De ahí nace esta apasionada carta a los Gálatas, donde se cruzan indignaciones, quejas, llamamientos, exhortaciones, censura. Se ve, cuando leemos esta carta, que nada está más cerca del corazón de san Pablo que este Evangelio de la gratuidad de la salvación. A los cristianos judaizantes, que consideran que la observancia de la Ley es necesaria para la salvación, Pablo les replica: «Si alguien, incluso un ángel del cielo, os anunciase un evangelio diferente del que os estamos enseñando, sea anatema» (Gál 1,8).
Para Pablo, pretender –como los fariseos– ser justificado por sus propias obras es glorificarse a sí mismo y usurpar la gloria a Dios, lo cual es la propia esencia del pecado (Rom 2,17-23; 3,27; 4,2). El fariseo quiere subir la escalera a partir de sus virtudes y de sus obras. Pablo invita a descender a la propia pobreza.
BAJAR PARA SUBIR
Bajar para subir, aquí reside toda la paradoja evangélica del verdadero camino espiritual cristiano. San Benito, en el capítulo 7 de su Regla, dice que se sube a través del rebajamiento y del descenso a la pobreza de nuestro ser. El cristiano debe seguir a Cristo en sus humillaciones. «Humillaos ante el Señor, que él os ensalzará» (Sant 4,10). ¿Cómo subir entonces al monte Carmelo? Es preciso, siguiendo el ejemplo de Cristo, bajar a través de las humillaciones y las noches, bajar a través de la cruz, bajar, finalmente, a través de la muerte total a nosotros mismos. «Morir con él para resucitar con él».
DOS ACTITUDES ESPIRITUALES
El fariseo y el publicano del evangelio de Lucas representan dos actitudes espirituales que combaten constantemente en nosotros.
Comparemos estas dos actitudes. El publicano se mantiene allí abajo –en el último banco de la iglesia, podríamos decir–; ni siquiera se atreve a levantar los ojos, se reconoce miserable y pobre, ni siquiera intenta saber a qué «morada» de la perfección sería enviado. El otro, el fariseo, de pie, usa la forma más litúrgica de rezar: la acción de gracias y la alabanza; está allí arriba, delante, con los grandes, elevado, casi en el altar.
Ambos, el fariseo y el publicano, rezan. El publicano, en el último banco, humillado y rechazado por los señores de la religión oficial, no tiene miedo de expresar su miseria moral: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador». El otro, el fariseo, allá arriba, no se reconoce pecador, se cree rico con toda su espiritualidad y sus conocimientos religiosos; observa la Ley al pie de la letra, está orgulloso de su buena moral y de sus virtudes. Pone su confianza en sus obras. Decididamente, el fariseo considera que el publicano allí al fondo, golpeándose el pecho, es de espiritualidad muy pobre. El fariseo piensa que su oración es más profunda, más interior, más meditativa que la del pobre publicano. El fariseo desdeña la oración de petición y de súplica, prefiere la alabanza. El evangelio dice que ni se digna mover los labios –«reza en su interior»–, vanagloriándose de su espiritualidad y de su práctica moral y religiosa: «Señor, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros; ni siquiera como aquel publicano; yo ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que recibo» (Lc 18,11-12).
Y el final de la parábola llega como un trueno. Se ve lo que son la verdadera espiritualidad y el verdadero camino para alcanzar la santidad. Descendiendo, bajando es como se sube.
«Yo os digo que aquel bajó a su casa justificado, al contrario que este; porque todo hombre que se eleva será humillado y el que se humilla será ensalzado».
EL SÍNDROME DE LA EXHIBICIÓN
Dado que el fariseo quería mantenerse siempre en lo alto de la escalera de su imagen idealizada, se podría decir que sufre el «síndrome de la exhibición». Toda su espiritualidad se centra en sus virtudes, en sus obras y en la exhibición de sí mismo: lo que él quiere es subir la escalera mostrando sus obras y sus virtudes.
