Tres (Artículo 5 #3). Simmons Kristen. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Simmons Kristen
Издательство: Bookwire
Серия: Artículo 5
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789583063329
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como si yo no supiera… como si yo no hubiera estado allí cuando su tío vino a recogerlo tras el accidente automovilístico en el que murieron sus padres—. Él es toda la familia que me queda, Ember.

      Sus palabras fueron como una cachetada.

      —¿Yo no cuento?

      —Él es mi tío —repitió, como si eso explicara todo.

      —Te abandonó cuando tuviste dieciséis años —le dije—. En una zona de guerra. Te enseñó a luchar, a robar autos, y luego se largó.

      Las palabras quedaron colgando entre los dos. Enseguida deseé no haberlas dicho. Ni siquiera sabíamos si su tío Jesse había estado en el refugio, mucho menos si todavía estaba vivo. No importaba qué hubiera hecho. Chase lo apreciaba, lo quería, y por tanto no era bueno desacreditar su memoria.

      —No fue su culpa —respondió, concentrado ahora en la superficie del agua—. Hizo lo que tenía que hacer.

      Entonces volvió un pasado distinto: sobre una colina en una base de piedra gris, amargos zarcillos de humo blanco subiendo al cielo, y un arma en mi mano.

      “Soy un excelente soldado. Hice lo que tenía que hacer”.

      Mis nudillos blancos, las uñas enterradas en las palmas de las manos. Tucker Morris había dicho justamente esas palabras tras confesar el asesinato de mi madre. Chase no podría usarlas; no se parecía para nada a Tucker. Sabía que no todo se puede excusar.

      Pero a la vez, también entendía a Chase, entendía por qué lo intentaba. Si bajaba la guardia, si se detenía, cada decepción, cada gramo de vergüenza le pesaba como a un hombre que se hunde en arenas movedizas. De manera que nunca se detenía. Apenas si dormía. Se esforzaba a fondo. Como si pudiera correr para siempre.

      Me tragué el nudo en la garganta.

      —También tú hiciste lo que tenías que hacer.

      Se levantaba la bruma con el amanecer, y a la pálida luz de las últimas estrellas pude discernir sus ojeras, el anillo húmedo en torno al cuello de la camiseta, y sus puños, dentro de sus bolsillos.

      Con cuidado, me aproximé a su hombro. Sentí los recios músculos tensarse bajo la palma de mi mano segundos antes de batirse en retirada.

      —Debemos irnos ya —dijo rehuyendo mis ojos—. Tenemos que salir temprano.

      Mi mano cayó vacía, a mi costado.

      “Vuelve a mí”, quise decirle. Pero era como el niño en mi sueño, que se alejaba corriendo y que no importaba cuánto esfuerzo hiciera por detenerlo, siempre lograría escapar de mis manos.

      —Vale —dije—. Despertemos a los demás.

      Capítulo 2

      CHASE TENÍA RAZÓN: seguiría lloviendo.

      La noche estaba iluminada por una larga franja rosada en el horizonte por donde luego asomó un espectral sol amarillo y pálido. El aire se hizo tangible, espeso al respirar, húmedo en contacto con la piel. Casi tan denso como el silencio de Chase.

      Deseé no haber pronunciado nunca el nombre de Harper… Quise no haberlo leído en su maldita placa de iden­­tidad. Anhelé borrarlo de mi mente, pero cuanto más me esforzaba, más nítido se dibujaba su recuerdo: su impecable uniforme azul; el rosa subido de sus mejillas; el joven soldado que casi se nos une en aquel hospital de rehabilitación en Chicago, antes de que fuera presa del pánico. Odié que hubiera entrado en pánico, que se hubiera interpuesto en nuestro camino y que hubiera amenazado con entregarnos; que nos hubiera apuntado con su arma y que hubiera hecho que Chase tuviera que dispararle, porque Chase jamás lo habría hecho de no haberse visto obligado.

      Era culpa del propio Harper que estuviera muerto.

      Los tentáculos negros de culpa que apretaban mi pecho cedieron un poco, pero dejaron algo viscoso en su lugar.

      Me reproché pensar de esa manera: que Harper, además de soldado, fuera de carne y hueso, como nosotros.

