Las noticias que llegaban a España obligaron a los soberanos a enviar un visitador con plenos poderes, Bobadilla, caballero de la Orden de Alcántara y hombre de buena fama. Bobadilla llegó en agosto de 1500, ocupó la casa de Colón, se posesionó de sus bienes y documentos, encarceló a los tres hermanos —el almirante se sometió con serena dignidad— y, después de haber oído las acusaciones y retenido los tesoros debidos a la corona, los envió a España.
«—Vallejo, ¿dónde me lleváis? —preguntó el almirante al oficial que fue a la cárcel para conducirle a bordo.
»—Señor, al navío va vuestra Señoría a se embarcar —respondió Vallejo.
»—Vallejo, ¿es verdad? —preguntó el almirante.
»—Por la vida de vuestra Señoría, que es verdad que se va a embarcar —respondió Vallejo, que era un noble hidalgo, con la cual palabra se conhortó, y cuasi de muerte a vida resucitó.»
Se negó a que le quitaran los grilletes y llegó a Cádiz encadenado. Los reyes, al enterarse de ello, ordenaron su libertad, le enviaron una respetable cantidad de dinero, le recibieron en Granada en una emocionante entrevista y decretaron la devolución de sus bienes en la Española. Reemplazaron a Bobadilla —cuya conducta en este asunto desaprobaron— por Ovando, el cual ocupaba un alto puesto en la Orden de Alcántara, hombre prudente, justo, digno y noble, en opinión de Las Casas. Gómara dice de él: «Ovando pacificó la provincia de Xaragua con quemar 40 indios principales y ahorcar al cacique Guayorocuya y a su tía Anacuona, hembra absoluta y disoluta en aquella isla.»
En realidad, la corona se preocupaba ya de la administración de los nuevos territorios: un Ministerio colonial iba configurándose, que luego se concretó en el famoso «Consejo de Indias» con Juan de Fonseca, más tarde obispo de Burgos, hombre público de prudencia y capacidad probadas, y la Casa de Contratación, que se ocupaba del comercio de ultramar, establecida en Sevilla poco después de marchar Colón en su segundo viaje. La animosidad obstaculizadora que Fonseca mostraba hacia Colón se debía en parte, opina Las Casas, al modo de ser independiente del almirante y a la indiscreta impaciencia de éste ante los fastidiosos trámites oficiales. Esta animadversión fue exagerada probablemente por los amigos de Colón; pero las actuaciones posteriores de Fonseca, sobre todo su antagonismo con Balboa y Cortés, le presentan como un burócrata carente de entusiasmo idealista y de espíritu acogedor. Sin embargo, hay que admitir que no eran los conquistadores personas muy fáciles de tratar.
Ya se lanzaban otros navegantes por las rutas inexploradas. Un real decreto de 4 de abril de 1495 permitía solicitar, bajo estrictas condiciones, licencia de la corona para emprender alguna exploración occidental. Una protesta de Colón dio lugar, si no a la revocación del decreto, por lo menos a una orden (junio de 1497), exceptuando los casos en que dichas expediciones pudieran infringir los derechos del almirante. Colón modificó luego sus pretensiones, insistiendo únicamente en que las licencias reales fueran refrendadas por sus agentes de Sevilla. En 1499-1500, cinco expediciones, capitaneadas por acompañantes de Colón en sus anteriores viajes, y sobre la base de los descubrimientos de éste, cubrieron 3.000 millas de la costa desde el 7° de latitud Sur hasta el istmo. Ojeda, acompañado por dos famosos navegantes, Juan de la Cosa y Américo Vespucio[6], exploró la costa de Guañana y del país que él llamó humorísticamente Venezuela (pequeña Venecia), encontrando cabañas indias sostenidas por pilares sobre al agua del golfo de Maracaibo. El sistema de Ojeda era más combativo que diplomático, y sus frecuentes luchas con los indígenas constituyeron una desafortunada introducción de la civilización europea en aquellas tierras.