Si él aceptara humillarse, podría encontrar la salvación, pero lo que él quiere es subir cada vez más alto en su falsa grandeza.
Se puede entender que, para el fariseo, la opinión de los otros, lo que piensan de él, tiene mucha importancia. «Por encima de todo ellos actúan para ser vistos por los hombres» (Mt 23,5), dirá Jesús en el evangelio.
El fariseo se preocupa mucho por su imagen y utiliza incluso la oración para mejorarla. Sobre esto dirá Jesús: «No seáis como los hipócritas: para hacer sus oraciones les gusta destacar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que todos los vean» (Mt 6,5).
BUSCANDO SEGURIDAD
El objetivo de la vida del fariseo es tornarse tan perfecto y observar la Ley de tal forma que Dios lo haga entrar en su Reino a causa de todas sus obras. Por eso, cuando comete una falta, tiene que negarla, rechazarla, porque para él cualquier falta será fatal. Toda su supuesta virtud y su imagen se hundirían si su fachada se desmoronase. En lugar de bajar a su pobreza intenta siempre subir en la satisfacción de sí mismo, haciendo más que los otros: «Yo ayuno dos veces por semana» y los otros solo una. Su idea es mostrarse superior a los pecadores y al publicano que se golpea el pecho allí abajo, al fondo del Templo.
OS CONTROLO
Si el fariseo tiene esta necesidad de señalar a los otros con el dedo y de racionalizar sus errores y sus pecados, es porque, en el fondo, se siente inferior, inquieto y angustiado.
Podríamos profundizar aquí en ciertos elementos de algún trauma de la infancia que puede llevar al fariseísmo. Para Karen Horney y Alice Millar, el niño que busca la admiración de los que le rodean fue muchas veces obligado a ser el soporte y el honor de su familia, y muchas veces fue responsable de sus hermanos. No es de extrañar que, más tarde, escogiera una profesión de ayuda, porque se siente obligado a portarse de manera tal que «apenas muestre lo que se espera de él y se identifique completamente con esa apariencia». Ese niño necesitará más tarde una cierta «grandeza» para vivir y una constante admiración por parte de los otros.
Ese adulto de corazón herido, engañado por el fariseísmo, podría a pesar de todo hundirse enseguida, dado que siempre está pendiente de la admiración de los otros, y esa admiración –siempre ligada a sus exhibiciones– puede desmoronarse de golpe.
Exteriormente, desde lo alto de la escalera de sus obras y de su perfección, el fariseo parece perfecto, poderoso, seguro de sí. Pero siempre tiene miedo de cometer un error y se siente débil, ansioso, inferior e impotente. Yo diría que la herida del fariseo hace que busque la grandeza y el poder para compensar su falta de confianza en Dios y su inseguridad, que le hacen buscar siempre los primeros lugares al lado de las personas influyentes y poderosas.
Helmut Jaschke escribe:
El deseo de poder es un sustituto del amor reprimido. El hombre que no puede gozar del mayor de los placeres, el de ser amado, compensa esa falta con el ejercicio del poder. Este último contiene siempre un elemento de venganza: como no me amáis, entonces os controlo 6.
A su vez, Scott Peck, en su libro El mal y la mentira, nos da una imagen del espíritu de los fariseos:
Totalmente preocupados por proteger su imagen de perfección, se esfuerzan sin cesar en mantener una apariencia de pureza moral. Las palabras «imagen», «apariencia» y «exteriormente» son cruciales para comprenderlos. Su disfraz es muchas veces impenetrable. Trabajan mucho y se agotarán en el esfuerzo por proyectar y mantener la imagen de su moralidad. Solo hay un dolor que ellos no pueden soportar: el disgusto de constatar sus propios pecados y sus imperfecciones 7.
ACEPTAR EXPONERSE
El mayor obstáculo para la santidad es el orgullo espiritual y un cierto fariseísmo. Ciertas personas nunca quieren reconocer en sí mismas el mínimo trazo de debilidad. La vida de esas personas puede parecer exteriormente muy generosa, porque