—Tengo un cuarto en la casa —replicó—, y parte de la semana duermo ahí, sobre todo si tienen visitas. Pero necesito un lugar propio donde pueda estar por mi cuenta, si usted me comprende. Un poco de paz y tranquilidad.
—La comprendo muy bien, Ernestine —dije levantándome del sofá, al ver que Renoir se paraba de su silla junto a la puerta.
—Y ahora, ¿qué hará usted? —inquirí—. ¿Va a volver, ahora que ya se llevaron el cuerpo?
—Eso depende de lo que decida hacer la señora Torrance, supongo —repuso—. Tal vez no quiera vivir ella sola en esa casa enorme y vieja. Pienso que no dan muchas ganas de dormir allí, después de esto. Tendré que esperar y ver qué sucede.
Nos abrió la puerta para que saliéramos.
—Haré lo que sea mejor para ella. Ha sufrido mucho, bendita sea.
Salimos al aire caliente y pegajoso de la calle. Aun a esa hora temprana, el ambiente se sentía tan espeso y pesado que costaba trabajo andar en él.
—¿Qué piensas, Renoir? —le pregunté.
—Me pareció una buena mujer, señor.
—En efecto. Pero a veces son las que parecen buenas las que te pueden sorprender. Examina los archivos en la estación cuando regresemos. Busca lo que se sabe del difunto marido. Yo voy a echar un vistazo al testamento de Trey Torrance.
—Señor, ¿no pensará usted que…?
—Por el momento no pienso nada. Quizá pescó un virus y murió de un ataque al corazón. Pero alguien envió ese muñeco. Alguien deseaba su muerte.
El testamento resultó muy sencillo. Después de varios donativos generosos a instituciones de caridad, incluida una suma suficiente para que su Carnival Krewe siguiera con sus lentejuelas por muchos años, el resto de su fortuna pasaba a su amada esposa. La señora Torrance era ya una viuda rica. Debí parar ahí. Dios sabe que tenía muchos otros casos de mayor urgencia —un chico herido de bala al salir de un club de baile la noche anterior o la desaparición de una madre de cuatro hijos—, pero me seguía intrigando Maman Boutin. Y aún no creía en el vudú.
Tipos como Trey Torrance se hacen de enemigos. ¿Tendría planes un competidor por aquellos terrenos? ¿O un rival en otro negocio? Pensé a quién pudo contarle sobre la maldición vudú, quiénes lo visitaron durante la enfermedad y quién enviaría el muñeco. Puse a Renoir a verificar los negocios de Torrance y le encargué que me llamara tan pronto como supiera algo del muñeco. No tenía demasiadas expectativas.
Mientras tanto, le hice otra visita a la señora Torrance. Quería saber sobre los medicamentos de Trey.
—¿Las medicinas de mi marido? —preguntó perpleja—. ¿Qué tiene que ver eso?
—Se hallaron trazas de digoxina en su sistema y debo verificar si lo que tenía prescrito era en efecto digoxina.
—El frasco está en su botiquín —me informó, y me condujo a un lujoso cuarto de baño, con bañera de mármol y complementos de cristal. Allí no escatimaron en gastos. Me enseñó el frasco.
—Aquí está —anunció.
—¿Cumplía con sus medicamentos?
—Para nada —repuso ella—. Trey se creía inmortal. Nunca se habría tomado una pastilla si no fuera porque Ernestine o yo se la llevábamos regularmente.
—Gracias. Es todo lo que necesitaba.
Le devolví el frasco. Ella lo mantuvo en la mano.
—¿Cree que está bien tirarlo ya?
—Mejor guárdelo un poco más, por si se ofrece —le dije con una sonrisa tranquilizadora.
Yo era bueno para esa clase de sonrisas. Llevaba veinte años practicándolas, sin permitir que ningún músculo de la cara traicionara lo que pensaba en realidad. En este caso noté el nombre del doctor que recetó las pastillas. Advertí que el uno de octubre le recetaron sesenta, para que las tomara tres veces al día. Vi que sólo quedaban diez. Aun si hubiera comenzado a tomarlas en la fecha en que le fueron recetadas, debían quedar por lo menos quince. Así que o bien las había perdido, o bien alguien le prestó ayuda para llegar al otro mundo.
Hice una llamada al médico de la familia.
—La señora Torrance me dijo que usted aumentó la dosis de sus medicinas después de que su corazón latió con un ritmo anormal —le dije.
—Un aumento ligero.
—¿Más de tres píldoras al día?
—No. El mismo número con mayor concentración.
—Gracias —volví a colgar. Mi corazonada era acertada.
Al volver al cuartel general me recibió en la puerta un Renoir muy emocionado. Por primera vez se le veía animado.
—Descubrí quién compró el muñeco —dijo en voz tan alta que todos los que estaban en el corredor volvieron la cabeza.
—Qué bien —dije, dándole una palmadita en la espalda—. ¿Quién fue?
—Una mujer.
Lucía muy satisfecho de sí mismo.
—Genial. Eso elimina a la mitad de la población.
Renoir ignoró el sarcasmo.
—¿Sabía usted que hay tiendas de vudú aquí mismo en Nueva Orleans? ¡Uno puede ir a una tienda y comprar grisgrís, diseños de veve y hechizos!
—Nada de este lugar me sorprende —repuse—. ¿Encontraste la tienda?
—La encontré en internet. Uno puede buscar lo que sea en estos días. Fui y el dueño me dijo que usualmente venden los muñecos a los turistas, pero esta mujer era claramente local. La compró hace unas tres semanas. Así que esto lo prueba, ¿no, señor?
—¿Prueba qué?
—Que ella le mintió.
—¿Quién me mintió?
—Maman Boutin. Mintió sobre enviar el muñeco.
—¿Qué te hace pensar que la mujer era Maman Boutin?
—El tipo de la tienda dijo que era claramente local. Maman Boutin ciertamente se ve y suena como alguien local, ¿no diría usted?
Le puse una mano en el hombro.
—¿Te dio una descripción de la mujer?
—Bueno, no, señor. Pero supuse…
—Regla número uno. Si quieres conservar este trabajo, Renoir, consigue todos los datos antes de abrir la boca. Vamos. Llévame de regreso a la tienda.
A lo largo del camino, Renoir permaneció en silencio, en actitud contrita. Se estacionó afuera de una hilera de pequeñas tiendas en las orillas del barrio viejo, convertidas en un área turística.
El dependiente se mostró sorprendido al ver de nuevo a Renoir. Éste, por su parte, lucía mortificado.
—En realidad no puse mucha atención en los detalles —dijo el dependiente—. Pero me acuerdo de ella porque no era el tipo de mujer que habitualmente llega a la tienda. De edad media, bien vestida. El pelo arreglado. Los turistas no suelen usar buena ropa ni tacones altos cuando pasean por la ciudad.
Volvimos al auto.
—¿Puedes creer que Maman Boutin iba a venir al centro de la ciudad para comprar un muñeco, Renoir? —pregunté—. Si ella quisiera enviar un muñeco, lo habría hecho ella misma, para ponerle su propia magia.
—Supongo que eso es cierto —murmuró, aún contrito.
—Entonces, ¿qué piensas? —volví a preguntarle.
—¿Yo?