Leer a Bernal Díaz es como oír el relato de alguno que, sin ninguna preparación literaria ni oratoria, poseyera el arte natural del novelista innato, la facultad de dar un sentido vital a todo lo que cuenta: las penalidades del cansancio, el hambre, las heridas, la fiebre, el peligro; los guerreros aztecas, tan vistosos con sus adornos con plumas en el cabello; la magnificencia fantástica de la corte de Moctezuma, el horror de los sacrificios humanos, la confusa y funesta pesadilla de la noche triste, el redoblar del gran tambor de piel de serpiente cuando los cautivos cristianos subían las escaleras de la pirámide para ser sacrificados, y la victoria final, contada sin una palabra de retórica o de triunfo, pero con la más intensa fuerza narrativa.
Díaz dice francamente lo que piensa de Cortés, censura las imprudencias y terquedades que en ocasiones tenía el caudillo, y le acusa de injusto en el reparto del botín y de las mujeres bonitas, así como que escribiese al emperador: «Hice esto. Ordené a uno de mis capitanes hacer aquello», en vez de reconocer el tanto de mérito de sus bravos compañeros. Pero, en general, habla Díaz con leal y cariñosa admiración del valiente capitán Hernán Cortés, que era el primero en poner la mano en cualquier tarea audaz; ponía gran cuidado en todo y era muy previsor. El viejo soldado cierra su Verdadera historia con un relato brillante y simpático del capitán y compañero que él había estimado y seguido.
La historia de Nueva España comienza cuando algunos hombres de la Española, entre ellos Bernal Díaz, cansados de padecer sin provecho y sin gloria el hambre y la peste, se procuraron un barco y abandonaron a Pedrarias, poniendo proa a Cuba. No hallando allí fortuna, se unieron a otros decepcionados y ambiciosos —un centenar en total—, y, con permiso y ayuda de Velázquez, se embarcaron en tres naves en busca de nuevas tierras, eligiendo jefe a Francisco Hernández de Córdoba, caballero capaz y valiente, según su amigo Las Casas. Tras salir del extremo occidental de Cuba, llegaron en febrero de 1517 a la costa del Yucatán. Aquí todo era nuevo para ellos. Les admiró el encontrar gente vestida de algodón teñido, cultivos de maíz, ídolos monstruosos cuidadosamente labrados y una ciudad torreada, construida de albañilería, tan exótica e imponente para sus ojos aún no habituados, que le pusieron el Gran Cairo. Su asombro estaba justificado. Habían tropezado con una cultura elaborada y artística, distinta de cuanto existía en el Viejo Mundo[4].
Pero donde quiera que desembarcaban o trataban de llenar sus pipas de agua, eran asaltados —tras breve muestra de amistad y algunos cambios de abalorios por oro— con chaparrones de flechas y piedras, pues los inteligentes y vigorosos mayas, aunque desconocedores del hierro y el bronce, y viviendo aún en la Edad de Piedra, no sólo eran expertos arqueros y honderos, sino también guerreros decididos nunca sojuzgados por los aztecas de Méjico, que habían dominado a los pueblos vecinos. En esta primera expedición sólo la mitad escasa de los expedicionarios pudo resistir para volver a Cuba, donde a los diez días murió Córdoba de sus numerosas heridas.
Velázquez, al ver las muestras de oro, preparó una segunda expedición, triple que la primera, al mando de su primo Grijalva, hombre de reconocida lealtad y prudencia, para establecer el tráfico con las nuevas tierras. En Campeche hubo una batalla y cayeron 13 españoles. En los demás puntos de su largo viaje costanero, desde el cabo Catoche hasta Tampico —una mitad de la playa caribe de la actual República mejicana—, se presentaron los nativos a Grijalva, en son de amistad, ofreciendo alimentos a los españoles y cambiándoles joyas de oro por cuentas de cristal, pues éstas eran las instrucciones del gran Moctezuma, el magnate azteca, que reinaba en una gran ciudad rodeada de agua salada, en una elevada planicie, más allá de las montañas occidentales, y que se consideraba señor de todos aquellos territorios.
