Esta misma intuición es la que llevó a Deming a desarrollar su filosofía de la calidad total. Su argumento fue que, en vez de ver al error como una “cosa a arreglar”, es mucho más positivo interpretarlo como “consecuencia de un proceso fuera de control”. Por eso, en vez de tratar de resolver el defecto, se deben investigar sus fuentes para corregir el mecanismo que lo generó. Así, no sólo se arregla el defecto particular, sino que se mejora el rendimiento general del sistema. Para aprender de los errores es necesario pasar del comedor a la cocina. Cuando uno se siente cómodo recorriendo ese camino, entiende por qué los japoneses afirman que “un defecto es un tesoro”.
En mi clase distinguía dos tipos de contabilidad: la externa y la interna. La primera se ocupa de los informes, enfatiza la técnica y el detalle. La segunda se ocupa de los pensamientos, enfatiza la cognición y el comportamiento. La contabilidad externa (de los ojos para afuera) es necesaria, pero la interna (de los ojos para adentro) es fundamental. Así como los maestros zen preguntan “¿Cuál es el sonido de un árbol que cae en el bosque donde nadie puede oírlo?”, yo preguntaba “¿Cuál es el impacto de un informe contable que cae en un cajón donde nadie puede (o quiere) leerlo?”. Para tener efecto, toda información necesita ser digerida por la conciencia de un individuo. Más aún: los distintos individuos de la organización deben encontrar una interpretación colectiva que integre las interpretaciones individuales.
Para operar en forma armónica, los miembros de una empresa deben acordar objetivos comunes (la misión y visión colectivas) y realidades comunes (la lectura de la situación). Esta realidad común se construye mediante el proceso de comunicación. La comunicación efectiva se basa en información fáctica que legitima las interpretaciones. La contabilidad es, a mi entender, una actividad lingüística que genera soportes interpretativos para estructurar realidades comunes, compararlas con la visión y definir acciones en consecuencia.
Durante esta etapa de mi carrera, la Chrysler me pidió que dictase un seminario. Uno de los ejecutivos que participó era el director del proyecto de aplicación de Activity Based Costing (abc). Esta metodología calcula los costes en forma más razonable que la tradicional: aplica costes indirectos en base a la utilización de los recursos generales en la elaboración de un producto, en vez de calcularlos simplemente en base al contenido de trabajo directo. El ejecutivo se acercó a mí, ya que su situación era exactamente la que había descrito en mi charla: técnicamente, el sistema era una maravilla; prácticamente, un fracaso. El problema era que la gente no usaba la información para mejorar sus operaciones (Y, por supuesto, los resultados no iban a cambiar en tanto las personas no cambiaran su comportamiento). Los managers operativos sospechaban que esa metodología no era más que otro intento de los contadores por controlarlos, y se hallaban en pie de guerra.
El director de Chrysler tenía otro problema muy corriente entre managers que vienen de Áreas “duras” como la ingeniería, la computación, la contabilidad o las finanzas. Durante toda su carrera (incluyendo sus estudios universitarios) su foco principal había sido la disciplina técnica. Sus éxitos y promociones estaban basados en la excelencia demostrada en el desempeño de su función. Pero al ir subiendo de cargo, cada vez tenía menos contacto directo con su profesión y más necesidad de liderar a sus subordinados, que eran quienes realmente manejaban la operación. Esto le resultaba desquiciante, ya que nunca se había preparado para dirigir gente que supiera más que él. Su creencia, basada en ideas del siglo pasado, era que “el jefe es el que más sabe, el mejor operador del equipo”. Y no es así. Hoy es frecuente que hasta la más novata de las secretarias maneje el procesador de textos mejor que su jefe.
El primer ítem de nuestra agenda de trabajo fue entonces la redefinición de su papel como líder. En un equipo excelente, cada persona es la más capaz para hacer lo que hace. Por eso, el micro-management (control detallista) no funciona. El líder necesita aprender que su poder de apalancamiento depende mucho más de su humildad y capacidad para apoyar a sus colaboradores, que de su pericia técnica. Sus competencias básicas son la delegación y el empowerment, la defensa de la visión y el comportamiento coherente con los valores.
