El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: John Vercher
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874793171
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toalla, pero no había nada en el toallero. Cuando tomó el dobladillo de su camiseta para llevárselo a la cara, vio las manchas de sangre de cuando había limpiado el inhalador de Bobby. Se quitó la camiseta y se secó la cara con una parte limpia. Su pecho y su espalda estaban cubiertos de acné y Bobby supuso que alguien adentro le había conseguido esteroides. Aaron se volvió para hacer pis. Tenía el número 88 tatuado en ambos omóplatos y marcas de cigarrillos entre los granos de la espalda que formaban cicatrices redondas y en relieve. Alguien lo había usado de cenicero.

      Cuando se volteó, los ojos de Bobby se dirigieron a la gran esvástica en su esternón; los brazos de la cruz se doblaban en el pecho. Aaron caminó hacia él y Bobby retrocedió hasta chocar contra la pared en el estrecho pasillo. Aaron se apoyó contra el vano de la puerta. Su expresión se suavizó.

      —Escucha, lamento haberme ido al carajo allá abajo. Sé que estás asustado, pero aquí estás a salvo. Siempre estás a salvo cuando yo estoy cerca. Te debo al menos eso. Descansaremos un poco y resolveremos las cosas en la mañana. Te prometo, todo estará bien. Ahora ve a comer algo de pizza antes de que ese idiota se la termine. —Bobby abrió la boca para protestar pero Aaron le dio una palmada en la mejilla, pasó junto a él y caminó hacia otra puerta al final del pasillo.

      Por un instante, Bobby se sintió furioso, mucho más furioso que asustado. Cuando Aaron le dio la palmada en la mejilla, había tenido ganas de tomarlo del cuello y gritarle en la cara. Había querido apretárselo hasta encontrar la enorme nuez de Adán que solía subir y bajar en el cuello escuálido de ese chico a quien Bobby siempre tenía que calmar cuando la hierba lo inducía a un perpetuo estado de paranoia. Nunca había sido al revés. Por supuesto, Aaron estaba borracho, pero debajo de toda esa calma escalofriante, tenía que estar ese mismo chico aterrado.

      Pero no estaba ahí. Sus ojos eran tan fríos como su color azul hielo. Aaron llevaba menos de veinticuatro horas fuera de la cárcel y casi había matado a alguien. Ahora quería pizza. La prisión había creado al Aaron de Prisión, y el Aaron de Prisión hacía lo que pensaba que tenía que hacer, supuestamente, para proteger a ambos. O lo disfrutaba, o no le importaba tener que volver si los atrapaban, o alguna versión retorcida de ambas. La idea hizo que Bobby volviera a sentir pánico.

      Regresó por el pasillo. ¿Habría un teléfono en este tugurio? Debía llamar a Isabel. Vio uno en la pared de la cocina, junto a la sala de estar, y caminó hacia allí; luego se detuvo.

      Aaron tenía razón. ¿Adónde iría? ¿Qué diría? ¿Qué podría hacer Isabel?

      Imaginó una vez más a la madre del chico; lo que menos quería era comer. Regresó para decirle a Aaron que se comiera él esa pizza de mierda, pero Aaron estaba tendido en una cama individual en la habitación al fondo del pasillo, completamente inconsciente. Quizás sí estaba asustado y simular que no lo estaba lo había agotado. O tal vez estaba más borracho de lo que Bobby había pensado al principio y simplemente se había desmayado. Bobby se detuvo al pie de la cama y lo miró con fijeza; luego dejó que sus ojos se relajaran, como había hecho con las imágenes tridimensionales que había visto en el centro comercial, que se suponía se convertían en delfines. No estaba seguro de por qué miraba a Aaron de esa manera en ese momento, ni tampoco sabía qué esperaba ver. Tampoco había visto nunca los delfines que se suponía que vería en aquellas imágenes. Solo le habían hecho doler la cabeza.

      Tres años atrás, Bobby había esperado más de treinta minutos para ver a Aaron. Había sido en su primera semana en prisión. La fila de visitas era larga y apestaba a una mezcla de perfumes y fragancias corporales diferentes que olía a la misma mierda que usaba Isabel cuando salía de noche. Cuando Bobby vio que no había otros hombres allí, le preocupó que pudieran pensar que él y Aaron eran una pareja, y se sintió culpable por pensar en lo que la gente pensaría de él y no en lo que eso podría significar para Aaron. Culpa o no culpa, egoísta o no, el sentimiento lo urgió a marcharse, pero justo cuando acababa de voltearse, un oficial hizo pasar a todos por un detector de metales y los guio hasta las cabinas de visitas.

