―No volveremos a pasar por aquí a la vuelta ―replicó Matteo, haciendo lo posible para que no fuese Amilcare quien respondiese, siendo éste último más rudo de modales que él. ―Los caballos son del Duca di Montacuto y es mejor que se los devolvamos. Nos va en ello nuestras cabezas. Realmente debemos llegar a la torre de Montignano. Ahora ya no debería estar muy lejos. Indícanos el mejor camino.
―¿Cuál es la recompensa por la información? ―preguntó el muchacho a Matteo poniendo al mal tiempo buena cara.
Matteo echó un poco de vino tinto de uno de los odres llenos en aquella que había contenido la cerveza, vaciada poco antes, y se la ofreció al joven mozo de cuadra.
―Esto debería ser suficiente. Si no te basta siempre puedo invitarte a husmear el aliento de mi compañero. ¡No tienes más que pedirlo!
El muchacho observó a Amilcare con aire asqueado y aceptó el odre que le ofrecían.
―Coged por la cañada y llegad hasta el pie de la colina. No vayáis hacia la localidad de Monte Marciano, manteneos a la derecha para alcanzar la cresta de la colina. Seguid siempre el sendero en lo alto de la colina y llegaréis a la torre mucho antes de la hora de la primera comida. ¡Mucha suerte!
―Suerte a ti, muchacho. Y gracias. ―Matteo casi estuvo a punto de sacar una moneda del talego que les había dado el Duca el día anterior pero la mirada de Amilcare le hizo desistir de recompensar aún más al mozo de cuadra.
Tiene razón Amilcare, dijo para sus adentros Matteo. Con su actitud amable, este podría ser un espía y ponernos detrás unos ladrones, una vez visto el saco con las monedas. ¡Mejor no arriesgarse a perder tiempo teniendo que degollar a unos vulgares ladrones!
Para el Duca Francesco Maria Della Rovere, expulsar a los Medici de Urbino y volver a poseer sus tierras feltresque era ya una cuestión de principios y había llegado el momento justo. Su padre, Giovanni Della Rovere, señor de Senigallia, había hecho edificar por el arquitecto y estratega Francesco di Giorgio Martini, una majestuosa fortaleza en Mondavio, en realidad a mitad de camino entre Senigallia y Urbino. Francesco no entendía muy bien la posición estratégica de aquella suntuosa fortaleza ya que ésta se encontraba en el interior de sus posesiones y no en un puesto de frontera, donde sería justo que estuviese. En ese lugar nunca serían atacados y, de hecho, la fortaleza nunca había sufrido asedios desde que había sido terminada la construcción, y ya habían pasado casi treinta años. Pero el edificio era una impresionante fortaleza y se presentaba ante el ojo humano como una terrorífica máquina de guerra, en la que cada forma y estructura estaba estudiada para resistir los ataques perpetrados tanto con armas tradicionales, de lanzar, como de las modernas armas de fuego que se estaban difundiendo cada vez más. La misma fortaleza estaba provista de las más mortíferas armas de guerra conocidas: catapultas, trabuquetes, bombardas y otros inventos mortíferos. En la armería había también un cantidad tal de fusiles, pistolas y arcabuces como para armar a una guarnición de un millar de soldados. El depósito donde era conservada la pólvora para disparar estaba perfectamente aislado y protegido y los guardianes habían colgado en las pareces una imagen de Santa Bárbara, para prevenir, gracias a su protección, el peligro de explosiones accidentales.
