Como Richard Bernstein ha sugerido, Arendt propone una noción específica de pensar y de pensamiento que puede rastrearse en varias obras: el ensayo de 1944 «El judío como paria. Una tradición oculta»;55 el manuscrito de la conferencia de 1954 titulada «Filosofía y política» en el que analiza el papel de Sócrates como un modelo de pensar modificado profundamente por Platón; el estudio sobre Lessing de 1959; en el prefacio de 1961 a Entre el pasado y el futuro, y, por supuesto, en La vida del espíritu, donde sitúa la célebre cita de Heidegger sobre lo que no es pensar: no nos lleva al conocimiento como hacen las ciencias, no produce saber práctico útil, no resuelve los enigmas del universo y no nos involucra directamente con el poder de actuar.56
La discípula de Heidegger está interesada en un concepto de pensar que no sea privativo de los filósofos, por ello, en La vida del espíritu, las tres facultades son estudiadas en su fenomenología en cuanto capacidades. La identificación con Kant, como en otras ocasiones, es máxima. Kant sería un caso único entre filósofos, ya que le molestaba bastante la opinión de que la filosofía es solo para los elegidos y observó que «la estupidez es la causa de un mal corazón».57 Por otro lado, cuando se pregunta en esta obra qué nos hace pensar, remite a la idea de las situaciones límites, «término acuñado por Jaspers para describir la condición humana general, inmutable».58
El pensar tiene como condición la retirada del mundo de los fenómenos y supone siempre un recuerdo. Sus objetos han sido conceptos, ideas y categorías, todos ellos material específico de la filosofía profesional, pues la autora considera que no hay nada en la vida ordinaria de las personas que no pueda llegar a ser objeto de pensamiento. Las cuestiones adoptadas por la filosofía como problemas propios no difieren en nada de la necesidad que cualquier hombre pueda sentir de narrar un hecho al que haya asistido o de reflejarlo en poemas.59
Arendt plantea una conexión entre pensamiento y experiencia. «Antes de suscitar cuestiones tales como “¿Qué es la felicidad”, “¿Qué es la justicia?”, “Qué es el conocimiento?” y otras similares, es preciso haber sido feliz e infeliz, haber presenciado acciones justas e injustas, haber experimentado el deseo de saber y sus satisfacciones y frustraciones.»60 Por tanto, «todo pensamiento nace de la experiencia, pero ninguna experiencia obtiene algún sentido o coherencia sin haberse sometido antes a las operaciones de la imaginación o del pensar».61 La autora encuentra en Aristóteles, concretamente en el tratado De interpretatione, la vinculación entre búsqueda de significado y una concepción del lenguaje que vaya más allá de la verdad y la falsedad. El punto más interesante del tratado de Aristóteles sería el criterio del logos o el discurso coherente, «que no es verdad ni falsedad, sino significado. Las palabras como tales no son verdaderas ni falsas».62
No obstante su distinción y la subsiguiente separación entre búsqueda de la verdad y búsqueda de significado, Arendt reconoce la vinculación entre ellas: «No pretendo negar la conexión entre la búsqueda de significado que lleva a cabo el pensamiento y la búsqueda de la verdad, propia del conocimiento. Al formular la pregunta del significado, que carece de respuesta, los hombres se muestran como seres interpretativos».63 Por otra parte,
La razón es la condición a priori del intelecto y de la cognición; y es precisamente por la íntima conexión entre razón e intelecto, a pesar de la enorme diferencia de intención y propósito, por lo que los filósofos han sentido siempre la tentación de aceptar el criterio de la verdad —tan válido para la ciencia y la vida diaria— en sus propias actividades que, por ello, se salen de lo corriente.64
La distinción arendtiana ha sido cuestionada en algunos de sus términos por intérpretes como Ágnes Heller, Albrecht Wellmer, Richard Bernstein y Biku Parekh entre los más destacados. Identificamos tres aspectos problemáticos siempre en torno a la noción de pensar: a) su carácter ambiguo, b) la relación con el problema del mal y las consecuencias políticas que se derivan de la misma, y, por último, c) la conexión con el lugar de la filosofía en nuestra época.
Respecto a la ambigüedad o equivocidad del pensar, cabe destacar que dicha noción debe ser comprendida en el proyecto arendtiano de describir la vida del espíritu en las tres facultades del pensamiento, la voluntad y el juicio, consideradas desde el punto de vista de la fenomenología de sus manifestaciones como actividades. En la estructura tripartita se trata de una clara reformulación de la razón kantiana, como Ágnes Heller ha subrayado.65 Pero Arendt identifica el pensar tanto con una de las manifestaciones de la vida del espíritu como con semejante vida en su conjunto. Así, en uno de los escasos momentos en que intenta una visión del conjunto de las actividades mentales, indica que sería un error establecer un orden jerárquico entre ellas, pero no puede negar la existencia de un determinado orden de prioridades. «Sería inimaginable cómo podríamos querer o juzgar, esto es, operar con cosas que no son todavía o que ya no son, sin el poder de representación y el esfuerzo que se requiere para dirigir la atención mental sobre aquello que escapa a la atención de la percepción sensorial no se hubiera adelantado y hubiera dispuesto el espíritu a la reflexión, así como a la voluntad y el juicio»,66 en suma, una cierta participación del pensar es necesaria para las actividades de la voluntad y del juicio.
En cuanto a la cuestión de los efectos públicos del pensar, parece claro que es uno de los motivos por los que Arendt se embarca en sus últimos años en la difícil tarea del libro sobre la vida del espíritu y el mismo contexto en el que cabe situar su relectura del juicio en las Conferencias sobre la filosofía política de Kant, con la revalorización de la Crítica del juicio para una nueva filosofía política. El papel político del pensar debe ser subrayado en esta época en la que Arendt vendría a coincidir con Dietrich Bonhoeffer en el peligro que supone la falta de decisión del pensar por sí mismo, el enorme auge de la estupidez o la necedad.
En función de esos efectos políticos y de su conexión con la tesis de la banalidad del mal, Arendt acentúa tanto el carácter autónomo como el activo del pensar.67 En todo ello también debe tenerse en cuenta su crítica a la pseudivinidad moderna llamada historia, a la que tanto apelaban las diversas opiniones expresadas en el juicio a Eichmann. No solo el pensar sino las tres actividades mentales básicas, que no se dejan reducir a un común denominador, tienen la nota de la autonomía. «Si a estas actividades mentales las he calificado de básicas es porque son autónomas; cuando una de ellas sigue las normas propias de su misma actividad, aunque todas dependan de una cierta tranquilidad de las pasiones del alma.» De la autonomía de las actividades se deriva también su ser incondicionado, «ningún condicionante del mundo o de la vida les afecta directamente».68 El hombre, aunque condicionado existencialmente, puede trascender todas esas condiciones, pero solo mentalmente, nunca en la realidad ni en el conocimiento.69 Esta capacidad de trascendencia debe ser considerada como crucial en situaciones límites, precisamente aquellas de las que deriva el viento del pensar.
Por último, la conexión entre el pensar y la filosofía en nuestra época ha sido destacada tanto por A. Heller como por R. Bernstein: Arendt parece compartir el diagnóstico heideggeriano de nuestra época