Moctezuma había sabido de la llegada y las proezas de los barbudos hombres blancos durante el año anterior por medio de dibujos hábilmente pintados en paños, que veloces corredores le llevaban a su palacio, y ahora también le informaban de los movimientos de Grijalva. Los habitantes de la costa, señalando hacia el Poniente, dijeron a los españoles que el oro abundaba allá. Grijalva, establecido de esta manera el contacto con la gente de la costa, regresó a Cuba portador no sólo de muestras de oro, sino también de una descripción de la espantosa capilla ensangrentada de la isla de los Sacrificios, donde acababan de ser inmoladas a los dioses cinco víctimas humanas, cuyos corazones les habían arrancado.
Velázquez, molesto de que Grijalva, demasiado fiel a sus instrucciones, no hubiese intentado algo más, preparó una tercera expedición, poniendo a su frente a Hernán Cortés, alcalde de la ciudad de Santiago. Cortés había pasado una juventud alegre y despreocupada en la Universidad de Salamanca y en Medellín, su ciudad natal, donde escapó por milagro de una aventura amo rosa. En 1504 se embarcó para las Indias en busca de fortuna. Señalado por sus eficaces servicios en la «pacificación» de la Española y la galante audacia de sus asuntos amorosos, fue con Velázquez a Cuba como secretario; pero, siendo una persona agradable en sociedad y un compañero solicitado, dejaba a un colega el trabajo pesado de oficinas, mientras él se dedicaba a las aventuras sensacionales, que una vez le condujeron a la cárcel, otra vez a nadar para salvar la vida y, por último, a un matrimonio impremeditado, aunque, una vez casado, declaró a Las Casas que estaba tan satisfecho de su mujer como si hubiera sido la hija de un duque. Velázquez, que le había encarcelado, se reconcilió con tan agradable y animosa persona, fue padrino del hijo de Cortés y dio a éste el mando de la nueva expedición. Cortés poseía todas las condiciones de un caudillo, incluso una discreta independencia que no le comprometía. Un típico caballero español, de inquebrantable lealtad para con el rey; pero, conquistador típico a la vez, estaba decidido a no obedecer a nadie que no fuera el rey.
Velázquez comprendió este peligro y revocó la designación; pero ya era demasiado tarde. Cortés había levado anclas en Santiago y se encontraba en el otro extremo de la isla reclutando gente y almacenando víveres que no podía pagar. «A la mi fe, anduve por allí como un gentil corsario», decía luego a Las Casas. Sus hombres ya le querían, y Bernal Díaz asegura que habrían muerto por su caudillo. Con objeto de comprar un caballo para uno de sus capitanes, llamado Puerto Carrero, Cortés se arrancó un botón de oro de su ropa, pues ahora que era jefe llevaba hermosos vestidos y sombrero emplumado. Otros capitanes eran: el fuerte y ambicioso Pedro de Alvarado, el cual había mandado un barco cuando Grijalva y ahora seguía a Cortés con sus cuatro hermanos, llamados por los mejícanos, Tonatiuh (el sol), por su valor, belleza y gentiles modales, más tarde conquistador de Guatemala y destinado a un trágico fin; Cristóbal de Olid, maestre de campo, cuyo valor hubiera sido más eficaz acompañado de otro tanto de prudencia, luego ahorcado por rebelde en la conquista de Honduras; Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, notable capitán, el más joven de todos ellos, en quien más confianza y cariño puso Cortés; murió, aún joven, en Palos, cuando acompañó a Cortés a España.
En febrero de 1519 partió para la isla de Cozumel una escuadra de 11 barcos, llevando, aparte de 100 marineros, cerca de 500 voluntarios —entre ellos 32 ballesteros, 13 arcabuceros y también algunos negros y esclavos cubanos—; tenía siete cañones pequeños. Pedro de Alvarado, que alcanzó el primero la isla en un navío más rápido, había ahuyentado a los indios con su imprudencia característica, verificando un pequeño saqueo y haciendo algunos cautivos. Cortés le reprendió