En la obra de Carpentier que nos ocupa presenciamos el sudor de los esclavos, el sonido de las palmas sobre los tambores, los hongos venenosos, las construcciones fastuosas, un cuerpo enterrado en cemento, el hombre convertido en bestia, los sacrificios animales; mientras en Cien años de soledad vemos mariposas amarillas revolotear, la elevación de Remedios, la profecía en los pergaminos de Melquíades, la levitación del padre Nicanor y los inventos extraordinarios que traen los gitanos, elementos varios, por cierto, que ya estaban en Florecillas, autobiografía y biografía de San Francisco de Asís, y muchos lo sabemos. Lo sobrenatural se vuelve verosímil en Carpentier, mientras que en Márquez sigue siendo un tanto fantástico, creíble en Macondo, pero ajeno a la realidad del lector y de la América nuestra.
En El reino de este mundo aparece lo ligero cuando Mackandal se transforma en mariposa o cuando, tras su muerte en la hoguera, “... el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando sobre las cabezas...”, pero siempre vuelve a la tierra, ya sea como iguana, perro o alcatraz, o bien, para “... hundirse en las ondas negras de la masa de esclavos...”. Calvino dice, en la citada conferencia, al respecto:
... la literatura como función existencial, la búsqueda de la levedad con relación al peso de vivir [...] el chamán respondía anulando el peso de su cuerpo, transportándose en vuelo a otro mundo, a otro nivel de percepción donde podía encontrar fuerzas para modificar la realidad [...] Creo que este nexo entre levitación deseada y privación padecida es una constante antropológica. Este dispositivo antropológico es lo que la literatura perpetúa. No me parece forzado conectar esta función chamánica o de hechicería documentada por la etnología y el folklore con lo imaginario; por el contrario, creo que la racionalidad más profunda implícita en toda labor literaria debe buscarse en las necesidades antropológicas a la que aquella corresponde.
Pareciera que el contexto histórico de El reino de este mundo juega a favor del aterrizaje de los hechos mágicos, pero en la obra del colombiano también se recurre a los hechos históricos, como la guerra civil entre partidos políticos, la llegada del ferrocarril a Colombia o de la United Fruit Company y la Masacre de las Bananeras, sin conseguir la verosimilitud que logra el cubano. Lo que en García Márquez parece imaginación, en Carpentier es realidad. Y parafraseando a Valéry: “Hay que ser ligero como el pájaro, no como la pluma”.
Y es que Alejo Carpentier se despoja del narrador externo con el fin de ponerse la piel oscura del esclavo y hablar desde él; es a través de los ojos de Ti Noel que vemos el mundo haitiano:
... el colono y el esclavo amarraron sus cabalgaduras frente a la tienda del peluquero [...] Mientras el amo se hacía rasurar, Ti Noel pudo contemplar a su gusto las cuatro cabezas de cera que adornaban el estante de la entrada. Los rizos de las pelucas enmarcaban semblantes inmóviles, antes de abrirse en un remanso de bucles, sobre el tapete encarnado [...] Por una graciosa casualidad, la tripería contigua exhibía cabezas de terneros, desolladas, con un tallito de perejil sobre la lengua [...] Sólo un tabique de madera separaba ambos mostradores, y Ti Noel se divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa. Así como se adornaban a las aves con sus plumas para presentarlas a los comensales de un banquete, un cocinero experto y bastante ogro habría vestido las testas con sus mejores acondicionadas pelucas. No les faltaba más que una orla de hojas de lechuga o de rábanos abiertos en flor de lis.
Así, con esta muestra, Carpentier sabe que no basta con vestir de color local una obra para retratar una forma de ser. Hay que escuchar al otro y ponerse su piel, impregnarse de su esencia.