Por lo tanto, el Duca había elegido transferirse aquí, dejando la Rocca Roveresca de Senigallia, porque Mondavio representaba el lugar ideal del que partir para la conquista de Urbino. Y debía hacerlo antes de que llegase Malatesta desde Rimini o, peor, desde Pesaro. El final de la primavera del año del Señor de 1522 era el momento adecuado para mover las propias guarniciones. El Papa Leone X había muerto y había sido sustituido por el Cardenal Adriano Florensz de Utrecht, que había tomado el nombre de Adriano VI. Éste era una marioneta, de cuyos hilos tiraba la oligarquía eclesiástica, y todos estaban convencidos de que no duraría mucho antes de que el Cardenal de Firenze, Giulio Dei Medici, hubiese tramado algo para reconquistar el solio pontificio. Por lo tanto, era necesario aprovechar el momento, anticipándose a los movimientos tanto de los Malatesta como de los Medici. Pero creía a su lugarteniente, Orazio Baglioni, un incapaz. Y, si incluso no hubiese sido un incapaz desde el punto de vista estratégico y militar, lo creía, de todas formas, un espía de Malatesta. Sólo unos meses antes, en diciembre, Francesco estaba aliado con Malatesta y junto con él había mandado las legiones pontificias desde Fabriano y desde Camerino, restableciendo el poder de los Duchi di Varano y dirigiéndose, a continuación, con las milicias unidas hacia Perugia. Se habían parado a la noticia de la muerte del Papa Leone X, volviendo, respectivamente, a sus territorios de Senigallia y Pesaro. Oficialmente Francesco Maria Della Rovere todavía estaba aliado con Malatesta y prueba de eso era aquel lugarteniente que continuaba a tener entre sus pies. Era necesario eliminarlo y coger un buen sustituto para su puesto, si quería entrar en Urbino rápidamente, burlando a su viejo aliado. Sólo un nombre le rondaba por la cabeza, el de Andrea Franciolini. Había hecho averiguaciones sobre él, en la época en que había asaltado la ciudad de Jesi, unos años antes. Los mercenarios a sueldo lo habían puesto al borde de la muerte pero se las había arreglado. No había comprendido muy bien cómo había escapado a la condena de muerte que pendía sobre su cabeza, quizás gracias al largo brazo del Duca di Montacuto, por lo menos eso se decía por ahí. Franciolini era joven pero tenía fama de ser muy bueno, como condottiero y como combatiente. Pero con el estado actual de las cosas parecía que estaba retenido, desde hacía ya unos años, en la Corte del Duca Berengario di Montacuto. Gracias a algunos espías que tenía en el castillo de Massignano, dos jóvenes siervos de origen senigalliese, finalmente había obtenido la información que necesitaba.
―Montacuto se ha puesto de acuerdo con Malatesta para enviar a su servicio al joven Franciolini. El 22 de mayo, Andrea Franciolini, con un hombre de escolta, pasará por la zona de Senigallia, para llegar hasta Malatesta en Pesaro y unirse a su ejército ―le había contado el joven cocinero Giuliano, un día que había vuelto a Senigallia con la excusa de ir a buscar a su madre ―Pero no llegará jamás porque es una trampa. En efecto, el Duca di Montacuto se ha puesto de acuerdo en secreto con el nuevo Papa para malvender la Marca Anconitana al Estado Pontificio por unos miles de florines de oro. Y, por lo tanto, ahora Franciolini es un personaje incómodo. Lo hará matar por dos sicarios cerca de la Torre di Montignano. Poco importará, cuando llegue ese momento, que esté por medio también aquel que, hasta ahora, ha considerado su brazo derecho, Gesualdo, llamado el Mancino. El Duca di Montacuto necesita dinero, mucho dinero, es ha endeudado hasta las cejas para hacer edificar una enorme, a la vez que inútil, fortificación para la defensa del puerto de Ancona. Y ya no consigue justificar sus gastos ante el Consiglio degli Anziani. Así que...
―He comprendido ―dijo Della Rovere haciendo deslizar en las manos del muchacho algunas monedas de plata ―Así que ha decidido vender al mejor postor la ciudad, la fortaleza, el puerto y los territorios, eliminando los personajes incómodos. Creo que dentro de unos días encontrarán muertos a todos los componentes del Consiglio degli Anziani de la ciudad de Ancona. Quién sabe, a lo mejor una epidemia, ¡repentina y providencial!
Esa misma noche, el Duca Francesco Maria Della Rovere, entró en Mondavio. A la mañana siguiente, los sirvientes de Orazio Baglioni encontraron al lugarteniente tendido en su propio lecho con los ojos abiertos de par en par y con espuma que le salía por los labios. Sobre el mueble de al lado de la cama fue encontrado un vaso que todavía contenía residuos de líquido envenenado.
―Se ha suicidado ―sentenció el Duca en cuanto le contaron la noticia ―Hace unos días me había confiado que sufría de penas de amor. Estaba enamorado pero la damisela objeto de sus deseos le había rechazado dos veces. ¡Una pena, era un soldado valiente. Ahora deberé encontrar un digno sustituto!
La jornada primaveral anunciaba la llegada de un verano tórrido y Francesco Maria vestía un ligero jubón amarillo y unas cómodas calzas. En ese momento tenía treinta y dos años pero demostraba algunos más. Era un hombre no muy alto pero robusto, el físico templado por las innumerables batallas, siempre combatidas en campo abierto. Incluso como condottiero nunca había retrocedido ante una batalla. Y los