
—¿Alguna vez los has cogido los dos con una mano? —preguntó.
—No —le dije—. A ver.
—Primero te escupes en la mano, y la mojas bien. ¿Ves? Después… Acércate, un poco más arriba. Los