Quizá su reticencia lo ofende. Su cháchara se ha interrumpido.
Pero la tensión la ha dejado llena de inquietud. Es muy sensible a los cambios de humor de los adultos, en especial de los hombres adultos.
Qué rápido puede cambiar el humor. Puede cambiar en el término de un instante. Los indicios son cierta rigidez en la mandíbula, los tendones del cuello, una repentina inhalación.
Ven aquí. ¿Adónde crees que vas?
Aquí. Justo aquí. Dije que…
(Pero ¿por qué tiene ahora esos pensamientos inquietantes? ¡Esta mañana, nada menos!).
Cuánto deseaba estar a solas con su recién descubierta felicidad. En la primera mañana de su vida de casada. La primera mañana del resto de su vida… de la señora de Willem Zengler.
Cómo devora ese Zengler el Hayman. ¡Y cuánto lo agradece ella!
Todos los pasajeros del autobús le sonreirían a la señora Zengler, si lo supieran. Cómo se ruborizaría ella, si lo supieran. Seguirían bromas sobre lunas de miel y noches de bodas… ella no las oiría, no encuentra divertidas esas bromas.
Pero esta mañana preciosa, esta mañana en que atesora un secreto mientras el traqueteante autobús de Raritan Avenue la lleva hacia el Centro de Servicios Asistenciales del Condado: si el hombre que va a su lado ha decidido dejarla en paz, se siente segura como para centrarse de nuevo en su felicidad.
Una oleada vertiginosa de alegría, alivio, gratitud. El día de su boda.
(Francamente, no había esperado que ocurriera. Tenía la certeza de que algo terrible lo iba a impedir).
(Lo peor que podría pasarle ahora en la vida sería la muerte de Willem, por lo mucho que lo quiere. Su propia muerte no sería para tanto. Un simple borrón).
Todos los invitados a la boda venían de parte del novio, y tampoco eran muchos. Los parientes de la novia vivían demasiado lejos como para asistir. No podían permitirse viajar. En cualquier caso, algunos creían, remotamente, que la novia era adoptada.
Se pregunta si los Zengler sospechan de ella. En su lugar, ella lo haría.
Si bien es cierto que la gente que sonríe siempre le despierta sospechas.
Es-que-le-to. ¡Esqueleto!
De golpe, como un repentino sabor a bilis en la garganta, el recuerdo vuelve. El sueño…
La víspera, la mañana de la boda. Cuando despertó antes del alba, asustada y temblando, con el camisón empapado en sudor.
Huele su cuerpo. Un olor vergonzoso.
Su temor, ahora que está casada y ya no puede dormir sola, es despertar tartamudeando y sollozando de ese sueño, o de otro. Y que Willem vea por primera vez su rostro contraído por el miedo.
El miedo vuelve fea una cara bonita. Oculta siempre tu temor.
Oculta siempre tus flaquezas, como hacen los animales.
Por suerte, todo lo que recuerda de su noche de bodas es un borrón de (ebria) felicidad. Llevaba demasiado tiempo siendo virgen, y su joven y ardiente marido cristiano llevaba demasiado tiempo «esperándola», según dijo, en lo que fue una protesta y una muestra de orgullo a partes iguales, porque se tomaba en serio su religión. Su familia era metodista y no creía en lo que se daba en llamar (singularmente) «relaciones prematrimoniales».
Claro, había dicho, el chico presiona a la chica, en especial si es su prometida, como si estuviera pasándola mal, sufriendo, pero, para sus adentros, no quiere que la chica ceda.
Que la chica ceda. Ella escucha muy atentamente.
Porque… ¿sabes por qué?
Ella contesta que no. ¿Por qué?
(¡Claro que sabe por qué! Qué estupidez).
Si una chica es «fácil», significa que puede ser «fácil» también con otros hombres. Willem le explica eso con mucha seriedad.
Con la misma seriedad con la que ella lo ha oído explicar que su nombre no es William. Es Willem.
¿Quién le habría contado eso?, se había preguntado la prometida. ¿Quién les cuenta a los chicos esas cosas sobre las chicas? ¿Sobre las mujeres?
Seguramente los chicos mayores. Willem tiene hermanos, primos.
Que son buenos chicos cristianos, pero aun así tienen pensamientos sucios como casi todos los demás chicos. O los normales, al menos.
No es algo que la haga sentirse orgullosa, pero ha engañado a Willem Zengler muchas veces. Incluso antes del compromiso.
No con otros hombres. No con chicos. No, ella ha engañado a Willem del mismo modo en que ha engañado a otros: ocultándole la verdadera naturaleza de su alma, que está manchada, descolorida, tan repugnante como una esponja sucia.
Cualquier cosa mala que me ocurra, me la merezco.
No me merezco ninguna cosa buena que me ocurra.
Le ha dicho a Willem que se llama Abby; es decir, Gabriella, y que Abby es su diminutivo.
Su nombre auténtico, su nombre legal, el que aparece en su partida de nacimiento, no tiene nada que ver con Abby ni con Gabriella. Por alguna razón que no sabe explicar, se presenta como Abby a las personas de su edad a las que espera caerles bien.
El nombre que figura en su partida de nacimiento es Miriam Frances Hayman. No es ella.
Willem y ella se conocieron en los Servicios Asistenciales, donde ella trabajaba en el Centro de Rehabilitación para Invidentes. Willem era uno de los diez o doce jóvenes cristianos voluntarios que acudían una vez por semana a leerles a las personas ciegas.
Al principio, él no le había gustado. No quería que le gustara. Con solo echarle un vistazo —alto, rubio, buenmozo de un modo juvenil y amables ojos azules—, algo en sus entrañas había sido presa del pánico, se había encogido, se había hecho un ovillo como un gusano que quisiera protegerse.
El deseo sexual, o cualquier fugaz sacudida de emoción. En el vientre, en el corazón. Hace que los ojos se le llenen de lágrimas. No.
Le parece un poco descarado, aunque divertido, el modo en que algunas de sus compañeras de trabajo se las arreglaban para cruzarse con Willem Zengler siempre que podían. El Centro de Rehabilitación estaba situado en la planta baja del edificio de Servicios Asistenciales, no muy lejos de unos baños de mujeres. ¡Qué conveniente!
Algunas mujeres (casadas) que deberían haber sido un poco más sensatas en lugar de ponerse a recorrer los pasillos con la esperanza de toparse con ese joven voluntario cristiano alto y rubio que las saludaba como un caballero, pese a que no era más que un chico de veinticinco, si no más joven.
Incluso la supervisora del centro (tenía que rondar los cincuenta) lo abordaba con risueños comentarios y preguntas; qué desfachatez.
Hasta las mujeres ciegas parecían darse cuenta. Quizá olisqueaban algo. La voz nasal y cantarina de Willem, que en cualquier otro lector habría resultado chillona e irritante, conseguía cautivarlas.
Por favor, póngame a Willem Zengler. Si hay una lista, por favor ponga mi nombre en ella. ¡Gracias!
El padre de la propia Abby había sido muy buenmozo, según se decía. Como una estrella del cine clásico… ¿Alan Ladd?
No tiene el menor recuerdo de su padre. Ni buenmozo ni nada. Sencillamente, no lo recuerda.
Desapareció cuando ella tenía solo cinco años. Eso le habían contado.
Tampoco había imágenes. No había sobrevivido ni una sola foto.
Sí