      Tal y como Tucker que, aunque se hubiera redimido de sobra, no por ello dejaba de ser el asesino de mi madre.

      Sacudí la cabeza para despejarme. Viajar por esa carretera me enloquecía. Estábamos en guerra, tanto como cuando la guerra que inició todo, y si Harper hubiera escogido el lado correcto, aún estaría vivo.

      Por lo demás, mi problema con Tucker no estaba resuelto, y seguía pendiente.

      Para cuando llegamos a la casa, ya los otros empeza­ban a alistarse, y me alegró tener algo con que distraerme. Empacaron sus cosas rápido porque no había mucho que empacar, y así, tras un par de palabras a medio mascullar, salimos de allí, camino al sur, en la misma dirección en que veníamos viajando desde que avistamos los rastros tres días atrás. El tiempo apremiaba. Les habíamos dicho a los heridos que estaríamos de vuelta en el minimercado a más tardar en cinco días. Cierto, el regreso sería más rápido sin tener que seguir rastros, pero igual, el tiempo se acababa.

      Escudriñábamos la arena en busca de la menor marca. Cada resto de basura flotando en los bajos. Cualquier cosa podía dar indicios de lo que necesitábamos. Una huella o una lata de comida. Nadie quería regresar al minimercado con las manos vacías. Pero había transcurrido una hora larga y no había prueba alguna de sobrevivientes.

      Cuando fue mi turno para cargar el radio, lo guardé dentro de la bolsa de basura que llevaba al hombro para protegerlo de la lluvia cuando arreciara. Con la nueva responsabilidad, caí en la paranoia. Convencida de que iba a perder la llamada, abría la caja con el radio cada dos minutos, solo para ver que la luz roja no daba paso a la verde.

      Fue el olor el que nos llegó primero. La brisa que anticipaba la tormenta arrastraba un hedor putrefacto, a muerte.

      —¿Qué es eso? —preguntó por fin Billy, cubriéndose la nariz y la boca con el cuello sudado de su camiseta.

      Nadie contestó.

      Aflojamos el paso. Chase, Jack y Rat se hicieron a la cabeza, pero Chase fue el único que no sacó su arma del cinto. A mi lado, Sean quiso advertir a Rebecca tocándola en el hombro, pero ella hizo caso omiso y se inclinó con mayor vigor en las muletas para empujarse adelante en la arena.

      Jack simuló una arcada.

      —Pescado —dijo—. Pescado muerto.

      Billy y yo nos adelantamos para ver mejor, pero a medida que nos acercábamos a la cabeza de la marcha, el hedor se hacía más y más nauseabundo. Siguiendo el ejemplo de Chase, hundí mi nariz en el pliegue del codo y luego, cuando una súbita brisa descorrió la niebla, me detuve en seco.

      Aquí la arena ya no era blanca y fina como alguna vez fue, sino negra, reteñida por olas de petróleo viscoso durante la marea alta. Charcos tornasolados y relucientes, aún en la escasa luz, llenaban cada depresión en el suelo. Un reguero de animales cubiertos por capas de petróleo yacían a lado y lado del sendero: peces, tortugas, criaturas marinas que no conocía, y aves, plumas blancas apelmazadas en brea, picos abiertos, ojos en blanco. Ni siquiera gusanos ni insectos se los comían.

      Así durante kilómetros.

      Contuve las ganas de vomitar. La bilis en la garganta me supo a podrido. Imaginé lo que debía ser ahogarse en petróleo, que entrara a los pulmones y cubriera luego las paredes del estómago, viscoso y tóxico. Con un sacudón quise regresar, pero todo lo que quedaba detrás de nosotros era más muerte.

      Busqué los ojos de Chase, que miraba al frente, y presentí su dolor por todas estas vidas perdidas.

      —Qué asco —susurró Billy.

      Permanecimos en respetuoso silencio, atónitos un instante más, y entonces, tras el estruendo ensordecedor de un trueno, se abrieron los cielos.

      DE HABER RASTROS EN LA ARENA, la tormenta ya los había barri­do, de manera que nos dirigimos tierra dentro peinando arbustos y árboles próximos a la playa en busca de trozos de ropa desgarrada, restos de hogueras, cualquier