      Una mujer bastante atractiva se sentó junto a él. Las rodillas de Bobby chocaban contra el fondo de la pared divisora. Ella lo miró con fijeza y él supo, simplemente supo, que la mujer también se estaba preguntando qué hacia un tipo visitando a otro tipo en una cárcel de hombres. Bobby enroscó el cable del teléfono alrededor de su pulgar hasta que la punta del dedo se puso roja. El grueso cristal de seguridad tenía huellas de manos. Huellas dactilares. Manchas grises de lápiz labial. Se preguntó si la mujer a su lado besaría la ventana o intentaría tocar las manos a través de ella, o si quizás sacaría una teta y la aplastaría contra el Plexiglás mientras su hombre presionaba la palma de su mano contra el cristal. Bobby advirtió que sus propias palmas estaban húmedas. No sabía por qué estaba tan nervioso. Aaron solo había estado adentro una semana. Estaría bien.

      Entonces se abrió la puerta de acero con un chillido y lo vio aparecer con un guardia, quien lo guiaba de un codo huesudo. Aaron parecía nadar dentro de su mono naranja y avanzó con la cabeza gacha y cojeando.

      Tenía un ojo morado y cerrado por la hinchazón. Una cadena de pequeños moretones recorría su cuello, y por un lado de la cabeza, donde le habían arrancado algo de cabello, le bajaba una cremallera de suturas. Se arrastró hasta la ventana y se dispuso a sentarse, pero no pudo. Mantuvo el culo suspendido en el aire hasta que sus piernas empezaron a temblar. Apretó sus labios hinchados y gotas de sudor brotaron en su frente a causa del esfuerzo. Se rindió y apoyó una rodilla en el taburete mientras ambos tomaban los teléfonos.

      —Hola, hermano —dijo Bobby.

      Una lágrima se deslizó del ojo sano de Aaron.

      —No vuelvas nunca más por aquí —pronunció.

      Las palabras sonaron suaves y húmedas. Sus dientes delanteros habían desaparecido. Colgó el teléfono y caminó de regreso adonde estaba el guardia. Bobby lo llamó y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, presionó la palma de una mano contra el cristal. Se dio cuenta de que la mujer a su lado lo miraba fijamente. Bobby miró más allá de ella para ver a su hombre, quien observaba a Aaron por encima del hombro. Apartó la mano al tomar conciencia de que bien podría haber hecho ganar a Aaron otra ronda de lo que ya había recibido. La puerta se cerró con un golpe. Bobby se quedó mirándola hasta que sus ojos se relajaron y su atención se concentró en la huella grasienta de su propia mano, indistinguible de los demás rastros de intentos inútiles por conectar, salvo por su frescura. Borró la huella con la manga y se marchó.

      Bobby intentó regresar en otra ocasión, pero no estaba en la lista después de ese día. Ni ninguno de los días siguientes.

      Sus cartas quedaron sin respuesta. Los días se convirtieron en meses. Tres años. Un fragmento de tiempo que parecía una eternidad y a la vez no tanto. Suficiente para desdibujar los contornos del aspecto de alguien, aunque fuera un poco. Suficiente para que, aunque Bobby creyera recordar exactamente cómo sonaba la voz de Aaron, después de un tiempo ya no confiara mucho en su recuerdo. Suficiente para que al ver a Aaron en el estacionamiento por primera vez después de todos esos años, pasara caminando junto a él sin reconocerlo.

      Aaron roncaba. Bobby atravesó la habitación y descorrió las cortinas de las ventanas. Miró hacia la calle como había hecho Aaron, supuestamente buscando lo mismo. Pero no había ningún coche de policía patrullando las calles. No se veía ningún coche. La nieve se había apilado con rapidez y no se alcanzaba a distinguir la calle de la acera. Caminó hasta el pie de la cama y se acurrucó en el suelo.

      Cuando él tenía siete u ocho años, la maestra les había dicho con una semana o algo más de anticipación que la feria del libro iba a llegar a la escuela. Su madre solía darle el dinero justo para el almuerzo, pero cuando llegaba la feria del libro, Bobby comía lo mínimo que podía soportar esa semana y buscaba monedas extras por todo el apartamento. Ver el camión detenerse y descargar las estanterías de metal plegables le generaba muchísimo entusiasmo.

      Siempre iba directamente a comprar los libros de Elige tu Propia Aventura. Nunca tenía dinero para más de uno, o tal vez dos, pero uno de esos era como cuatro o cinco libros en uno, si lo elegía bien. Eran libros de fantasía