Bastidas, notario de Sevilla, continuó la exploración por el istmo de Panamá[*]. Aunque en el viaje de regreso perdió sus dos barcos en la costa de la Española, Bastidas y sus hombres consiguieron transportar, viajando a pie, tesoros suficientes para hacer productiva la expedición. Entretanto, Vicente Yáñez Pinzón cruzaba el Ecuador, descubría la desembocadura del enorme Amazonas y costeaba la playa brasileña; pero, habiendo perdido cuanto aventuraba en esta empresa, volvió Pinzón a España con unos cuantos exhaustos supervivientes de la tempestad y del naufragio.
Lepe, piloto de Palos, llegó aún más al sur de la costa brasileña. Pero la aventura más rica en consecuencias fue la de Peralonso Niño, que se embarcó para la costa de las Perlas en un barco de 50 toneladas con 33 hombres y, al regresar al cabo de once meses, causó la admiración de todos mostrando perlas de gran tamaño, además de oro y valioso palo de Campeche. Se sospechó que la tripulación se había guardado muchas perlas, aparte de las que satisficieron los impuestos reales. De otros viajes quedaron algunas vagas referencias. El almirante protestó contra la concesión de licencias sin su intervención, así corno contra las crueldades de algunos aventureros que desacreditaban a la raza blanca y que iban en detrimento de posteriores empresas.
Hasta entonces la corona había obtenido poco provecho de estos descubrimientos occidentales, pero había claros indicios de un posible imperio colonial extensísimo y grandes rentas futuras. Por eso no es de extrañar que el almirante —que había abierto el camino para todo esto— recibiera el encargo de los reyes de ponerse al frente de otra expedición (1502-1504), con jurisdicción civil y criminal sobre 140 hombres, pagados por la corona, por cuya cuenta fueron asimismo arrendadas y equipadas cuatro naves. Se determinó previamente el rumbo a seguir, con órdenes de no tocar en la Española a la ida; también se planeó la busca de tesoros y el establecimiento de una colonia en las tierras que se descubrieran. Acompañaron al almirante su hermano Bartolomé y Fernando, su hijo ilegítimo, de catorce años de edad, el cual cobraba la paga del rey como un miembro más de la expedición. Demuestra que el almirante iba al mando de una escuadra de guerra real, y que se le trataba con señalada confianza, el hecho de que los Reyes Católicos les enviaron orden, poco antes de zarpar, de modificar su rumbo para socorrer a un puesto portugués en África que había sido sitiado por los moros. Los documentos que atestiguan estos preliminares y la historia de este viaje están recogidos por Navarrete, cuya Colección de Viajes (Madrid, 1823-1837) continúa siendo la principal e indispensable autoridad en lo referente a los viajes de Colón, y forma la parte más valiosa de la Raccolta, publicada en 1892. El almirante llevó debidamente a cabo el encargo, para encontrarse con que el sitio de la playa había cesado y la guarnición portuguesa no necesitaba ya la ayuda que él llevaba.
Este último viaje de Colón al mando de una escuadra real se destaca en la historia de las exploraciones y conquistas, pues así como Colón había sido el primero en descubrir las Antillas y el Continente, ahora iba a ser el primero en explorar la región conocida después con el nombre de América Central, con la idea de encontrar un estrecho y establecer una colonia en tierra firme. Fue también el primero que entró en contacto —un rápido contacto en realidad— con la admirable civilización o semi-civilización del Yucatán y de la región mejicana. Su empresa se caracterizó por una gran persistencia en el esfuerzo, a pesar de los desastres que se acumularon y de las enfermedades agotadoras.
Antes de su marcha escribió al Papa: «Gané 1.400 islas y 933 leguas de tierra-firme de Asia, sin otras islas famosísimas... Estas islas (Española) es Tarsis, es Cethia, es Ofir y Ophaz y Cipanga." Con su viaje intentó justificar tales pretensiones hallando ricas tierras hacia Poniente, y más y más oro. «El oro es excelentísimo —escribió—; de oro se hace tesoros, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso.»
Antes de partir de España, el almirante completó su Libro de los Privilegios, esto es, de los privilegios que le habían sido concedidos, así como su extraño Libro de las Profecías, en el que trata de probar que