Además, Carpentier es un autor sonoro. Estudió teoría musical, escribió libretos para ballet y dedicó parte de su labor profesional a la radio, tanto en Francia como en Cuba, y también realizó importantes investigaciones musicales. Por tanto, no sorprende la sonoridad rítmica de su narrativa, la inclusión de instrumentos afrocubanos, el canto ritual pero, en especial, su capacidad para hacer hablar al otro. Escuchamos las palabras de los esclavos, pero también oímos a través de ellas su mundo interior, sus costumbres, sus anhelos, sus miedos, su violencia y su esperanza. La novela está narrada en tercera persona y la voz, con especial malicia de Carpentier, acompaña la visión del esclavo, son ellos —el son de ellos—, a través de Ti Noel, los que cuentan la historia del pueblo haitiano. El autor presenta algunos momentos de contraste en donde los amos franceses exponen su visión ingenua y abusiva, que explica por qué los esclavos acabaron sublevándose con tal violencia. Pero El reino de este mundo no sólo nos presenta el contraste amo-esclavo, también se recrea en otros personajes: vale la pena resaltar la presencia de la segunda esposa de Lenormand de Mezy, una actriz fracasada, o la visión invaluable de Paulina Bonaparte.
La periodista cubana Marta Rojas, amiga cercana del autor, narra una anécdota que da fe de una de las teorías literarias de Carpentier:
Ya en París conocí al diplomático y al hombre de hogar. Al novelista que dedicaba las mañanas a escribir, como un sacerdocio, y al escritor al que no se le escapa nada. De tal forma que una vez me invitó a ir con él a la carnicería, porque había combinado con Lilia hacer una comida especial por la noche: “Carne de res mechada”. Fui a la carnicería y cuál no sería mi asombro cuando Carpentier detallaba al carnicero cómo cortar y qué cortar en la banda de res que estaba colgada en un gancho. Sabía al dedillo cada parte del animal y cómo y para qué utilizarlo en la cocina.
“Todo le hace falta saber al que escribe, cómo si no, en caso de que el personaje sea un carnicero o un pescador podría desenvolverse, mínimamente”. Yo diría que es una lección básica para cualquier escritor. Esa noche, por primera vez en París, fui la ‘pinche de cocina’ de Carpentier. Lilia, desde la sala, nos veía hacer, mezclar, probar, mientras atendía la visita. A ella aún le gusta recordar esta anécdota, porque Alejo Carpentier era un gran cocinero, un gran mezclador. No sólo condimentaba su prosa inigualable de rango universal, sino las más sofisticadas o sencillas comidas.
Esta cita de Marta Rojas me hace caer en la cuenta de que El reino de este mundo no sólo es una obra que refleja la conciencia y el sentir americanos, sino que además es universal. Escuchemos a Carpentier:
Pero resulta que ahora nosotros, novelistas latinoamericanos, tenemos que nombrarlo todo —todo lo que nos define, envuelve y circunda: todo lo que opera con energía de contexto— para situarlo en lo universal. Termináronse los tiempos de las novelas con llamadas al pie de página para explicarnos que el árbol llamado de tal modo se viste de flores encarnadas en el mes de mayo o agosto. Nuestra ceiba, nuestros árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer universales por la operación de palabras cabales, pertenecientes al vocabulario universal.
Influido por las ideas de Roger Callois, quien, por cierto, lo tradujo al francés, donde lo sagrado tiene una doble vertiente: respeto a la norma y transgresión, Carpentier retrata la religión haitiana: licantropismo, animismo o vudú, no con una mirada ajena de turista, sino desde el entendimiento integral de la cultura de los esclavos africanos sometidos por el poder francés:
¿Qué sabían los blancos de cosas de negros? En sus ciclos de metamorfosis, Mackandal se había adentrado muchas veces en el mundo arcano de los insectos, desquitándose de la falta de un brazo humano con la posesión de varias patas, de cuatro élitros o de largas antenas. Había sido mosca, ciempiés, falena, comején, tarántula, vaquita de san Antón y hasta cocuyo de grandes luces verdes.
Que además contrasta con la visión de Monsieur Lenormand de Mezy:
Ahora recordaba que, años atrás, aquel rubicundo y voluptuoso abogado del Cabo que era Moreau de Saint Mery había recogido algunos datos sobre las prácticas salvajes de los hechiceros de las montañas, apuntando que algunos negros eran ofidiólatras. Este hecho, al volver a su memoria, lo llenó de zozobra haciéndole comprender que un tambor podía significar, en ciertos casos, algo más que una piel de chivo tensa sobre un tronco ahuecado. Los esclavos tenían, pues, una religión secreta que los alentaba y solidarizaba