Chrysler fue mi primer proyecto de aplicación. Durante los tres años siguientes trabajé con el equipo de abc y con el vicepresidente de finanzas para cerrar el circuito y convertir la información en acción efectiva. Para eso, fue necesario que los contadores abandonaran su rigidez du role y se comprometieran con el mundo de la operación. Una vez que aprendieron el lenguaje de sus clientes, pudieron dialogar de manera efectiva, explicar el funcionamiento del sistema, corregir aquellas cosas que creaban animosidad y transformarse en verdaderos agentes de cambio.
El proyecto de Chrysler me convenció totalmente del papel fundamental del lenguaje en la coordinación efectiva de acciones. No sólo porque permite pasar de la subjetividad (ideas en mi mente) a la intersubjetividad (ideas compartidas), sino porque afecta directamente la capacidad de tener ideas. Hasta que los managers de las plantas automotrices adquirieron el lenguaje de abc, las planillas que recibían les resultaban incomprensibles, carentes de significado y, por lo tanto, invisibles.
No hablamos de aquello que vemos, sino que sólo vemos aquello de lo que podemos hablar.
El lenguaje es un filtro que permite la aparición de ciertas realidades e impide la experiencia de otras. Al igual que el sistema nervioso, el lenguaje “vibra” sólo en cierta frecuencia. Lo que cae fuera de ese rango de longitud de onda, no existe. Por ejemplo, no podemos ver radiaciones infrarrojas ni oír ultrasonidos. De la misma forma, antes de la aparición del lenguaje del control de procesos estadísticos (SPC), nadie podía observar que una línea de montaje estaba “fuera de control”. Esta observación sólo emerge una vez que existe la distinción semántica control/fuera-de-control. Para existir como posibilidad, el análisis estadístico de procesos requiere de un sistema de distinciones (un lenguaje) que lo soporte.
Aunque estas ideas me parecían vitales, a mis colegas más tradicionales les resultaban altamente sospechosas. Si bien los estudiantes me eligieron como “profesor del año” de Sloan y del MIT como un todo, mis colegas me etiquetaron como el “raro del año”. Con mi asociación al grupo de pensamiento sistémico, mi trabajo enfocado hacia la práctica empresaria y mi desinterés por la contabilidad ortodoxa, las tensiones fueron creciendo.
Hicieron eclosión después de iniciar programas de liderazgo para ejecutivos de EDS, General Motors, Chrysler, Shell y otras corporaciones asociadas al Organizational Learning Center del MIT. La experiencia fue tan extraordinaria que le expresé al decano mi deseo de dedicarme enteramente a eso. Su respuesta aún resuena en mis oídos: “Necesitamos que dictes el curso de contabilidad. Además, no es una buena idea para un profesor joven concentrarse en temas revolucionarios. Tómate unos años (diez, más o menos) para establecer tu reputación ampliando alguna de las teorías ya aceptadas y conseguir tenure (un cargo vitalicio de profesor titular). Entonces sí podrás arriesgarte a ser revolucionario”.
En ese momento me convencí de que no tenía futuro en la academia. El plan que me proponía el decano sonaba más a condena que a oportunidad, a prisión más que a visión. Esto desató una segunda crisis. Dejar la economía matemática había sido duro, pero dejar la academia era impensable. Toda mi vida había querido enseñar, había estudiado y trabajado diligentemente 25 años tras ese objetivo, había conseguido un puesto en el MIT (una de las mejores, si no la mejor, universidad del mundo), estaba en la cima de la montaña, finalmente había alcanzado mi sueño; y mi sueño resultó no ser lo que esperaba. Palabras como “abrumado”, “desolado”, “afligido”, “devastado”, no llegan a expresar la profundidad de mis sentimientos. Además, sólo pensar en abandonar la protección del útero institucional me ponía en estado de pánico. Perder mi cargo se me hacía como perder mi identidad.
Esta sensación se reflejaba en la diferencia entre mi business card objetiva y mi business card subjetiva. Mi verdadera tarjeta decía:
Pero en mi conciencia, esta tarjeta aparecía como