Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Brian McClellan
Издательство: Bookwire
Серия: Los magos de la pólvora
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874793157
Скачать книгу
era para eso —resolló el diocel. Levantó la barbilla—. Era para el propio rey. Para que pudiera quitarse la vida con honor y no ser abatido por un traidor impío.

      Tamas extendió sus sentidos, en busca de más cargas de pólvora, pero no había ninguna.

      —Solo trajo una pistola, con una bala —dijo—. Habría sido más bondadoso traer dos. —Dirigió la mirada hacia la reina, que aún seguía rezándole a la Cuerda de Kresimir.

      —No se atrevería —dijo el diocel.

      —¡No lo hará! —lo interrumpió el rey—. No nos matará. No puede. Somos los elegidos de Dios. —Respiró hondo, temblando.

      Tamas sintió un poco de pena por él. Sabía que Manhouch era más viejo de lo que parecía, pero en realidad no era más que un niño. No tenía la culpa de todo. Consejeros ambiciosos, tutores idiotas, hechiceros indulgentes. Había una gran cantidad de motivos por los que había resultado ser un mal (no, un terrible) rey. Sin embargo, era el rey. Tamas aplastó su pena. Manhouch se enfrentaría a las consecuencias.

      —Manhouch XII —dijo—, queda arrestado por su completa negligencia hacia su pueblo. Será llevado a juicio por traición, fraude y asesinato por inanición.

      —¿Un juicio? —susurró el rey.

      —El juicio será ahora mismo —dijo Tamas—, y yo seré el juez y el jurado. Ha sido encontrado culpable ante el pueblo y ante Kresimir.

      —¡No pretenda hablar en nombre de Dios! —exclamó el diocel—. ¡Manhouch es nuestro rey! ¡Autorizado por Kresimir!

      Tamas rio sin alegría.

      —Es rápido para invocar a Kresimir cuando le conviene. ¿Piensa en él cuando tiene una concubina entre sus sábanas de seda o cuando come un plato de manjares con el que se podría haber alimentado a cincuenta campesinos? Su lugar no es a la derecha de Dios, diocel. La Iglesia ha autorizado este golpe de estado.

      El diocel abrió grandes los ojos.

      —Yo lo habría sabido.

      —¿Los archidióceles le cuentan todo? Ya me imaginaba que no.

      Manhouch juntó fuerzas y sostuvo la mirada de Tamas.

      —¡No tienes pruebas! ¡Ni testigos! ¡Esto no es un juicio!

      Tamas extendió la mano hacia un lado.

      —¡Mis pruebas están ahí afuera! ¡La gente no tiene trabajo y está muriendo de hambre! Sus nobles se lo pasan putañeando y cazando, y tienen carne en sus platos y vino en sus copas, mientras el ciudadano común muere de hambre en la alcantarilla. ¿Testigos? Planea entregarle toda la nación a Kez con los Acuerdos de la próxima semana. Prefiere convertirnos a todos en vasallos de un poder extranjero con tal de que condonen su deuda.

      —Afirmaciones sin fundamento, dichas por un traidor —murmuró Manhouch sin convicción.

      Tamas meneó la cabeza.

      —Será ejecutado al mediodía, junto con sus consejeros, su reina y cientos de sus parientes.

      —¡Mi camarilla te destruirá!

      —Ellos ya han sido ejecutados.

      Manhouch palideció aún más, comenzó a temblar violentamente y cayó al suelo. El diocel avanzó lentamente. Tamas observó al rey por un momento y descartó la imagen espontánea de un joven príncipe de unos seis o siete años saltando en su regazo.

      El diocel llegó hasta donde estaba el rey y se arrodilló. Levantó la mirada hacia Tamas.

      —¿Esto es por lo de su esposa?

      “Sí”. Tamas respondió en voz alta:

      —No. Es porque Manhouch es la prueba de que las vidas de toda una nación no deberían estar sujetas a los caprichos de un idiota innato.

      —Usted es capaz de destronar a un gobernante nombrado por Dios y de convertirse en un tirano, ¿y aun así afirma que ama Adro? —repuso el diocel.

      Tamas miró a Manhouch.

