Durante las últimas décadas ha habido una aproximación entre los puntos de vista hermenéutico y naturalista. Las discusiones en torno a la explicación de las acciones humanas, aún las restringidas a elucidar las bases lógicas del llamado silogismo práctico, influyeron sin duda para producirla. Pero en buena medida, el acercamiento ha derivado de la complejización de los análisis de la epistemología de las ciencias naturales. Las “nuevas” filosofías de la ciencia estuvieron conectadas, precisamente, con un nuevo tratamiento de los problemas semánticos de los lenguajes de estas ciencias, que dio mayor relieve al papel de la intersubjetividad y la acción en la constitución de los significados. Los problemas asociados con la tesis de la inevitable “carga teórica” de los términos observacionales, o la cuestión de la conmensurabilidad de los lenguajes de teorías muy divergentes respecto de lo que parecía ser el mismo tema, son algunos casos paradigmáticos. Un resultado de este movimiento ha sido el reconocimiento, dentro de la filosofía de la ciencia natural, de problemas similares a los considerados típicos del estudio de las ciencias sociales. Destacando, por ejemplo, la cuestión del papel de la actividad intersubjetiva –con su carga habitual de holismo, teleología y dialéctica– en la determinación de los fenómenos para los cuales se procura una teoría explicativa objetiva. Sin duda, dentro de lo que cabe llamar filosofía analítica del lenguaje, la obra de Ludwig Wittgenstein (1889-1951) y la de John Langshaw Austin (1911-1960) deben mencionarse entre las que contribuyeron a estos cambios. Baste recordar el efecto multiplicador de nociones como la del lenguaje como forma de vida, o de la teoría austiniana de los actos de habla, o de los principios griceanos de racionalidad comunicativa. Pero también el holismo propugnado por William Van Orman Quine (nacido en 1908) para el análisis del lenguaje, especialmente tal como fue desarrollado por Donald Davidson (nacido en 1917), es de especial interés en este contexto.
En el centro del análisis de la significatividad lingüística, Quine puso la noción de traducción, que no era sino una forma de pensar las condiciones que hacen posible la intelección de lo dicho por alguien. Pensó que esa comprensión sólo puede alcanzarse a través de conjeturas parciales provisorias, cuya persistencia, modificación o rechazo dependen de su capacidad para integrarse en una teoría interpretativa del lenguaje total de la comunidad de hablantes que se busca entender. A su vez, el criterio de aceptación de esa teoría global no puede ser otro que su eficacia para permitirle, al intérprete, participar fluidamente en los diálogos de la comunidad. Al estudiar la manera holística como ha de ir construyéndose semejante teoría, Quine creyó advertir motivos para pensar que, en cada caso, existe más de una teoría satisfactoria, y que dos teorías pueden ser adecuadas a pesar de ser incompatibles entre sí. Sobre esta base apoyó su tesis de la indeterminación de la traducción y, aún, de la referencia. Hilary Putnam, tiempo después, sostuvo que es posible dar una prueba formal (y no tan sólo un argumento plausible) de que la indeterminación es inevitable. Davidson continuó esta línea de dos maneras principales. En primer lugar, argumentó en favor de que la forma general de una teoría interpretativa (esto es, una que –por así decir– atribuya significados a todas las expresiones del lenguaje) es la misma que exhibe la caracterización de la noción de verdad debida a Alfred Tarski, que desempeña un papel fundamental en la estructuración semántica de los lenguajes ideales, utilizados para determinar las relaciones lógicas constitutivas de los lenguajes naturales. De esta manera la teoría de la interpretación adquiere un sorprendente grado de sistematicidad. En segundo lugar, sostuvo que tal teoría es inseparable de una teoría que tenga por objetivo atribuir a los hablantes creencias, intenciones, expectativas y, en general, actitudes proposicionales (vale decir, estados mentales con contenido semántico). El conjunto de estas atribuciones ha de respetar ciertas restricciones de racionalidad, difusamente aludidas por el llamado principio de caridad interpretativa. Aunque este planteo no implica univocidad, se pretende que una de sus consecuencias sea la reducción de las alternativas teóricas. Los desarrollos davidsonianos produjeron una caracterización bastante determinada de la tarea interpretativa, clarificando, consecuentemente, la discusión tanto del criterio de aceptabilidad de interpretaciones cuanto de la estructura y dinámica de los sistemas interpretativos.
Como se ve, ni los naturalistas ni los hermeneutas forman una escuela definida o sostienen tesis siempre compatibles. Tampoco es uniforme el examen del lenguaje producido dentro de la tradición no hermenéutica, que llamamos analítica. Es destacable, sin embargo, la proximidad en los planteos más generales sobre la interpretación que encontramos entre los hermeneutas y buena parte de los analíticos influyentes. El interés aumenta cuando se advierte que la vinculación ocurre a pesar de las grandes diferencias en enfoque, recursos y precisiones conceptuales y modos argumentativos vigentes en ambas tradiciones. Es posible que lleguen a interpretarse, es decir, a entenderse un poco y mejorarse mutuamente.
Véanse:
Davidson, D. (1990), De la verdad y de la interpretación, Barcelona: Gedisa (orig. 1984).
Dilthey, W. (1944), El mundo histórico, México: FCE (orig. 1913).
Gadamer, H. G. (1977), Verdad y método, Salamanca: Sígueme (orig. 1960).
Heidegger, M. (1998), Ser y tiempo, Santiago de Chile: Editorial Universitaria (orig. 1927).
Quine, W. (1968), Palabra y objeto, Barcelona: Labor (orig. 1960).
Ricoeur, P. (1995), Teoría de la interpretación, México: Siglo XXI (orig. 1976).
Rorty, R. (1983), La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid: Cátedra (orig. 1979).
Winch., P. (1972), Ciencia social y filosofía, Buenos Aires: Amorrortu (orig. 1958).
Wright, G. H. von (1979). Explicación y comprensión, Madrid: Alianza (orig. 1971).
* Apareció en Di Tella, T. (comp.), Diccionario de ciencias, sociales y políticas, Buenos Aires: Emecé, 2001.
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