—No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza trastornada con el pobre massa Will.
—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene?
—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo…
—¿Haciendo qué?
<
div class="Parrafo">
—Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una tunda de las que duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una idea de lo que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde que no le veo?
—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues… quiero hablar del escarabajo, y nada más.
—¿De qué?
—Del escarabajo… Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?
—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he visto nunca un escarabajo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido… , pero en seguida le soltó, se lo aseguro… Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.
<
div class="Parrafo">
"No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo insoportable con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote para castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo de veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.
"No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.
"Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,
William Legrand."
Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué "asunto de la más alta importancia" podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por completo la razón de mi amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo del barco donde íbamos a navegar.
—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.
—Es una guadaña, massa, y unas azadas.
—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un dinero de mil demonios.
—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con esa guadaña y esas azadas?
—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement que me alarmó, aumentando mis sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que decir si el teniente G*** le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
—¿En qué?—pregunté con un triste presentimiento en el corazón.
—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me produjo una indecible desazón.
—Ese escarabajo hará mi fortuna—prosiguió él, con una sonrisa triunfal—al reintegrarme mis posesiones familiares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, no tengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!
—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un aire solemne e imponente, y fué a sacar el insecto de un fanal, dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escarabajo desconocido en aquel tiempo por los naturalistas, y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vista científico. Ostentaba dos manchas negras en un extremo del dorso, y en el otro, una más alargada. El caparazón era notablemente duro y brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien considerada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiter por su opinión respecto a él; pero érame imposible comprender que Legrand fuese de igual opinión.
—Le he enviado a buscar—dijo él, en un tono grandilocuente, cuando hube terminado mi examen del insecto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo y ayuda en el cumplimiento de los designios del Destino y del escarabajo…
—Mi querido Legrand—interrumpí—, no está usted bien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas precauciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unos días, hasta que se restablezca. Tiene usted fiebre y…
—Tómeme usted el pulso—dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor síntoma de fiebre.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permítame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Y después…
—Se equivoca—interrumpió él—; estoy tan bien como puedo esperar estarlo con la excitación que sufro. Si realmente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedición por las colinas, en el continente, y necesitamos para ella la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un fracaso,