      —Dios ya no autoriza todo esto. Si usted no estuviera tan cegado por sus sotanas forradas en oro y sus jóvenes concubinas, vería que es así. Manhouch se merece el abismo por su negligencia para con Adro.

      —Seguramente usted se lo encontrará allí —dijo el diocel.

      —No lo dudo. Estoy seguro de que la compañía será de todo menos aburrida. —Tamas arrojó la pistola vacía a los pies de Manhouch—. Tiene hasta el mediodía para hacer las paces con Dios.

      Taniel se detuvo un momento en el último escalón de la entrada de la Casa de los Nobles. A esa hora de la mañana, el edificio estaba oscuro y silencioso como un cementerio. Había soldados apostados a intervalos en los escalones, en la calle y en cada puerta. Reconoció a los hombres del mariscal Tamas, con sus uniformes azul oscuro. Muchos de ellos lo conocían de vista. Los que no lo conocían, veían el barril de pólvora de plata sujeto a su chaqueta de gamuza. Uno de ellos lo saludó con la mano. Él devolvió el gesto, luego extrajo una tabaquera y se echó una línea de pólvora negra sobre el dorso de la mano. La aspiró.

      La pólvora lo hacía sentir vibrante, animado. Le agudizaba los sentidos y la mente. Hacía que le latiera más rápido el corazón y le calmaba los nervios. Para un Marcado, la pólvora era vida.

      Taniel sintió una palmada en el hombro y se volvió. Su compañera era una cabeza más baja que él, y su cuerpo era menudo como el de un niño. Llevaba un sombrero de ala ancha que le cubría casi todas las facciones y un abrigo de viaje que le llegaba a los pies; no parecía muy grueso, pero la mantenía abrigada. Estaba comenzando la primavera y el clima estaba fresco, y Ka-poel provenía de un lugar mucho más cálido.

      Ella señaló con curiosidad el edificio que tenían delante de ellos. Su mano era pequeña y estaba cubierta de pecas. Taniel tuvo que recordarse a sí mismo que ella nunca había visto un edificio como la Casa de los Nobles. Con sus seis pisos y el ancho de un campo de batalla, la sede del gobierno adrano era lo suficientemente amplia para albergar las oficinas de cada uno de los nobles y a su personal.

      —Llegamos. —La voz de Taniel sonó inusualmente rígida en el silencio matutino—. Aquí nos dijeron sus soldados que viniéramos. Él no tiene una oficina aquí. ¿Habrá sucedido esta noche? Yo podría haber elegido un mejor momento… —Se quedó callado.

      Le estaba parloteando a una muda, lo que hacía evidente su nerviosismo. Tamas se pondría furioso cuando se enterara de lo de Vlora. Por supuesto, la culpa sería de Taniel. Se dio cuenta de que aún sostenía la tabaquera. Le temblaban las manos. Se echó otra línea sobre el pulgar. Aspiró la pólvora e inclinó la cabeza hacia atrás con el corazón latiéndole deprisa. Las siluetas en la oscuridad se volvieron más precisas; los sonidos, más fuertes. Suspiró ante el alivio que le brindaba el trance de pólvora. Sostuvo una mano en alto, a la luz del farol de la calle. Ya no le temblaba.

      —Pole —le dijo a la chica—, no he visto a Tamas en mucho tiempo. Es un hombre duro con todo el mundo, salvo con unos pocos... Sabon. Lajos. Esos son sus amigos. Yo soy solo otro soldado. —Unos ojos verdes lo observaron por debajo del sombrero—. ¿Entiendes? —preguntó.

      Ka-poel asintió levemente con la cabeza.

      —Ten —le dijo. Metió la mano en el frente de su chaqueta y extrajo su cuaderno de bocetos. Se trataba de un libro viejo, desgastado por el uso y los viajes, encuadernado con piel de becerro. Pasó algunas páginas hasta que encontró un retrato de Tamas y se lo entregó a Ka-poel. El boceto estaba hecho en carboncillo y estaba borroneado por el desgaste, pero el rostro severo del mariscal de campo era difícil de confundir.

      Ella estudió el dibujo un momento y luego le devolvió el cuaderno.

      Taniel empujó una de las enormes puertas y se dirigió al gran salón. El lugar estaba completamente